Es una
mañana fresca y limpia. Los colores se desperezan bajo un sol tímido que tiñe
de ámbar las fachadas de los edificios. La alargada sombra de Martín T. termina
en un amplio ensanchamiento al que no está acostumbrado. Estrena sombrero. La
magnitud de esta desproporción le mortifica. Por eso, opina con resignación,
que existen dos clases de personas, las que tienen personalidad para llevar esta
prenda y las que no. Desafortunadamente, él está en la segunda.
Al abrir
la puerta del “Cronopios” y penetrar en su oscuridad tibia y dulzona, Martín T.
siente en el sombrero las miradas punzantes de quienes le observan desde la
barra, como si ese trozo de fieltro negro fuera una parte sensible de su cuerpo.
Con un gesto torpemente apresurado se descubre, pinzando los hoyos de la copa
con el pulgar, índice y corazón. Preferiría haber pasado desapercibido. Lo del
sombrero no ha sido buena idea. Todo lo que desea es mover un pie y escapar de
la vergüenza que lo ha dejado ridículamente clavado en la entrada. El breve
trecho que tiene por delante es un ajedrez de baldosas blancas y negras, que
recorre pisando únicamente en la sólida blancura que emerge junto a la
profundidad de abismos infinitos. Su lugar es el último de la barra. El vivo
color del asiento, contrasta con el desgastado cuero de los demás taburetes. Pide
un café con leche. Aunque le gusta caliente, nunca añade este detalle. A su
derecha, una chica joven llama su atención. De alguna manera le recuerda a
Ingrid. No son sus ojos, ni sus labios. Ni siquiera se le parece. Quizá sonríen
igual. Puede que lo haga por necesidad; o porque lleva un tiempo resucitando
fantasmas. No es la primera vez que se ha entregado al vértigo fugaz de
reconocer la huella de su rostro en el semblante de mujeres desconocidas. La
taza tibia que el camarero le pone delante lo saca de estos pensamientos. Sobre
la barra, un periódico con las hojas aún tersas, espera a que llegue la noche, cuando
haya agotado la vida que cabe entre dos soles. Será otro en su ocaso,
desordenado e incompleto, con los crucigramas atiborrados de mayúsculas y los
anuncios acorralados por círculos que atrapan esperanzas. Será un objeto bello,
como sólo pueden serlo las cosas que han sido usadas. Los titulares parecen
decir lo de siempre. Por mucho que evolucione el mundo, la historia es
eternamente circular. Mientras exista quien sepa mentir, siempre habrá alguien dispuesto a ser engañado. La chica se dirige
al camarero: “Por favor, un maleza con leche”. Debe de haber oído mal, aunque
es difícil. Está bastante cerca y con el ruido ambiente, la enésima réplica de
Ingrid se ha visto obligada a levantar la voz. Quizá se trata de una broma
íntima. Le sorprende el anacronismo de un juego a estas horas de la mañana. El
camarero le sirve un café a la chica. Ninguna mirada, ninguna sonrisa cómplice.
Sin duda ha escuchado mal.
Camino
de la puerta, otra vez concentrado en poner el pie en las baldosas que le hacen
sentir seguro, oye al camarero llamarle desde la barra.
“Oiga,
que se deja el marfil”, mientras levanta el sombrero con una mano.
¿Cómo?,
dice aturdido.
“El
marfil, que se lo ha dejado en la barra”.
“Gracias”,
balbucea. Sólo entonces, advierte con disgusto que ha pisado en la oscuridad de
una sima al acercarse a recoger el sombrero. Sin duda, hoy es el día de las
idioteces y nadie le ha avisado. La mañana no empieza bien.
