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jueves, 29 de octubre de 2015

En busca de la historia perfecta

“¿Cómo puede ser la historia perfecta?” decía Víctor para sí. Lápiz en mano, el joven escritor buscaba redactar, no una historia cualquiera, sino la historia perfecta. Su cabello oscuro cubría una cabeza que meditaba en busca de un tema para empezar a escribir.

Víctor sabía que, ya escogido el tema, las ideas volarían a su mente cual aviones al aeropuerto. ¡Aviones! ¡Eso es! Una bombilla imaginaria se iluminó sobre la testa del escritor: su historia perfecta comenzaría en un aeropuerto. Debía reflexionar acerca de su decisión, pues la historia perfecta debe partir del tema perfecto. Y, si en tantos siglos de literatura nadie había sido capaz de producirla, no sería fácil para él lograrlo.

Una vez confirmada su elección del aeropuerto como escena inicial de la historia perfecta, Víctor escribía las diferentes ideas que protagonizaban sus pensamientos. Afiló la punta de su lápiz en dos ocasiones para poder anotar todo aquello que se le ocurría, hasta que se vio obligado a tomarse un descanso.

Aprovechó para visitar el cuarto de baño y observar como la luna sustituía al sol. Era tarde y no podía permitirse que acabase el día sin haber dado con el comienzo de la historia perfecta. Repasó las pinceladas que destacaban en su libreta amarilla y dio paso a la compleja tarea de unir todas las piezas del rompecabezas. Ese sería el rompecabezas perfecto, porque es la imagen que representa a la historia perfecta.

La tarea se endurecía por momentos. Los nervios poseían a Víctor, pues su madre le había llamado para cenar y la historia perfecta apenas contaba con un párrafo y medio. Devoró aquella sopa de un trago sin importarle su estado humeante y subió las escaleras hacia su habitación. En el penúltimo escalón tropezó y cayó.

Dolido de la mandíbula, mintió a su madre al decirle que no se había hecho daño y corrió hacia su escritorio. Había perdido unos minutos valiosos y no se encontraba bien, pero la historia perfecta debía ser perfecta y llevarla a cabo era la prioridad.

El pitido de su reloj negro le indicó que quedaba una hora para que aquel viernes de octubre llegase a su fin. Y la historia perfecta cada vez se encontraba más cerca de la imperfección. Víctor se tiraba de los pelos a causa de la desesperación: estaba siendo derrotado. Intentó completar, al menos, una página, para narrar el adiós de aquella joven de diecinueve años que se despedía de su familia momentos antes de irse lejos a estudiar.


Víctor reconoció que esa no era la historia perfecta e intentó dormir. La historia perfecta le había vencido. Pudo dialogar con su almohada acerca de lo sucedido y entendió que si la historia perfecta no está escrita es porque no existe una historia perfecta. Y lo que más se acerca a ella no suele ser algo que se busca, sino algo que se encuentra sin esperarlo. La perfección no es más que una utopía inventada por el hombre para seguir intentando superarse día a día.

Lápiz y papel (La historia perfecta)

Por tercer día consecutivo Martín T se detiene frente al amplio escaparate de la papelería que hay en la esquina sin decidirse a entrar. Con la mirada busca entre los objetos minuciosamente repartidos tras el cristal, los lápices Staedtler y las libretas de tapa dura. Siguen allí, igual que ayer, como una provocación. El mundo parece haberse confabulado en su contra. Incluso el alegre tintineo de la campanilla de la puerta, le produce una minúscula añoranza, como la intuición del estremecimiento que, al entrar en la tienda, le provocan las esencias de madera, tinta y papel que perfuman la penumbra. Hoy, si quiere mantener su palabra, deberá limitarse a observarlo todo desde el otro lado de la vidriera.
Martín T hace tiempo que escribe. Fue la consecuencia lógica de su afición a la lectura y el incontrolable impulso de expresar con palabras las ideas que sentía pudrirse en su interior. Sin embargo, no ha conseguido terminar ningún texto. Sólo en la primera frase puede emplear varios meses. Siempre duda; sobre la longitud de las frases, de la conveniencia de emplear tal o cual adjetivo, de la fuerza que éste tendrá al colocarlo delante o detrás del sustantivo. La posición de una simple coma le atormenta semanas enteras. Vacila acerca de quién ha de ser el narrador de la historia o si debe contarla en pasado o en presente. A veces, para conseguir un mayor impacto decide cambiar el orden de los párrafos. Durante unas horas sonríe feliz por su audacia, pero en plena noche, angustiado por las dudas se levanta para dejarlo todo tal y como estaba al principio. Tantas veces relee lo escrito que acaba por parecerle absurdo.
Cuando esto sucede, echa a la basura el lápiz y la libreta que emplea para escribir con el firme propósito de no volver a reponerlos. No obstante, la ira hacia sí mismo va cediendo hasta convertirse con el paso de los días en un malestar con el que puede convivir. Recuperado el ánimo de escritor, se detiene en la papelería camino del trabajo y compra el material necesario para seguir con los relatos. Esta mañana, frente al escaparate, todavía mastica el sabor del fracaso, lo que le permite mantener su palabra.
Después de comer y de la cabezada corta, pero reparadora, tiene toda la tarde por delante sin saber qué hacer. Lamenta en ese momento no haber entrado en la papelería, pero como la cosa ya no tiene remedio, ni él está en disposición de vestirse para salir a comprar, se echa en la cama a leer hasta la hora de la cena.

