La caja estaba
depositada sobre la mesa, en un claro creado precipitadamente entre pilas
derrumbadas de documentos y fotografías. Era una obra de artesanía, madera
negra lacada, apliques que despedían destellos dorados. Su embalaje estaba
tirado entre tubos de mapas y equipo de viaje, salpicado de manchas parduzcas.
El profesor
recorría el pequeño estudio, echando cerrojos y bajando persianas. Después se
sentó ante la caja y la contempló pensativo. Tardó bastante en decidirse, y cuando
lo hizo, abrió la pequeña portezuela con extremo cuidado, como si temiese
romperla. Tras el cristal había una hermosa cabeza, de rasgos finos y delicados
y cabellos cobrizos. Los ojos se revolvieron bajo los parpados. Los abrió y le
sonrió. La portezuela se cerró de golpe, antes de que pudiese hablar.
Durante semanas
el profesor invitó a viajantes y desconocidos a su casa con la promesa de
mostrarles algo que jamás antes habían visto. Los acomodaba en el salón y se
aseguraba de estar fuera cuando desoían su advertencia de no abrir la caja. Lejos,
tras la puerta cerrada, alcanzaba a oír la voz pero no las palabras. Cuando
horas más tarde se había hecho el silencio, el profesor entraba y corría a
cerrar la portezuela antes de ocuparse de sus invitados. Todos tenían
indistintamente la misma sonrisa de gozo, el mismo resplandor en los ojos. Los
conducía fuera de la casa como a sonámbulos. Nunca les preguntaba qué habían
escuchado, no habría servido de nada. El mismo coche oscuro con el que habían
llegado aguardaba para llevarlos de regreso, bien lejos de allí, antes de que
despertasen como bestias desesperadas por regresar junto a la caja. Tras tener
que empuñar la pistola en varias ocasiones, pasó a los anestésicos. Días más
tarde recordarían poco de su visita, pero su peso se balancearía incómodo
dentro de sus cuerpos. Otras veces entraba y la habitación estaba vacía. Cada
noche escuchaba en sueños la llamada de la caja.
Sólo había
retazos de leyendas antiguas, encontrarla fue un milagro. Los cazatesoros a
sueldo fueron perseguidos por fenómenos, que al principio consideró simples
fantasías, y ahora estaban todos muertos. Encontró al último escondido en unas
ruinas abandonadas, abrazado a la caja como un hambriento.
Las visitas
terminaron el día que uno de sus invitados le encontró. El sonido de cristales
rotos le alertó a tiempo de descubrir al intruso huyendo por una ventana con la
caja. En días anteriores el flujo ya había disminuido. El profesor se sentaba
durante horas frente a la caja cerrada y la abandonaba sin haberla abierto. No
salía de casa, no buscaba nadie. Cuando el recelo le condujo a prescindir del
escaso servicio que quedaba, los murmullos prosiguieron. Las sombras se movían,
las cosas parecían otras.
Despertó de un
sueño maravilloso. Había una mujer acostada a su lado, cuando se volvió hacia
él la reconoció. Movía los labios sin emitir sonido. El profesor amaneció en la
cama solo, al anochecer seguía allí. La mujer se había marchado por la mañana,
y la caja estaba vacía.
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