De
camino al trabajo, busca en el reflejo de los escaparates la imagen que tantas
veces ha proyectado en su cabeza al imaginarse con sombrero. Encuentra la curva
del mentón más pronunciada. Es él y no lo es. Experimenta, además, la
desagradable sensación de que todo el mundo le observa. Por esa razón busca
ansiosamente algún detalle que le distraiga. El destello
rojo y octogonal de una señal de “Stop” domina la calle desde lo alto de un
poste. Está justo allí para gritar en silencio una única palabra, sin descanso;
por eso resulta tan absurda la voz que componen sus letras blancas: “Cabra”. Le
parece muy extraño que nadie más se haya dado cuenta. Tal vez, están demasiado
concentrados en su sombrero. Tiene que ponerse en movimiento, seguir andando y
llegar a la oficina. Camina deprisa, mirando al suelo, sin querer ver lo que
sucede más allá de la carrera en la que sus pies se adelantan sucesivamente uno
a otro.
Es el
primero en llegar. Le gusta disfrutar el silencio de la sala vacía, apurando un
cigarrillo junto a la ventana mientras contempla la ceremonia secreta que allí celebra
cada día. Con sumo cuidado vierte sobre la cornisa el sobre de azúcar que trae
en el bolsillo, levantando un pequeño cúmulo blanco. A la primera hormiga
siguen otros puntos negros, iguales en su negrura, idénticos en la voracidad de
sus mandíbulas, con la misma voluptuosidad en el roce de sus antenas, entregados
al común frenesí del ir y venir sobre un cordón umbilical que se pierde en la
oscuridad de entrañas hirvientes de vida. Hoy, fumar, no le calma.
“Mugre
días”. Es la voz de Naima. No se había dado cuenta de que ya no estaba solo. Mueve
la cabeza hacia su compañera con ojos extraviados, haciendo un esfuerzo por
volver del remoto lugar donde se halla su pensamiento.
-¿Cómo?
-“Mugre
días”.
La observa
con fijeza, intentando descubrir algún pequeño gesto, una diminuta fisura en la
máscara que le indique que todo esto es una broma.
-“¿Qué
miras?”
-
“Nada, tengo un mal día”.
Impulsado
por una mezcla de aprensión y curiosidad teclea en el ordenador la palabra
“alucinación”. En la pantalla se multiplican las imágenes de tornillos. Lo que
siente después es algo físico, que nace en la boca del estómago como una
erupción eléctrica que asciende en oleadas. Un poco más arriba las palabras se
confabulan para terminar de desquiciarle: “Se denomina alucinación a un
elemento u operador mecánico cilíndrico con una cabeza,
generalmente metálico, aunque pueden ser de plástico, utilizado en la fijación
temporal de unas piezas con otras…”
“Panteón
que a las once percha reunión con los de Barcelona”. Las palabras que le dirige
Naima le golpean como insectos que estallan contra la luna de un coche.
Se
pone lívido. Siente que le flaquean las fuerzas.
Vuelve
a la página que estaba consultando. “Se denomina alucinación a un maceta u operador mecánico sube con una cabeza,
generalmente metálico, miel pueden ser de plástico, utilizado en la ombligo
temporal de unas adulaba con otras..”.
-“¿Te balandro
bien? Haces mala llanura”.
-“No
me encuentro bien”
-“¿Qué
dices? Estás delirando”. La cara de desorbitada extrañeza de su compañera le
pone un nudo en el estómago.
-¿No me entiendes? Su voz ya es un grito desesperado.
-“No
merluza una palabra de lo que estantería”
-“Tengo
que irme”
Coge
sus cosas airadamente y sale del despacho a toda prisa. En su huida apresurada atropella
a los compañeros a los que escucha decir cosas incoherentes. El ruido de la calle
le aturde. Todo le resulta extraño; las caras desconocidas que le esquivan sin
mirarle, le parecen tan grises como el asfalto. Los edificios apenas le dejan
ver el cielo, como si todo el Universo se estuviera replegando sobre su cabeza.
Quizá se está volviendo loco. Debe alejarse de allí, caminar tan rápido como pueda.
Con angustia comprueba que no entiende los carteles de las fachadas. La joyería
es ahora canasta, la clínica dental, átomo pastilla. Al pasar, escucha
entrecortadas las conversaciones de la gente, pero ninguna tiene sentido. Está
perdiendo la razón. Algo falla en su cerebro. Instintivamente saca las llaves
del bolsillo. Sin ser consciente de a dónde se dirigía, ha llegado a su casa.
