Hace tres horas que Martín T. espera
en la habitación de un hotel, dejando pasar la tarde hasta que la penumbra se
impone lentamente sobre la claridad, diluyéndose en el aire como una bruma
cenicienta. Sin embargo, son otras tinieblas las que oscurecen sus
pensamientos. En todo ese tiempo, Martín T. no ha hecho otra cosa que
pensar; sobre todo en su mujer y en lo que va a suceder cuando caiga la noche. Gota
a gota, su cabeza destila imágenes que se extienden por su conciencia como un
veneno. Ni siquiera sabe si es capaz de controlarlo. Por eso se levanta de la
cama y se sitúa frente al espejo. Quiere cerciorarse de que todo
el resentimiento que cree desbordarse no ha llegado a la superficie. La luz
cenital de la sala proyecta bajo sus cejas dos manchas oscuras que le hacen
parecer un cadáver. Tal vez está viendo el futuro. No obstante, más allá de su
imagen demacrada, ningún gesto le delata; su rostro se asemeja a una máscara.
En vano busca una mínima sombra de duda a la que aferrarse, un cabo que le aleje de todo esto y le permita alcanzar la salvación. Sólo un extraño brillo
luce en sus ojos. Nadie puede saber que en esa mirada se concentra todo el odio
que ha ido acumulando desde la tarde del “Octaedro”.
Lleva unos minutos sentado en
la cama, inmóvil, con el teléfono entre las manos y la voz de su mujer
repitiéndose aún como un eco. Le ha sorprendido no hallar en sus propias palabras
el más leve rastro de inquietud cuando le ha mentido. Es la primera vez que lo
hacía y ha resultado más fácil de lo que esperaba. Marcó el número con
tranquilidad, expulsó el aire de sus pulmones y le habló con cariño, en el tono
que siempre utiliza con ella. Incluso vio en el espejo cómo se dibujaba en su
cara una ligera sonrisa. También puedo ser un hipócrita, ha pensado. Acabo de llegar al hotel. Esa fue la
primera mentira. Luego siguió una segunda. La
vista es estupenda. Incluso se distinguen las torres de la Sagrada Familia.
Para la tercera tuvo que sobreponerse al dolor: Te quiero. La vista desde la habitación es bastante buena. En eso
no ha faltado a la verdad. Sin embargo, el gran edificio que domina el paisaje
no es una basílica modernista, sino un ojo gigantesco que parece brotar de la
tierra para vigilar a los hombres. Martín T. es ajeno a su acecho callado. Lo
que realmente atrae su atención es una ventana situada en un edificio cercano.
Desde donde se encuentra sólo es un rectángulo iluminado. No necesita más. Sabe
perfectamente que lo que se esconde tras ella es su propia habitación.
El tiempo transcurrido en el
ficticio viaje, Martín T. lo ha empleado en ir a casa de su padre. Desde que
murió no había vuelto. A pesar de los años, todavía huele a él, como si fuera a
verlo sentado en su butaca, con la pipa en una mano y aquella mirada llena de
desencanto que era mucho más elocuente que sus palabras a medio escupir. El
olor penetrante le provoca un profundo malestar; algo físico, como una náusea. Se
dirige directamente al despacho. No tiene la menor intención de revisar el
resto de las habitaciones. Es una estancia austera. En la estantería, ninguna
imagen suya acompaña a las dos fotos de su madre, aún joven. Sobre los muebles
se ha acumulado una capa uniforme de polvo. Lo que busca está en el segundo
cajón del escritorio, que sigue cerrado, como lo estuvo siempre. En el registro,
sus dedos han dejado en el estrato blanquecino una huella acusatoria que le
hace revivir la antigua aprensión de ser descubierto, la misma que
experimentaba de niño al hurgar a escondidas entre las cosas de su padre. Mientras
hace girar la llave en la cerradura, le irrita pensar que aún pueda ejercer esa
influencia sobre él ¿Qué pensaría ahora su padre? Tal vez le diría que se
marchara, que no tiene el coraje que es necesario, que fracasará. Al deslizar
la gaveta, la ve aparecer tal y como la recordaba, como si fuera nueva. Una pistola
automática con incrustaciones de nácar en la culata. Siempre se había negado a
empuñarla cuando su padre quiso enseñarle a disparar. Fue una decepción más
para él. En ese momento en que la sujeta con el cuidado con que se sostiene a
un animal pequeño, se siente extraño, como si se estuviera traicionando a sí
mismo. Después de meterla en una bolsa, echa un último vistazo. El estrépito de
un portazo deja atrás una parte del pasado a la que jamás va a regresar.
