Al sonar el despertador, abre los ojos sumido en la ambigua región que separa los sueños de la realidad. Han de pasar todavía unos segundos antes de que el velo de ensoñación que le envuelve se desvanezca en la claridad lechosa que ilumina el dormitorio y todos los objetos comiencen a tomar cuerpo; reconoce entonces el cuadro en la pared, la ropa sobre la silla, el bulto de los pies bajo la sábana y el lado de la cama que Ingrid ha dejado vacío. Ahora que ha vuelto a la consciencia, preferiría seguir durmiendo. Lo único que puede hacer es dilatar unos minutos el momento de levantarse, asumiendo el extraño sueño del que acaba de despertar; apenas conserva una sensación vaga y un detalle muy nítido: un número. 1958. Mientras se lava los dientes mirándose al espejo, es incapaz de recordar ningún detalle que lo ligue a esa cifra.
A media mañana, el bar “La espiga de oro” siempre está vacío. Por eso le gusta ir allí a tomarse el café, sentado en la barra. En soledad destila gota a gota el hastío que de un tiempo a esta parte ha empezado a sentir por su trabajo. No le importa tener un sueldo que apenas da para cubrir gastos, su concepto del éxito no tiene nada que ver con la prosperidad. Lleva bastante peor la rutina; la monotonía se le hace insoportable; los mismos expedientes que tramitar, las mismas caras día tras día, las conversaciones banales y una lista de palabras tan manoseadas y repetidas que han quedado vacías de contenido. De buena gana pasaría el resto del día deambulando por las calles, pero es hora de volver. Al dejar el taburete, lee, en el periódico que hay sobre el mostrador, un titular que le llama la atención: “El paro aumentó en octubre en 1958 personas”. La casualidad le hace sonreír. “Al universo le gusta jugar a veces”, piensa.
La tarde ha sido muy ajetreada. Una última remesa de informes le obliga a salir del trabajo con algo de retraso. Camina deprisa ante la perspectiva de perder el autobús y estar media hora de plantón hasta que llegue el siguiente; sin embargo, al acercarse a la parada, ve sentada bajo la marquesina a una chica con reflejos rojos en el pelo y se siente aliviado.
-¿Hace mucho que esperas?, pregunta a la chica.
Ambos coinciden todos los días, y mientras sufren los retrasos del 30, se hacen compañía. Hoy, casi todos los asientos están vacíos. Intenta distraerse mirando el tráfico por la ventana o leyendo las actividades culturales anunciadas en el pequeño televisor colgado del techo. En la filmoteca dedican un ciclo a grandes clásicos norteamericanos; el viernes por la tarde proyectan: “Vértigo, película de 1958, dirigida por Alfred Hitchcock”. Esta segunda coincidencia le parece más inquietante.
En el trayecto a casa desde la parada, anda distraído, y un par de veces está a punto de tropezar con la gente que pasa a su lado. Hace todo lo posible por pensar en otras cosas; pone música, intenta leer, pero no consigue fijar la atención en lo que hace. Decide que lo mejor es salir a la calle a despejarse y tomar algo. La tarde amenaza lluvia, pero no le importa. Enfrente de su casa, el reloj de la farmacia señala las 19:58. Lleva un rato caminando cuando las primeras gotas siembran la acera de pequeños círculos pardos. El cielo descarga con fuerza y se refugia en el primer hueco que le proporciona la calle; es una administración de lotería. Se siente un poco ridículo esperando en la puerta. Para disimular, echa una ojeada a las papeletas expuestas en los cristales y observa con sorpresa que uno de los números es el 01958. Mira a su alrededor, descompuesto, esperando que alguien le anuncie que todo esto es una broma. Nadie aparece. Con voz temblorosa se dirige a la dependienta.
-Un décimo del 1958.
Desde ese momento, le domina una desconocida inquietud. En el trabajo, tiene problemas para concentrarse, lo que le lleva a cometer errores con frecuencia. El resto de la semana sigue el mismo guion y el día del sorteo se levanta casi sin haber dormido. Dedica la mañana a guardar en una caja las cosas que Ingrid no se ha llevado, haciendo una pausa para consultar en internet la hora en que se emite el programa de loterías. Cinco minutos antes del inicio, se sienta frente al televisor moviendo compulsivamente la pierna derecha, que sube y baja apoyada en la punta del pie. No puede creer que esté haciendo esto; los juegos de azar son para ilusos que, no encontrando una forma mejor, alimentan su vida con falsas esperanzas y cuentos de la lechera. Las bolas empiezan a caer dando forma a los primeros números; resultan tan anónimos, tan diferentes al que él espera, que de alguna manera, se calma. La extracción del segundo premio, sin embargo, comienza con un cero en las decenas de millar. Un escalofrío le recorre la espalda. Sucesivamente, como surgidas al dictado, aparecen el 1, el 9 y el 5. Después de los cuatro números, está tan inclinado hacia la pantalla, que todo su cuerpo se apoya en el borde del sillón. La niña levanta el último cartón y grita: “El ocho”.