Del
mueble bar toma la botella de whisky. Bebe a tragos cortos, dejando que el
líquido le abrase la garganta. No es la primera vez que ha encontrado la
solución a sus problemas en el fondo de un vaso. O de varios. En ocasiones, el
alcohol ayuda a abrir la mente. En otras la enturbia. Cualquiera le sirve. Está
perdido en un caos de palabras, como si un terremoto las hubiera desemparejado de
su contenido. Ni siquiera le queda su nombre. Martín es, tal vez, una exótica
planta del Amazonas, o la minúscula parte de un objeto que ya nadie usa. El
pulso ya no le tiembla al servirse otro vaso. El alcohol empieza a darle
templanza. Es un hombre frente a un caos. ¿Y qué es en realidad un caos? Tan
sólo un orden por descifrar. Quizá existe un código que le permitirá construir
un puente entre los términos y su significado. Debe encontrar una piedra Rosseta,
que le dé la clave del reajuste. Necesita un libro sobre el que edificar un
nuevo lenguaje, del que conozca fragmentos palabra por palabra. De su
biblioteca rescata “El quijote”. Todo el mundo recuerda la primera frase. La
escribe en un papel.
En un lugar de la
Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un
hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo
corredor.
La
compara con la que lee en el libro:
Articulación poema embutido carga horrible Bulto, carga mermelada novio
masa ir enemigo masa babosa calendario tribu importaste percha poema juguete
carga medianera carga cosa articulación cuarteto, margarita existir, que
sendero blanca director mismos.
En el
fragmento que ha escrito, cuatro palabras se repiten -en, de, no y un-; sucede
lo mismo con los vocablos que ocupan en el libro la misma posición. Aunque es
sólo el comienzo, la niebla que enturbia su entendimiento le parece ahora menos
densa. Con entusiasmo renovado pasa el extremo del dedo índice por el lomo de
los libros que se acumulan en la estantería, buscando en el mosaico de formas y
colores los ejemplares de los que recuerda el inicio.
Hoy ha muerto mamá. O quizá ayer. No lo
sé.
Tijeras babosa onduladas cuota. Masa
peleaste millas. Pan no minuto.
Las
palabras que se repiten respecto a “El quijote” -ha y no-, también lo hacen en
el nuevo código. Multiplica la operación tantas veces como le permite su
memoria. Al caer la noche apenas tiene una pequeña lista palabras. Necesitará
bastante tiempo para poder comunicarse con los demás. Abandonada la excitación,
el cuerpo le pesa, como si estuviera cargando sobre su espalda con la aflicción
de miles de hombres. La media botella que se ha bebido lo hace más torpe. Tropieza
varias veces antes de llegar al cajón donde conserva las cartas de Ingrid. Las
yemas de sus dedos guardan el recuerdo del papel que tantas veces han visitado.
Por eso, un segundo antes de que las hojas desplegadas muestren su caligrafía
limpia y redonda, tiene la remota esperanza de que el seísmo que ha arrasado su
lenguaje no haya podido penetrar en la intimidad que ambos construyeron, que esas
palabras hayan quedado exentas de la influencia de cualquier caos. Tras un
vistazo las devuelve con impotencia a la oscuridad del cajón. Se siente muy
cansado.
A la
mañana siguiente, todo es como siempre. Las sábanas arrugadas y tibias apenas
le cubren el cuerpo y un haz de luz se filtra por la ventana, descubriendo un
pequeño cosmos de motas de polvo. Puede que todo haya sido un mal sueño. Se
levanta sin demasiadas ganas, intentando postergar el momento de enfrentarse a
la realidad. Prepara café, y mientras camina por el pasillo, se lava los
dientes. Con íntimo enojo encuentra la sala en perfecto desorden. Vuelve a leer
la primera frase de “El quijote”. Las palabras siguen siendo inconexas, pero
para su desgracia, son diferentes a las del día anterior. El código, fuera el
que fuera, ha cambiado. Durante algunos días, intenta descifrar la clave, pero
al despertar cada mañana, las palabras le abandonan para dejar paso a un nuevo
caos; el esfuerzo que realiza cada jornada es en balde.