Ya es noche cerrada. Las
ventanas de su casa permanecen a oscuras. Es muy pronto para que hayan vuelto. Quizá
a estas horas estén cenando. A Naima le gusta ir tarde a los sitios. Nunca
tiene prisa. Cada vez que salen debe esperar paciente, mientras ella cumple con
el ritual de indecisiones al que él asiste fingiendo un leve enfado. A veces,
le habría gustado cogerla por la cintura y besarla, y decirle que no irán a
ninguna parte, que nunca la ha deseado tanto. Pero en lugar de eso, se queda
recostado en el sillón, viéndola posar frente al espejo como hipnotizado,
mientras ella va descartando uno a uno los vestidos que saca del armario. La
espera siempre merece la pena. Ya no importa salir tarde, ni llegar al
restaurante cuando la mayor parte de la gente está terminando de cenar. Después
se demoran hablando de cualquier cosa, hasta que se quedan solos, como una par
de náufragos. Entonces, ella se ausenta para ir al baño, dejándole desamparado,
en compañía de desconocidos, que es la peor de las soledades, rodeado por las
patas de las sillas colocadas sobre la mesa, hostilmente erguidas, como un mar
de amenazadoras cornamentas. Tal vez con el otro todo sea diferente. No valdría
la pena repetir las mismas costumbres, los mismos errores. Quizá Naima se deja
llevar, despreocupada. Quizá.
La espera en la habitación se
le hace insoportable. Se mira constantemente en el espejo, el objeto que más
odia, porque lo enfrenta a sí mismo, a sus limitaciones. Nunca preguntes a un espejo, había escuchado en alguna parte. El
que tiene delante responde con crueldad, doblando el número de sus defectos. Su
barba encanecida, las entradas cada vez peor disimuladas, le avejentan la cara
aquí y en la realidad reflejada. Sin embargo, Naima sigue tan bella como hace
unos años. Puede que más. Ha perdido esa ridícula expresión que dan la juventud
y el vigor excesivo. Pensar ahora en ella es más de lo que puede soportar. Le
gustaría poder borrar aquella mirada, pero sabe que le acompañará mientras
viva. Fue la tarde frente al “Octaedro”. Había salido de hacer una visita a un cliente
y se topó con sus ojos. Alguien diría que fue el destino. Estaba sentada en el
café, con el mentón apoyado en la palma de la mano. Tenía un aire ausente, pero
no había en ella ni rastro de la melancolía a la que parecía haberse abandonado
las últimas semanas. Era ella, más ella que nunca, plena, feliz. Se quedó
observándola un momento, sin atreverse a llamarla por miedo a romper el encanto
de ese instante de plenitud. Entonces, unas manos se posaron sobre sus hombros, rescatándola del indefinido lugar que mediba entre la realidad y sus ojos con un beso en el cuello. Al
contacto de aquellos labios ella respondió con una franca
sonrisa. En un acto reflejo, Martín T. dio un par de pasos para esconderse. Se
sentía extrañamente avergonzado, como si hubiera sido testigo de una escena a
la que no había sido invitado. En el reflejo del cristal tuvo que enfrentarse al
espanto de su rostro. Aquella mirada ya lo abarcaba todo. Todo menos a él. Había
quedado fuera. Más allá del ventanal de la cafetería sólo existía la náusea.
Necesita salir, caminar, dejar
pasar el tiempo hasta que llegue la hora. Al sacar la pistola de la bolsa se da
cuenta de que no sabe dónde ponerla. En las películas, tipos más decididos que
él la llevan por dentro del pantalón, en un costado o a la espalda. Tras varias pruebas esta alternativa no le
convence. Tiene la impresión de que en cualquier momento el arma se deslizará
peligrosamente por la pernera. También descarta llevarla en la bolsa, que le
parece demasiado grande. Sobre la mesa ve el periódico que le han ofrecido por
la calle y decide envolverla en él. La sitúa en el medio de la portada, tapando
la foto del enésimo caso de corrupción. Después, dobla las hojas con cuidado. Un
par de pliegues. Es todo lo que necesita para dejar preparado un paquete modélicamente
rectangular.