Acaba de ganar de golpe una buena cantidad de dinero, pero lo que realmente le importa es encontrar una explicación a lo que ha sucedido. Durante las siguientes semanas, visita con asiduidad la biblioteca, donde consulta libros de numerología que no le son de gran ayuda. Nada de lo que allí lee le sirve para comprender por qué el universo había decidido llevarle de la mano hasta un décimo de lotería premiado.
Regresa a su vida normal, sin comentar a nadie que ha ganado ni cómo lo ha conseguido. Sigue aburriéndose en el trabajo y acude a “La espiga de oro” a tomar el café de media mañana. Uno de esos días, al recoger las vueltas que le han dejado en el plato, un euro cae al suelo y rueda dibujando una amplia curva hasta detenerse al pie de la máquina tragaperras. Recoge la moneda, y al incorporarse, queda atrapado en los destellos de las luces y los vivos colores, hasta ahora invisibles a su atención. Pudorosamente -nunca lo había hecho antes- desliza el euro por la ranura y aprieta el pulsador. Tres sietes. Suena la música. Ha ganado.
Durante la noche no puede conciliar el sueño. Le asaltan las dudas. Las casualidades existen, pero se le están empezando a acumular. Al día siguiente, se adueña de él una mezcla de curiosidad y aprensión. Mientras le sirven el café, se acerca disimuladamente a la máquina y echa otra moneda. La música vuelve a sonar. Avergonzado, le gustaría que se lo tragara la tierra. No anda desencaminado. Desde el otro lado de la barra, el camarero le dedica una mirada muy poco amistosa. Decide no volver más. Con fastidio, callejea buscando otro bar, un lugar tranquilo donde tomarse el café, hasta que da con el “Cronopios”. También hay una tragaperras, aunque es otro modelo. Por más que lo intenta, no puede disfrutar del almuerzo. En su cabeza ha empezado a forjarse una sospecha; quizá la otra máquina no funcionaba bien. Vacila. Acaricia un euro con la yema de los dedos. Cuando nadie le mira, se aproxima a la tragaperras, introduce la moneda y acciona la palanca. Tres bares. Suena la música. Aturdido, recoge el premio como si estuviera robando. Empieza así un peregrinaje por los bares de la ciudad, en los que su suerte continúa con ganancias. Tras unas semanas de premios continuados, deja el trabajo. Si el universo ha decidido otorgarle ese don, no lo va a desaprovechar. Pasea por las calles sin rumbo fijo y juega, eso es todo. Se ha convertido en un ermitaño con suerte.
Pasado un tiempo, después de haber ganado en casi todos los locales con tragaperras, resuelve pasarse a la lotería. No ha habido ningún indicio que le mostrara el camino; tampoco ha vuelto a soñar con números, ni siquiera ha sentido una mínima intuición. Simplemente está harto de que la gente se le quede mirando cuando suena la escandalosa música que acompaña a los premios. La primera combinación la escoge él; al azar. La mañana siguiente comprueba con una mezcla de estupor y alivio, que el boleto ha sido premiado. Con el tiempo y los ensayos, repara en que la elección de los números carece de importancia; tanto si los escoge él, como si lo hace la máquina, el boleto siempre resulta premiado. Las cantidades nunca son millonarias, pero le permiten vivir con cierta holgura.
En la soledad de las calles, disfruta especialmente de los paseos al caer el día, en el momento en que las ventanas de los edificios comienzan a iluminarse. Esta tarde se encuentra un poco lejos de su casa cuando las primeras gotas de lluvia dan paso a un fuerte aguacero. Corre a buscar refugio en un bar cercano. No recuerda haber estado allí. Al entrar, reconoce a la chica con reflejos rojos en el pelo. Pide un café y toma asiento en la barra junto a ella.
La chica, que rebusca nerviosamente en su bolso, ha sacado casi todo lo que llevaba dentro y lo ha dejado sobre el mostrador.
-Hola. ¿Hace mucho que esperas?
- Ah, hola -dice ella al reconocerlo-.
-Bonita exposición.
-Creo que he perdido el móvil. Tenía que hacer una llamada y no lo encuentro.
-Toma el mío
-¿No te importa? -dice dudando-.
-Los teléfonos son para las emergencias, ¿no?
La chica no se mueve del taburete, mirándole a los ojos para hacerle partícipe de la conversación. En unos poco segundos, cree entender por sus gestos y frases entrecortadas, que el móvil lo tienen unos amigos y que lo recogerá en el Jimmy más tarde.
