Por tercer día consecutivo Martín T se detiene frente
al amplio escaparate de la papelería que hay en la esquina sin decidirse a
entrar. Con la mirada busca entre los objetos minuciosamente repartidos tras
el cristal, los lápices Staedtler y
las libretas de tapa dura. Siguen allí, igual que ayer, como una provocación.
El mundo parece haberse confabulado en su contra. Incluso el alegre tintineo de
la campanilla de la puerta, le produce una minúscula añoranza, como la
intuición del estremecimiento que, al entrar en la tienda, le provocan las
esencias de madera, tinta y papel que perfuman la penumbra. Hoy,
si quiere mantener su palabra, deberá limitarse a observarlo todo desde el otro
lado de la vidriera.
Martín T hace tiempo que escribe. Fue la consecuencia
lógica de su afición a la lectura y el incontrolable impulso de expresar con
palabras las ideas que sentía pudrirse en su interior. Sin embargo, no ha
conseguido terminar ningún texto. Sólo en la primera frase puede emplear varios
meses. Siempre duda; sobre la longitud de las frases, de la conveniencia de
emplear tal o cual adjetivo, de la fuerza que éste tendrá al colocarlo delante
o detrás del sustantivo. La posición de una simple coma le atormenta semanas
enteras. Vacila acerca de quién ha de ser el narrador de la historia o si debe
contarla en pasado o en presente. A veces, para conseguir un mayor impacto
decide cambiar el orden de los párrafos. Durante unas horas sonríe feliz por su
audacia, pero en plena noche, angustiado por las dudas se levanta para dejarlo
todo tal y como estaba al principio. Tantas veces relee lo escrito que acaba
por parecerle absurdo.
Cuando esto sucede, echa a la basura el lápiz y la
libreta que emplea para escribir con el firme propósito de no volver a
reponerlos. No obstante, la ira hacia sí mismo va cediendo hasta convertirse
con el paso de los días en un malestar con el que puede convivir. Recuperado el
ánimo de escritor, se detiene en la papelería camino del trabajo y compra el
material necesario para seguir con los relatos. Esta mañana, frente al
escaparate, todavía mastica el sabor del fracaso, lo que le permite mantener su
palabra.
Después de comer y de la cabezada corta, pero
reparadora, tiene toda la tarde por delante sin saber qué hacer. Lamenta en ese
momento no haber entrado en la papelería, pero como la cosa ya no tiene
remedio, ni él está en disposición de vestirse para salir a comprar, se echa en
la cama a leer hasta la hora de la cena.
Un fuerte sobresalto le hace incorporarse. Ya es de
noche. Debe de haberse quedado dormido. Tiene la frente y la espalda empapadas
de un sudor frío y los vellos de los brazos erizados como por una descarga
eléctrica. Respira con dificultad, jadeando como un perro. Los músculos del
corazón se dilatan y contraen con tanta violencia que parecen tener entidad
propia, como un organismo ajeno que viviera en su interior. Con la mano tantea el vacío en busca del
interruptor de la lámpara hasta que encuentra su tacto duro en el hueco de sus
dedos. El primer destello de luz le hiere los ojos. Son las ocho y doce. La
lengua le tiembla contra los dientes. Acaba de tener un sueño extraño; una
especie de revelación. Experimenta por primera vez una súbita lucidez. En su
cabeza se atropellan frases que pugnan por salir. Su subconsciente ha ordenado
las palabras de sus relatos y ha añadido otras. Ha acortado y modificado sus
textos hasta engendrar la historia perfecta. Las palabras bailan en su cabeza
con un frágil equilibrio. Tiene que ir rápidamente de una a otra, atesorarlas
durante una décima para salvarlas del olvido, como el malabarista que en el
intento de hacer girar al mismo tiempo un número desproporcionado de platos, va
de uno a otro, dotándoles con un sutil golpe de sus dedos del movimiento
necesario para que mantengan la veloz rotación que los salvará de estrellarse
contra el suelo. Necesita escribirlas antes de que se pierdan para siempre.
Abre desesperadamente el cajón y recuerda horrorizado que no tiene lápiz ni
libreta. En la habitación no hay bolígrafos ni rotuladores. Tampoco puede
esperar a que el ordenador se inicie. Con los párpados todavía hinchados, busca
febrilmente por toda la casa un trozo de papel y algo con lo que escribir.
Revuelve cajones y armarios; parece que alguien estuviera desvalijado la casa.
Cada segundo las palabras muertas se precipitan en una densa oscuridad, dejando
en su ausencia el vacío de un esqueleto desnudo. En la mesa de la cocina, por
fin encuentra una factura y un bolígrafo, pero éste, con la tinta reseca, sólo
produce en la superficie del papel un surco estéril. A pesar de que no queda un
rincón en la casa sin registrar todo su esfuerzo es inútil. Durante un instante
permanece inmóvil, asumiendo la derrota. Toda realidad se ha vuelto hostil,
salvo los ojos de Ingrid, que le miran con el mismo fresco descaro del día en
que posó para la foto. ¡Los ojos de Ingrid! Dando tumbos alcanza el baño, donde
vacía el armario que hay sobre lavabo hasta dar con una pequeña bolsa de mano.
Desparrama el contenido en el suelo donde se produce un caos de cremas y
coloretes, de máscara de pestañas y laca de uñas. Sus dedos nerviosos penetran
en la confusión de formas y colores hasta que descubren el lápiz de contorno de
ojos. Con el dorso de la mano extiende la factura sobre el suelo. En un último
intento por concentrarse, cierra los ojos y escribe una frase: Cuando nació hacía años que su madre había
muerto. Es todo cuanto queda de la historia perfecta.
Me encanta tu historia perfecta. Brillante
ResponderEliminarMuchas gracias Luisa
ResponderEliminarEstoy totalmente de acuerdo con Luisa. Genial.
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminar