Entre el hechizo de Sierra Morena y el embrujo del
Guadalquivir existe una ciudad donde abundan criaturas especiales. Que no son
solo hombres, que no son solo mágicas. Un hibrido con forma humana y sus emociones,
pero con cualidades y poderes fascinantes. Era una tierra rica en minerales y,
al horadarla para extraerlos, dejaron salir poderosas auras que inocularon sus virtudes a los hombres de
la zona.
Cuando un niño nace con genes de magia, sus padres agradecen
a la Virgen de Linarejos los dones recibidos y los mandan a una escuela oculta
en la dehesa. Allí, protegidos por las reses bravas, estudian como cualquier
otro niño las materias comunes: matemáticas, lengua, historia, geografía, física
y química, etc. Y, además, numerología, runas, historia de la magia, planos
paralelos, arte y música mágica, las tres Trans (transmutación, transformación
y transfiguración), pociones, etc.
Son pocos los niños que cada año empiezan en este colegio.
Por eso en el abril número 96 del siglo pasado, el año que tres niñas fueron
bendecidas al nacer, se celebraron grandes fiestas y un famoso cantautor
compuso “Jugar por jugar”, en su honor. La iglesia de Santa María la Mayor aún
voltea las campanas en sus onomásticas.
Eran tres niñas de belleza sin igual. Compartían el rasgo de
grandes ojos, para poder captar todo lo que tenían a su alrededor sin perder
ningún detalle. Sus cabellos crecían largos y abundantes, en los tres tonos de
castaño: Cristina, casi rubio; Sandra, color miel; y Celia, atezado. Sus talles eran esbeltos como las ninfas de
las que habían heredado sus regalías. Y sus extremidades delgadas y gráciles.
Crecieron juntas, formando una sólida amistad. Corrían por
la campiña y sus dotes especiales les permitían explorar las abandonadas minas
sin miedo a perderse. Buscaban a sus parientes. Trasgos, Martinicos y Mengues
salían a jugar con ellas, enseñándoles los secretos del interior de los montes.
Compartían la mayoría de sus gustos y todos sus secretos. Pertenecían a una
agrupación musical fuera del tiempo, con sus saxofones y sus poderes
embelesaban a quienes tenían la suerte de escucharlas.
Su infancia pasó tan rápida como un suspiro de dragón. Llegaron
a la adolescencia sin darse cuenta y nada las distanció. Ni amores ni
obligaciones conseguían que faltaran a sus citas semanales. Su hermandad era
más importante para ellas que ninguna otra cosa en sus vidas. Cuando una de
ellas llamaba, las otras dos dejaban lo que estuvieran haciendo, por importante
o necesario que fuera y acudían sin dilación a la convocatoria.
Tenían que decidir que especialidad escogerían para
aprovechar al máximo sus dones. Celia
era buena con las palabras y una pacificadora, decidió estudiar una materia
humana, traducción, para poder ayudar a que las personas se entendieran. Y
aunque tenía que desplazarse cada día a una universidad en otra ciudad, cada
noche podría volver a casa. Cristina
recibió el Premio Extraordinario a sus estudios y siguiendo el consejo de sus
preceptores y su familia decidió ir a estudiar a una escuela de magia situada
al lado del mar. Le costó mucho tomar esa decisión pues sabía que echaría mucho
de menos a sus amigas y su tierra. Sandra, en cambio, se quedó en su ciudad,
allí podía estudiar lo que siempre le había interesado. Era ella la que
arrastraba a sus amigas en sus expediciones subterráneas.
La última noche que pasaron juntas, lloraron, rieron y
sobretodo se prometieron que nada cambiaría. Podrían seguir con su triunvirato
durante las vacaciones y podrían seguir
teniendo sus reuniones semanales en otro plano. Quedaron en ponerse a meditar
y así reunirse en el Multiverso, todos los viernes a la misma hora.
Al día siguiente sentada en un banco en el blanco porche de
la estación del ferrocarril, con la maleta entre los pies, el saxofón a su
espalda y la cabeza entre las manos, Cristina, lloraba presa de una congoja que
su mágica alma no llegaba a entender. Esperaba el tren que la llevaría más
cerca de su futuro. A una nueva ciudad y donde podría aprender a desarrollar
sus dones. Pero dejaba atrás a su familia, a sus amigas y la tierra de la que
se había alimentado espiritualmente.
La melancolía solo le duró las cinco horas de tren, porque
al llegar a la ciudad de la luz su alma de artista se encaprichó de todo lo que
veía. Ávida por ver, conocer y asimilar la capital costera, paseó por sus
calles embebiéndose de los sonidos, colores y olores tan distintos a los de su
vega natal. Encontró la casa dónde se iba a alojar los próximos meses y a pesar
de las desnudas paredes y desangeladas estanterías, su habitación le pareció la
mejor morada del mundo. Solo veía donde poner sus posters y colocar todos los
libros que pensaba leer y los discos que quería escuchar.