Un fuerte sobresalto le hace incorporarse. Ya es de noche. Debe de haberse quedado dormido. Tiene la frente y la espalda empapadas de un sudor frío y los vellos de los brazos erizados como por una descarga eléctrica. Respira con dificultad, jadeando como un perro. Los músculos del corazón se dilatan y contraen con tanta violencia que parecen tener entidad propia, como un organismo ajeno que viviera en su interior.  Con la mano tantea el vacío en busca del interruptor de la lámpara hasta que encuentra su tacto duro en el hueco de sus dedos. El primer destello de luz le hiere los ojos. Son las ocho y doce. La lengua le tiembla contra los dientes. Acaba de tener un sueño extraño; una especie de revelación. Experimenta por primera vez una súbita lucidez. En su cabeza se atropellan frases que pugnan por salir. Su subconsciente ha ordenado las palabras de sus relatos y ha añadido otras. Ha acortado y modificado sus textos hasta engendrar la historia perfecta. Las palabras bailan en su cabeza con un frágil equilibrio. Tiene que ir rápidamente de una a otra, atesorarlas durante una décima para salvarlas del olvido, como el malabarista que en el intento de hacer girar al mismo tiempo un número desproporcionado de platos, va de uno a otro, dotándoles con un sutil golpe de sus dedos del movimiento necesario para que mantengan la veloz rotación que los salvará de estrellarse contra el suelo. Necesita escribirlas antes de que se pierdan para siempre. Abre desesperadamente el cajón y recuerda horrorizado que no tiene lápiz ni libreta. En la habitación no hay bolígrafos ni rotuladores. Tampoco puede esperar a que el ordenador se inicie. Con los párpados todavía hinchados, busca febrilmente por toda la casa un trozo de papel y algo con lo que escribir. Revuelve cajones y armarios; parece que alguien estuviera desvalijado la casa. Cada segundo las palabras muertas se precipitan en una densa oscuridad, dejando en su ausencia el vacío de un esqueleto desnudo. En la mesa de la cocina, por fin encuentra una factura y un bolígrafo, pero éste, con la tinta reseca, sólo produce en la superficie del papel un surco estéril. A pesar de que no queda un rincón en la casa sin registrar todo su esfuerzo es inútil. Durante un instante permanece inmóvil, asumiendo la derrota. Toda realidad se ha vuelto hostil, salvo los ojos de Ingrid, que le miran con el mismo fresco descaro del día en que posó para la foto. ¡Los ojos de Ingrid! Dando tumbos alcanza el baño, donde vacía el armario que hay sobre lavabo hasta dar con una pequeña bolsa de mano. Desparrama el contenido en el suelo donde se produce un caos de cremas y coloretes, de máscara de pestañas y laca de uñas. Sus dedos nerviosos penetran en la confusión de formas y colores hasta que descubren el lápiz de contorno de ojos. Con el dorso de la mano extiende la factura sobre el suelo. En un último intento por concentrarse, cierra los ojos y escribe una frase: Cuando nació hacía años que su madre había muerto. Es todo cuanto queda de la historia perfecta.

LHP

Es donde venden absolutamente, amontonados como iguales, todo tipo de ellos, como si en la declaración de sus derechos el primer artículo dijera: “todos somos iguales”. Pero tiene sentido. Exhiben —la mayoría— el título en el lomo, y protegen pudorosamente sus páginas en el lado oculto de la estantería, eso los menos afortunados. Los bestsellers e interesados, los más “producto” de entre ellos o las nuevas ediciones, se venden en las mesas y escaparates, mostrándose por entero, incluso desgajados en capítulos primero y en folleto, en subliminal: cómprame, al más puro estilo ‘cómeme’ de la Alicia del País de las Maravillas. Así, como prostituyéndose. Sin embargo, aún clasificados por editoriales, temas, autores y tiempos, siempre viene alguien preguntando por uno en concreto, evitando el desprecio de portadas y la ignorancia de lomos, esperando sencillamente que el dependiente vaya a buscar el ejemplar de entre ellos —les guste o no, como iguales, yaciendo juntos, en comunidad hippie— y se lo lleve al mostrador. Otros, los más extrovertidos, buscan la empatía del vendedor –horrible palabra, casi equivalente a verdugo—y quieren, en esa empatía, interesadamente, de primera mano, información privilegiada: recomendaciones, comentarios, la lista es interminable.