-Muchas gracias, te lo agradezco un montón –le dice al terminar-.
-Para eso estamos los compañeros de parada.
-Bueno.….hace bastante que no coincidimos.
-Es que ya no cojo el 30.
-Qué suerte. Yo sigo desesperándome todos los días.
-¿Ha aparecido el teléfono?-pregunta fingiendo que no ha prestado atención a la llamada.
-Ah,… sí, sí. ¿Conoces el Jimmy Glass?
-Sí, he estado un par de veces.
-Pues he ido a llevarles unas fotos para el concierto de esta noche y el móvil se ha quedado allí.
-¿Te dedicas a la fotografía?
-Qué va. Es que han organizado un homenaje a John Coltrane, y mi padre era superfan. Las fotos son suyas; tenía una habitación llena de cosas que fue coleccionando. Incluso discutió con mi madre para ponerme el nombre…. ¿Adivinas cómo me llamo?.... Naima, como la mujer de Coltrane.
-Y el título de una canción –agrega él, dejando claro que lo conoce-
-¿Te gusta Coltrane?
-Coltrane son palabras mayores.
-¿Por qué no te vienes al concierto? Me han dicho que el grupo que viene es muy bueno. Empieza a las diez….. Además, te debo una.
-¿Así, de pronto?
-Claro, las mejores cosas son las que no se planean.
-Venga…..vale.
-¿Sí?.... Guay –dice con alegría poco disimulada mientras mete en el bolso todo lo que había dejado sobre la barra. Al coger el encendedor, se da cuenta de que él lo mira atentamente; es un Zippo en el que se leen dos palabras: “Good luck”.
-Fue un regalo. -añade ella poniéndolo sobre la palma de su mano-. Quien me lo dio, dijo que siempre que leyera la inscripción tendría buena suerte.
-¿Y funciona?
-Unas veces sí y otras no.
Él esboza una sonrisa.
-Voy un momento al baño y nos vamos- dice ella dejándole solo en la barra.
Mientras apura el café, pensando en el rumbo que ha tomado la noche, recibe una llamada.
-¿Sí?
-¿Está Naima?
-Ahora no se puede poner.
-¿Puedes darle un recado?
-Sí, claro.
-Dile que no se olvide de traer la foto de 1958.
No acierta a despedirse. Le asalta un extraño presentimiento. En el bar hay una tragaperras. Del monedero saca un euro y sin pensarlo, lo echa en la máquina. Oprime el botón y las ruedas giran. No hay música. Su suerte ha cambiado.
A media mañana, el bar “La espiga de oro” siempre está vacío. Por eso le gusta ir allí a tomarse el café, sentado en la barra. En soledad destila gota a gota el hastío que de un tiempo a esta parte ha empezado a sentir por su trabajo. No le importa tener un sueldo que apenas da para cubrir gastos, su concepto del éxito no tiene nada que ver con la prosperidad. Lleva bastante peor la rutina; la monotonía se le hace insoportable; los mismos expedientes que tramitar, las mismas caras día tras día, las conversaciones banales y una lista de palabras tan manoseadas y repetidas que han quedado vacías de contenido. De buena gana pasaría el resto del día deambulando por las calles, pero es hora de volver. Al dejar el taburete, lee, en el periódico que hay sobre el mostrador, un titular que le llama la atención: “El paro aumentó en octubre en 1958 personas”. La casualidad le hace sonreír. “Al universo le gusta jugar a veces”, piensa.
La tarde ha sido muy ajetreada. Una última remesa de informes le obliga a salir del trabajo con algo de retraso. Camina deprisa ante la perspectiva de perder el autobús y estar media hora de plantón hasta que llegue el siguiente; sin embargo, al acercarse a la parada, ve sentada bajo la marquesina a una chica con reflejos rojos en el pelo y se siente aliviado.
-¿Hace mucho que esperas?, pregunta a la chica.
Ambos coinciden todos los días, y mientras sufren los retrasos del 30, se hacen compañía. Hoy, casi todos los asientos están vacíos. Intenta distraerse mirando el tráfico por la ventana o leyendo las actividades culturales anunciadas en el pequeño televisor colgado del techo. En la filmoteca dedican un ciclo a grandes clásicos norteamericanos; el viernes por la tarde proyectan: “Vértigo, película de 1958, dirigida por Alfred Hitchcock”. Esta segunda coincidencia le parece más inquietante.