Camina sin una idea
preconcebida de a dónde va. Le gustaría perderse, que esta ciudad no fuera la
suya, no entender los carteles de las fachadas. Estaría bien encontrar un lugar
donde el tiempo se detuviera. Quizá en una lavandería 24 horas podría
adormecerse con el zumbido de las máquinas mientras ve girar las entrañas
vacías de una lavadora. El sueño eterno a cambio de unas monedas. Sin embargo,
sus zapatos siguen adelantándose en una carrera absurda. Camina y bracea. Con
el movimiento repara en el paquete y se siente ridículo. Llevar por la noche un
periódico en la mano es una excentricidad, casi como si hubiera salido a pasear
con un loro posado en el hombro. Un diario es un objeto de la mañana. Ése es su
tiempo. Ahí tiene sentido. Más tarde es un papel agotado que apenas sirve para
envolver alimentos. Martín T. lleva envuelta la muerte.
Al pasar junto a un parque se
siente atraído por su silencio. Qué diferente le parece a esta hora, alejado de
las voces estridentes y la pegajosa compañía de los desconocidos. La brisa
cálida le acerca el rumor de la ciudad. La noche le está concediendo una
tregua. Elige de entre todos los bancos el más apartado de la acera, lejos de
las miradas de los pocos extraños que aún andan por la calle. Preferiría dejar
el paquete a un lado, pero una extraña aprensión le hace sostenerlo con desgana,
como quien sujeta un sombrero al que no se encuentra lugar. El busto dedicado a
algún personaje preeminente toma forma en la oscuridad cuando la luz de las
farolas se filtra a través de las ramas. Desde donde está no puede leer la
inscripción. Bien podría ser él mismo aquella cabeza sin vida. Al menos
comparte con ella su soledad de estatua. Casi se puede decir que la envidia. Desearía
ser de piedra, imperturbable, rodeado de árboles, sin que la vida le toque. Elige
entre los chopos que habrían de ser sus centinelas uno cercano, con un gran
corazón tallado en la corteza que encierra dos iniciales. Su vista no le
permite distinguirlas, aunque un temor inconsciente dibuja en su rostro una
sombra de horror. Se acerca a él, con el brazo extendido, como si toda su
visión se hubiera concentrado en las yemas de sus dedos. Apenas entra en
contacto con la cicatriz, su mano cae lentamente. M y N. El sólido cuerpo del
arma le hace darse cuenta de que está retorciendo el periódico. La tregua ha
terminado.
De camino a la playa recorre
la estrecha acera que rodea la valla del puerto. No había vuelto a pasar por
allí desde el día que conoció a Naima. Fue una noche de San Juan. Ella insistió
en ver el mar. Todavía la recuerda caminando delante de él por aquel estrecho
camino, con sus caderas rotundas balanceándose con el suave vaivén de un
péndulo, en cuyo hechizo se sentía atrapado. Ahora la playa está desierta. Con
pasos titubeantes se acerca a la orilla, dejando atrás las luces del paseo. Es
una noche sin luna. Del mar apenas puede ver la espuma de las olas que lamen la
arena. No necesita verlo. Está allí, profundo, inmenso, sabio, agazapado en la
oscuridad. Lo oye hablar como en una plegaria, susurrándole al oído un nombre que
mecen las
olas, una, diez, cien veces, hasta quedar exhausto. La brisa trae un suave
perfume salado y el lejano resplandor de las hogueras. Ya no queda tiempo. Debe
dar la vuelta, alejarse de allí, impedir que un impulso le obligue a tirar el
paquete a la negra garganta del mar.