Y los apasionados, piensan que se encuentra ahí, igual que lo piensan los apostadores, los cazatesoros, los investigadores médicos, en cualquier momento puede aparecer, y, por tanto, no hay que dejar de buscar. Pero uno podría preguntarse, querido lector, ¿qué estoy buscando? o mejor aún ¿qué debería buscar? ¿Qué prometen aquellos antes de empezar y que ni siquiera se molestan luego en darte? y desesperado, o tal vez pseudosatisfecho, añoras la siguiente conexión, el siguiente mundo paralelo. 

En el país de las palaras, donde últimamente se les observa haciendo grandes esfuerzos por sobrevivir a dos números, llevan siglos cosechando algo para nosotros, las personas, los humanos. Un arma poderosa, terrible. Y habla, sí, sobre nosotros, nuestros mecanismos interiores, nos comprende y nos revela sin desvelar del todo el misterio, nos da pistas, describe el mundo y cómo funcionan las cosas, tiene esa pasión contagiosa y auténtica de la risa de los niños. Te obliga a mirar grandes detalles insignificantes, te infecta con ideas, buceas en preguntas que atraviesan todo el tejido real. Te invade con esa presencia al principio ajena pero poco a poco acogida como familiar. De repente adoras a quien está detrás de la gran conspiración, el que te arrastra por cada frase para su relectura. Y es que ese estilo te vuelve loco, sabe esculpir la realidad, apartar esa ironía omnipresente y te toma en serio. Da igual a dónde lleve, es la conducción, están preocupados por ti, estás solo. Es ingeniosa y profunda, trata los grandes temas y sabe hacerte más humano, subir de nivel, ser más consciente de quién eres y lo que significa. 

Y después de un evento que parece situarse en la línea temporal, sabes que no, sabes que ha ido más hondo, forma parte de tu ADN, por fin encuentras de dónde vienes, has topado con la Historia Perfecta.

Historia perfecta

“…pues no ha sido otro mi deseo que poner en aborrecimiento de los hombres las fingidas y disparatadas historias de caballerías, que por las de mi verdadero don Quijote van ya tropezando, y han de caer del todo, sin duda alguna. – Vale.” 

Fin.Percy terminó de leer y se quedó mirando al reducido auditorio.

–¡Qué gran historia! –dijo Claire con los ojos acuosos, inclinada hacia delante abrazada a sí misma.

–¿De verdad te lo parece?  –dijo George levantando una fina ceja, recostado en el sofá.

–Yo creo que Claire tiene razón, es una historia perfecta –dijo Polidori.

–¿En qué te basas?  –preguntó Percy levantándose para rellenar su vaso.

–Toda buena historia tiene acción, un poco de amor y algo de moraleja –el tono de Polidori fue agudo al final de la frase, como si la inseguridad le oprimiera la garganta.

George se levantó, acercándose con su excéntrico caminar al gran ventanal que daba al lago Le Man, iluminado en ese momento por los rayos, confundiendo el agua que caía con la que reposaba. Sin girarse dijo:
–Así que, según tu criterio, una historia perfecta es la típica de chico conoce chica y pasa algo de acción.

–No seas injusto, George –Claire miraba ceñuda la espalda de Byron con una mano sobre su gran vientre–.  John no ha simplificado tanto.

–Mary, estás muy callada. ¿Qué te ha parecido la historia, querida? ¿Estás de acuerdo con tu hermana y el buen doctor de que es una historia perfecta? ¿O piensas como nuestro querido Lord que no…

–No te equivoques Percy, yo no he dicho que no sea una historia perfecta. Solo quiero saber la opinión de Poor Polidori y de la hermosa Claire para afirmarlo tan rotundamente –dijo George–. Me resulta muy interesante que esta historia, en la que el héroe muere y a pesar de toda la acción no consigue sus deseos, sea una historia perfecta para los incorregibles románticos de Claire y John.

–Yo creo que… – Polidori carraspeó al estirarse un poco, mientras pasaba la mano arriba y abajo de su muslo, sobre el gastado paño marrón de sus pantalones– Es una gran historia porque el héroe a pesar de todas las dificultades, a pesar de perder a su amor, sigue fiel a sus ideales. La lección sería esa, ser consecuente con la verdad de uno mismo.

–Ensalza valores morales que están en desuso como la nobleza, caballerosidad, honor –dijo Claire.

–No es cierto –la voz de Mary sonó alta en el salón–, al final se arrepiente, el héroe reconoce haber sufrido de locura y condena las historias de caballerías.

Todos se quedaron mirándola con admiración. Un trueno retumbó contra  los cristales. Hacía rato que la hora de acostarse había pasado.

–Mi querida señora Shelley  –Percy le ofreció el brazo caballerosamente a su dama–, ¿Está lista para retirarse?

–Sí señor Shelley –dijo Mary al levantarse graciosamente y sujetar el codo que se le ofrecía–, siempre que me prometa usted que mañana leerá una historia de fantasmas.