De naturaleza tímida, a Cristina, le costaba entablar
conversaciones con desconocidos. Pero el primer día de clase todos son extraños
entre sí, y pronto se vio rodeada de gente que preguntaba de donde era y cuáles
eran sus dones. Poco a poco fue conociendo a sus compañeros de estudios y
aprendiendo cosas sobre sus vidas. Todo le interesaba, había chicos y chicas de
todo el país, unos con grandes historias y dificultades hasta llegar allí,
otros con vidas sencillas. Las clases eran estimulantes, pero no lo único que
ocupaba su tiempo; descubrió, con placer, que conversar le alimentaba
psíquicamente tanto o más que los retos académicos.
Mientras, Celia y Sandra, seguían viéndose una vez a la
semana. Comentaban lo que les había sucedido en los últimos días y rememoraban
el pasado. Echaban de menos a su amiga e imaginaban que ella, estando sola,
estaría peor. Se sentaban juntas a meditar esperando en vano que Cristina se
conectara. Al principio entendieron que era normal, compungidas por su amiga
que, perdida entre extraños, no tenía tiempo para ellas. Pasado un tiempo,
empezaron a preocuparse y le hicieron una llamada convencional al teléfono. Les
sorprendió su respuesta fresca y alegre. Ellas esperaban encontrarla angustiada
por los cambios y la hallaron feliz y despreocupada.
Fueron unos meses frenéticos para las tres, pero los
vivieron de distinta manera. Mientras que, Celia y Sandra, sabían todo la una
de la otra. Cristina no sabía nada de ellas. No se enteró del desengaño amoroso
de Sandra, ni de los problemas de Celia con el profesor de gramática. Cristina
bastante tenía con asimilar las cosas que le pasaban día a día. Con conocer en
profundidad a sus nuevos amigos. Con aprovechar al máximo las nuevas enseñanzas
que recibía. Con vivir su vida, en definitiva.
El tiempo empeoró, el frío y la lluvia convirtieron la
ciudad de la luz en la ciudad del lodazal. Y la melancolía volvió a atacar a
Cristina que esperaba con ansiedad las Saturnales y volver a su hogar en
vacaciones. Concentrada en los exámenes, tenía la sensación de que el tiempo se
le escurría a veces entre las manos y en cambio, en otras ocasiones se dilataba
impidiéndole alcanzar sus sueños. Era como si un mago de grado superior
estuviera manipulándolo. Pero todo llega e hizo la maleta para unos pocos días.
El viaje en tren lo sintió corto, que son unas horas cuando vas a volver a ver
a tus amigas, tu anhelada tierra. Al bajar del tren, y ver blancas las cimas de
Sierra Morena brillando al sol del mediodía, su corazón se sintió en casa.
El primer día las lágrimas de alegría le impidieron ver más
allá. Luego intentó transmitirles la magia que le había conquistado durante los
últimos meses. Pero ni Celia ni Sandra parecían entenderla. Y, cuando eran
ellas las que comentaban sus cuitas, Cristina, las veía insustanciales,
intrascendentes. Sandra era enamoradiza y a Celia no se le daba bien la
gramática. ¿Y qué? Eran problemas de adolescentes, no de las mujeres en que se
habían convertido. Intentó convencerse de que no era lo mismo ver los problemas
en distancia, que el día a día. Hizo un gran esfuerzo por ponerse en el lugar
de sus amigas. Pero cuando le propusieron ir a las minas, a molestar a los
troles come piedras, puso una excusa.
La duración de las vacaciones que le había parecido mísera
antes de empezar, ahora, le parecía eterna, otra vez su percepción del tiempo
alterada. Meditabunda, no apreció los
paisajes que el tren iba dejando atrás buscando la cuna del sol. El codiciado
libro que le habían regalado sus padres por las fiestas, descansaba en su
regazo sin abrir. ¿Qué les había pasado? ¿Cómo una hermandad de casi veinte
años se había deshecho en un cuatrimestre? ¿Era ella la que había cambiado? En
lugar de kilómetros, los cuatrocientos, parecían años luz. En numerología el número
cuatro es símbolo de creación, de lealtad, de practicidad y de rigidez. Los
cuatro meses, los cuatrocientos kilómetros… les habían afectado de manera
distinta. Cristina, ahora, era más práctica, más creativa; Sandra y Celia
seguían rígidamente ancladas en sus vidas anteriores. Y, a Cristina, la lealtad y la
añoranza de su amistad le desgarraban por dentro.
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