Aclaremos los términos. Tal vez fuera mejor hablar
de “historia redonda”, esa que no parece tener defecto, porque la perfección
(absoluta) no existe.
Claro, mis criterios de “perfección” variarán según
se trate de una historia breve o larga. En estas últimas, la arquitectura del
relato, la proporción entre sus partes, el adecuado (ni más ni menos)
desarrollo de la acción, la psicología de los personajes, etc… juegan un papel
que en las historias breves no tienen.
Centrándonos en las breves, quizá fuera conveniente
descartar una especie de cuentos que, en apariencia irreprochables, tienen lo
que yo llamaría “truco”, consistente en que su final desmiente lo relatado con
anterioridad. La eficacia de ese procedimiento, innegable, tiene una
limitación, y es que como el revólver con una sola bala, sólo funciona una vez.
Si el cuento, más allá de ese efecto, no tiene otros valores, no merece ser
releído.
Esto no permite descalificar todos los cuentos con
finales inesperados que, para mí, son un atractivo. Lo inesperado no siempre anula
todo lo contado antes y, cuando permite darle una nueva interpretación a lo
leído, el relato se salva…o casi.
Algunos autores
que se complacen en ofrecer finales inesperados, matizan estos con diversos
procedimientos, uno de los cuales, dejar en suspenso o abierto ese final, me
parece que soslaya los problemas del “truco” o del giro que el final imprevisto
da a lo leído hasta ese momento.
A veces, lo mejor de una historia podría estar
precisamente en ese “suspense” en el que el lector está esperando algo que
incluso puede no llegar a producirse. Algunos relatos no cuentan nada de
particular, y uno de sus atractivos es que el lector está esperando que pase
algo (fuera de lo normal) y esto no sucede. Pese a la ligera decepción que eso
produce, uno puede disfrutar del cuento.
Se advertirá que estos son valores externos,
formales, que dan atractivo a la obra, hacen leerla con el interés preciso para
captar lo que se quiere contar. Pero el valor de fondo de cualquier relato es
tener algo que contar. Y eso que se ha de contar tiene que responder más a una
vivencia que a una idea del autor, y nunca (nunca) a un plan. La ingeniería literaria, como la financiera, es
casi siempre un fraude y si en una novela larga los límites borrosos entre la
precisa arquitectura y la ingeniería pueden disculparla, en el relato corto, en
el que aquélla se reduce al mínimo, la ingeniería no tiene disculpa.
Mi historia perfecta tendría que tener vida, a ser
posible contada de manera original, debería estar provista de humor (¿ironía?),
imaginación (¿fantasía?) y sentimiento (¿compasión?). En los relatos breves,
además, me resultan atractivas las historias que captan un retazo de esa vida
sin explicar antecedentes ni desarrollar consecuencias, dejando al lector con
ganas de saber más. La economía de medios, la elipsis, me parece un valor. Aun
así, creo que una “historia perfecta” precisa algo más de 500 palabras.
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