lunes, 26 de octubre de 2015

MI HISTORIA PERFECTA

Aclaremos los términos. Tal vez fuera mejor hablar de “historia redonda”, esa que no parece tener defecto, porque la perfección (absoluta) no existe.
Claro, mis criterios de “perfección” variarán según se trate de una historia breve o larga. En estas últimas, la arquitectura del relato, la proporción entre sus partes, el adecuado (ni más ni menos) desarrollo de la acción, la psicología de los personajes, etc… juegan un papel que en las historias breves no tienen.
Centrándonos en las breves, quizá fuera conveniente descartar una especie de cuentos que, en apariencia irreprochables, tienen lo que yo llamaría “truco”, consistente en que su final desmiente lo relatado con anterioridad. La eficacia de ese procedimiento, innegable, tiene una limitación, y es que como el revólver con una sola bala, sólo funciona una vez. Si el cuento, más allá de ese efecto, no tiene otros valores, no merece ser releído.
Esto no permite descalificar todos los cuentos con finales inesperados que, para mí, son un atractivo. Lo inesperado no siempre anula todo lo contado antes y, cuando permite darle una nueva interpretación a lo leído, el relato se salva…o casi.
 Algunos autores que se complacen en ofrecer finales inesperados, matizan estos con diversos procedimientos, uno de los cuales, dejar en suspenso o abierto ese final, me parece que soslaya los problemas del “truco” o del giro que el final imprevisto da a lo leído hasta ese  momento.
A veces, lo mejor de una historia podría estar precisamente en ese “suspense” en el que el lector está esperando algo que incluso puede no llegar a producirse. Algunos relatos no cuentan nada de particular, y uno de sus atractivos es que el lector está esperando que pase algo (fuera de lo normal) y esto no sucede. Pese a la ligera decepción que eso produce, uno puede disfrutar del cuento.
Se advertirá que estos son valores externos, formales, que dan atractivo a la obra, hacen leerla con el interés preciso para captar lo que se quiere contar. Pero el valor de fondo de cualquier relato es tener algo que contar. Y eso que se ha de contar tiene que responder más a una vivencia que a una idea del autor, y nunca (nunca) a un plan. La ingeniería literaria, como la financiera, es casi siempre un fraude y si en una novela larga los límites borrosos entre la precisa arquitectura y la ingeniería pueden disculparla, en el relato corto, en el que aquélla se reduce al mínimo, la ingeniería no tiene disculpa.

Mi historia perfecta tendría que tener vida, a ser posible contada de manera original, debería estar provista de humor (¿ironía?), imaginación (¿fantasía?) y sentimiento (¿compasión?). En los relatos breves, además, me resultan atractivas las historias que captan un retazo de esa vida sin explicar antecedentes ni desarrollar consecuencias, dejando al lector con ganas de saber más. La economía de medios, la elipsis, me parece un valor. Aun así, creo que una “historia perfecta” precisa algo más de 500 palabras.

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