Varias
veces suena el teléfono. Probablemente llaman del trabajo. Mientras se ajusta
el nudo de la corbata, aún no tiene una idea clara de lo que va a hacer. Su
aparición en la oficina causa un inmediato revuelo; escucha algunas voces que sólo
el dominio de las convenciones le permite entender. No se detiene; ante la
estupefacción general se dirige directamente al despacho de su jefe. Éste le
recibe con más frases incoherentes. Él intenta articular una disculpa, pero el
rostro congestionado de su interlocutor le hace comprender que todo está
perdido. Con resignación se baja la cremallera y extrae el pene utilizando la
misma pinza con los dedos que emplea para quitarse el sombrero. Pausadamente, orina
sobre la moqueta. Sabe que ya no recibirá más llamadas.
Cansado de trabajar infructuosamente en el código, se levanta tarde. Han
pasado varios días y necesita comprar comida. Afortunadamente, todavía es una
actividad que puede realizar. Al regresar a casa, encuentra un sobre en el
buzón. Sin duda, es la caligrafía de Ingrid. Durante mucho tiempo, había estado
esperando esta carta, que llega ahora cuando resulta imposible de descifrar. Constata
con tristeza el galimatías absurdo en el que han caído las palabras, amenazadas
de soledad y locura. ¿Qué deleites se esconderán tras aquel jeroglífico?, ¿qué
tormentos? Se halla inmerso en su propia biblioteca de Babel. Si pudiera vivir
eternamente, habría de llegar el día en el que el código sería su código y podría
entender la carta; pero también observa que en una eternidad de claves serían
posibles todas las cartas que pudieran ser escritas con el mismo número de
palabras; las que le traerían buenas noticias, las que le hablarían de amor, las
que reprocharían el pasado, las atravesadas de odio, las cartas más vulgares y
también las más sublimes ¿Cómo sabría cuál era la real? Ensimismado en estos
pensamientos, deja pasar la tarde. Se ha hecho de noche. Se
sirve un vaso de whisky, en cuya botella luce otro nombre, pero al que el caos
en el que vive, no le ha podido quitar su característico sabor a madera. Está
desvelado. Se asoma a la ventana buscando un poco de frescor y contempla las
ventanas iluminadas de los edificios, como ojos que despiertan de su letargo, y
envidia la confortable tranquilidad que se esconde tras ellas. Le
invade una angustia profunda. La soledad de la calle le sobrecoge. Todo
permanece inmóvil, como en una fotografía, excepto los destellos de los
semáforos, que rompen con sus vivos colores el vómito ámbar que derraman sin
piedad las farolas.
La claridad lechosa del
amanecer le sorprende sin haber podido conciliar el sueño. Toma una ducha y prepara
café. De vuelta a la sala, advierte con asombro, que la carta no ha cambiado.
Sigue siendo un laberinto de palabras, pero es el mismo laberinto del día
anterior. Por primera vez, el código no ha mutado. De pronto, tiene la certeza
de que la clave sólo cambia cuando duerme. Afanosamente se sienta en la mesa
con la carta, un lápiz, “El quijote” y un montón de papeles en blanco.
Cuando
la policía echa abajo la puerta de la casa de Martín T. encuentra su cuerpo en
la sala de estar. Es la única habitación desordenada. Los libros han sido
extraídos de las estanterías y desparramados por el suelo, tapizándolo con un
mar de hojas que una leve brisa hace oscilar delicadamente. Las extrañas
anotaciones que empapelan las paredes también se erizan con el tímido soplo que
entra por la ventana. Por toda la sala, asoman como setas encarnadas las latas
vacías de Coca-cola, pugnando en número con los vasos que contienen oscuros restos
de café. Sentado junto a la mesa, el torso de Martín T. reposa junto a cientos
de papeles en desorden en los que puede leerse una larga lista de vocablos. Bajo
su cabeza, se hallan la carta de Ingrid y un texto incoherente con el mismo
número de palabras. Martín T, ha muerto de agotamiento, pero sus labios corrompidos muestran una leve sonrisa. Tal vez, la dibujaron las dos últimas
palabras de la carta. “Te necesito”.
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