En su vuelta a la ciudad, se
siente atraído por las luces que rompen la noche. Se cree desquiciado. La brisa
le habla de ella. Todo lo ocupa su nombre, las avenidas sin gente, el estadio
en silencio y la plaza desierta. La busca en las calles vacías donde la ve caminar
abrazada a fantasmas que no tienen rostro. Es la noche más larga. Se siente
agotado. Sin fuerzas. Tiene que apoyarse en la pared para no desplomarse. Ni si
quiera es consciente de la mirada llena de desprecio que una pareja le dedica
al pasar a su lado. Necesita un lugar para reponerse. En una calle estrecha y
maloliente, le llama la atención el destello azulado de un neón. El
encuentro. Es un local pequeño bañado por una luz roja. Sólo hay dos tipos.
Uno es el camarero que limpia vasos detrás del mostrador. El otro es un
cliente, sentado en un taburete con los brazos apoyados en la barra sobre los
que descansa el mentón. Parecen estar escuchando la música. Si no recuerda mal
es Miles Davis.
-Un Jack Daniel’s. Y deje la botella.
Se había prometido no beber.
No quería que le temblara el pulso al empuñar la pistola. Debía mantenerse
sereno, sin que nada pudiera alterar su conciencia cuando apretara el gatillo y
las detonaciones de los disparos silenciaran para siempre las súplicas. No
ignoraba que se estaba engañando a sí mismo. Las mentiras que uno se cuenta
suelen ser las peores. Era consciente que le faltaría determinación para seguir
adelante sin la ayuda del alcohol. Sabía que era un cobarde. Debía beber hasta
aturdirse. Dejar de ser él. Sólo así podría sujetar la pistola, introducirla en
su boca y descerrajarse la última bala.
Toma la copa de un trago, sin
paladear. El bourbon le quema la garganta. En pocos minutos repite la operación
varias veces. Sus movimientos son cada vez más torpes. A su alrededor todo
parece suceder a cámara lenta. El alcohol comienza a hacerle efecto. Experimenta
la extraña sensación de que el cerebro flota en su cabeza. Su compañero de
barra no se ha movido. Un trazo rojo dibuja su silueta encorvada. Ahora se
siente con más valor. Ya nada le impide dejar su taburete y dirigirse al de su
vecino.
-¿Puedo
invitarte a una copa?
El tipo encorvado no se
inmuta.
-Sirve otra copa de lo mismo –dice señalando el vaso vacío del tipo
inmóvil-.
-Es buena esta música. Ya no hay sitios como éste, donde te dejen
escuchar.
El espejo tras las botellas le
devuelve una imagen deformada.
-Mi mujer se llama Naima, como la canción de Coltrane. Eso es lo primero
que me gustó de ella. Y ahora …..
Las manos han empezado a
sudarle. El tacto del periódico húmedo le asquea. El vaso de bourbon vuelve a
quedarse vacío. Se ha quedado colgando en un pensamiento incómodo. El silencio
le abrasa.
-¿Crees
en el destino? Yo sí. El tipo encorvado levanta el vaso para
beber un trago y vuelve a su posición. Tú
crees que he elegido estar aquí sentado, bebiendo, pero no. Yo sé que todo en
mi vida me ha llevado a este vaso de bourbon y a este paquete.
Con torpeza pone el periódico
sobre la barra y lo despliega hasta descubrir la pistola. La luz del local tiñe
premonitoriamente el cañón de rojo. Solo
quiero acabar con esta náusea. Con la
última palabra le sobreviene una profunda arcada. Tambaleándose se dirige hacia
el baño, tirando en su carrera un par de taburetes. Su compañero de barra permanece
imperturbable.
En la pila vomita todo el
alcohol que no ha podido digerir, dejándole un sabor amargo en la boca y la
garganta irritada. Tras un par de escupitajos, intenta levantar la cabeza que
le pesa como si fuera de plomo. A medio camino se topa con el pequeño espejo
colgado sobre el lavabo. El maldito objeto sigue haciendo su trabajo. El tipo
de la realidad reflejada está tan borracho y derrotado como él. Su aspecto es
igual de repugnante. En su imagen advierte el mismo espanto que deformó su
rostro frente a la ventana del “Octaedro”.
Con movimiento perezoso,
recoge los dos taburetes que había hecho caer y deja sobre la barra un par de
billetes arrugados. Cuando ya está en la puerta escucha por primera vez la voz
del tipo encorvado.
-Entonces, todo está escrito, ¿no?
Con un torpe gesto de borracho
asiente con la cabeza.
-En ese caso, es mejor que no te olvides la pistola.
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