jueves, 29 de octubre de 2015

Lápiz y papel (La historia perfecta)

Por tercer día consecutivo Martín T se detiene frente al amplio escaparate de la papelería que hay en la esquina sin decidirse a entrar. Con la mirada busca entre los objetos minuciosamente repartidos tras el cristal, los lápices Staedtler y las libretas de tapa dura. Siguen allí, igual que ayer, como una provocación. El mundo parece haberse confabulado en su contra. Incluso el alegre tintineo de la campanilla de la puerta, le produce una minúscula añoranza, como la intuición del estremecimiento que, al entrar en la tienda, le provocan las esencias de madera, tinta y papel que perfuman la penumbra. Hoy, si quiere mantener su palabra, deberá limitarse a observarlo todo desde el otro lado de la vidriera.
Martín T hace tiempo que escribe. Fue la consecuencia lógica de su afición a la lectura y el incontrolable impulso de expresar con palabras las ideas que sentía pudrirse en su interior. Sin embargo, no ha conseguido terminar ningún texto. Sólo en la primera frase puede emplear varios meses. Siempre duda; sobre la longitud de las frases, de la conveniencia de emplear tal o cual adjetivo, de la fuerza que éste tendrá al colocarlo delante o detrás del sustantivo. La posición de una simple coma le atormenta semanas enteras. Vacila acerca de quién ha de ser el narrador de la historia o si debe contarla en pasado o en presente. A veces, para conseguir un mayor impacto decide cambiar el orden de los párrafos. Durante unas horas sonríe feliz por su audacia, pero en plena noche, angustiado por las dudas se levanta para dejarlo todo tal y como estaba al principio. Tantas veces relee lo escrito que acaba por parecerle absurdo.
Cuando esto sucede, echa a la basura el lápiz y la libreta que emplea para escribir con el firme propósito de no volver a reponerlos. No obstante, la ira hacia sí mismo va cediendo hasta convertirse con el paso de los días en un malestar con el que puede convivir. Recuperado el ánimo de escritor, se detiene en la papelería camino del trabajo y compra el material necesario para seguir con los relatos. Esta mañana, frente al escaparate, todavía mastica el sabor del fracaso, lo que le permite mantener su palabra.
Después de comer y de la cabezada corta, pero reparadora, tiene toda la tarde por delante sin saber qué hacer. Lamenta en ese momento no haber entrado en la papelería, pero como la cosa ya no tiene remedio, ni él está en disposición de vestirse para salir a comprar, se echa en la cama a leer hasta la hora de la cena.

Un fuerte sobresalto le hace incorporarse. Ya es de noche. Debe de haberse quedado dormido. Tiene la frente y la espalda empapadas de un sudor frío y los vellos de los brazos erizados como por una descarga eléctrica. Respira con dificultad, jadeando como un perro. Los músculos del corazón se dilatan y contraen con tanta violencia que parecen tener entidad propia, como un organismo ajeno que viviera en su interior.  Con la mano tantea el vacío en busca del interruptor de la lámpara hasta que encuentra su tacto duro en el hueco de sus dedos. El primer destello de luz le hiere los ojos. Son las ocho y doce. La lengua le tiembla contra los dientes. Acaba de tener un sueño extraño; una especie de revelación. Experimenta por primera vez una súbita lucidez. En su cabeza se atropellan frases que pugnan por salir. Su subconsciente ha ordenado las palabras de sus relatos y ha añadido otras. Ha acortado y modificado sus textos hasta engendrar la historia perfecta. Las palabras bailan en su cabeza con un frágil equilibrio. Tiene que ir rápidamente de una a otra, atesorarlas durante una décima para salvarlas del olvido, como el malabarista que en el intento de hacer girar al mismo tiempo un número desproporcionado de platos, va de uno a otro, dotándoles con un sutil golpe de sus dedos del movimiento necesario para que mantengan la veloz rotación que los salvará de estrellarse contra el suelo. Necesita escribirlas antes de que se pierdan para siempre. Abre desesperadamente el cajón y recuerda horrorizado que no tiene lápiz ni libreta. En la habitación no hay bolígrafos ni rotuladores. Tampoco puede esperar a que el ordenador se inicie. Con los párpados todavía hinchados, busca febrilmente por toda la casa un trozo de papel y algo con lo que escribir. Revuelve cajones y armarios; parece que alguien estuviera desvalijado la casa. Cada segundo las palabras muertas se precipitan en una densa oscuridad, dejando en su ausencia el vacío de un esqueleto desnudo. En la mesa de la cocina, por fin encuentra una factura y un bolígrafo, pero éste, con la tinta reseca, sólo produce en la superficie del papel un surco estéril. A pesar de que no queda un rincón en la casa sin registrar todo su esfuerzo es inútil. Durante un instante permanece inmóvil, asumiendo la derrota. Toda realidad se ha vuelto hostil, salvo los ojos de Ingrid, que le miran con el mismo fresco descaro del día en que posó para la foto. ¡Los ojos de Ingrid! Dando tumbos alcanza el baño, donde vacía el armario que hay sobre lavabo hasta dar con una pequeña bolsa de mano. Desparrama el contenido en el suelo donde se produce un caos de cremas y coloretes, de máscara de pestañas y laca de uñas. Sus dedos nerviosos penetran en la confusión de formas y colores hasta que descubren el lápiz de contorno de ojos. Con el dorso de la mano extiende la factura sobre el suelo. En un último intento por concentrarse, cierra los ojos y escribe una frase: Cuando nació hacía años que su madre había muerto. Es todo cuanto queda de la historia perfecta.

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