En el trayecto a casa desde la parada, anda distraído, y un par de veces está a punto de tropezar con la gente que pasa a su lado. Hace todo lo posible por pensar en otras cosas; pone música, intenta leer, pero no consigue fijar la atención en lo que hace. Decide que lo mejor es salir a la calle a despejarse y tomar algo. La tarde amenaza lluvia, pero no le importa. Enfrente de su casa, el reloj de la farmacia señala las 19:58. Lleva un rato caminando cuando las primeras gotas siembran la acera de pequeños círculos pardos. El cielo descarga con fuerza y se refugia en el primer hueco que le proporciona la calle; es una administración de lotería. Se siente un poco ridículo esperando en la puerta. Para disimular, echa una ojeada a las papeletas expuestas en los cristales y observa con sorpresa que uno de los números es el 01958. Mira a su alrededor, descompuesto, esperando que alguien le anuncie que todo esto es una broma. Nadie aparece. Con voz temblorosa se dirige a la dependienta.
-Un décimo del 1958.
Desde ese momento, le domina una desconocida inquietud. En el trabajo, tiene problemas para concentrarse, lo que le lleva a cometer errores con frecuencia. El resto de la semana sigue el mismo guion y el día del sorteo se levanta casi sin haber dormido. Dedica la mañana a guardar en una caja las cosas que Ingrid no se ha llevado, haciendo una pausa para consultar en internet la hora en que se emite el programa de loterías. Cinco minutos antes del inicio, se sienta frente al televisor moviendo compulsivamente la pierna derecha, que sube y baja apoyada en la punta del pie. No puede creer que esté haciendo esto; los juegos de azar son para ilusos que, no encontrando una forma mejor, alimentan su vida con falsas esperanzas y cuentos de la lechera. Las bolas empiezan a caer dando forma a los primeros números; resultan tan anónimos, tan diferentes al que él espera, que de alguna manera, se calma. La extracción del segundo premio, sin embargo, comienza con un cero en las decenas de millar. Un escalofrío le recorre la espalda. Sucesivamente, como surgidas al dictado, aparecen el 1, el 9 y el 5. Después de los cuatro números, está tan inclinado hacia la pantalla, que todo su cuerpo se apoya en el borde del sillón. La niña levanta el último cartón y grita: “El ocho”.
Acaba de ganar de golpe una buena cantidad de dinero, pero lo que realmente le importa es encontrar una explicación a lo que ha sucedido. Durante las siguientes semanas, visita con asiduidad la biblioteca, donde consulta libros de numerología que no le son de gran ayuda. Nada de lo que allí lee le sirve para comprender por qué el universo había decidido llevarle de la mano hasta un décimo de lotería premiado.
Regresa a su vida normal, sin comentar a nadie que ha ganado ni cómo lo ha conseguido. Sigue aburriéndose en el trabajo y acude a “La espiga de oro” a tomar el café de media mañana. Uno de esos días, al recoger las vueltas que le han dejado en el plato, un euro cae al suelo y rueda dibujando una amplia curva hasta detenerse al pie de la máquina tragaperras. Recoge la moneda, y al incorporarse, queda atrapado en los destellos de las luces y los vivos colores, hasta ahora invisibles a su atención. Pudorosamente -nunca lo había hecho antes- desliza el euro por la ranura y aprieta el pulsador. Tres sietes. Suena la música. Ha ganado.
Durante la noche no puede conciliar el sueño. Le asaltan las dudas. Las casualidades existen, pero se le están empezando a acumular. Al día siguiente, se adueña de él una mezcla de curiosidad y aprensión. Mientras le sirven el café, se acerca disimuladamente a la máquina y echa otra moneda. La música vuelve a sonar. Avergonzado, le gustaría que se lo tragara la tierra. No anda desencaminado. Desde el otro lado de la barra, el camarero le dedica una mirada muy poco amistosa. Decide no volver más. Con fastidio, callejea buscando otro bar, un lugar tranquilo donde tomarse el café, hasta que da con el “Cronopios”. También hay una tragaperras, aunque es otro modelo. Por más que lo intenta, no puede disfrutar del almuerzo. En su cabeza ha empezado a forjarse una sospecha; quizá la otra máquina no funcionaba bien. Vacila. Acaricia un euro con la yema de los dedos. Cuando nadie le mira, se aproxima a la tragaperras, introduce la moneda y acciona la palanca. Tres bares. Suena la música. Aturdido, recoge el premio como si estuviera robando. Empieza así un peregrinaje por los bares de la ciudad, en los que su suerte continúa con ganancias. Tras unas semanas de premios continuados, deja el trabajo. Si el universo ha decidido otorgarle ese don, no lo va a desaprovechar. Pasea por las calles sin rumbo fijo y juega, eso es todo. Se ha convertido en un ermitaño con suerte.
Pasado un tiempo, después de haber ganado en casi todos los locales con tragaperras, resuelve pasarse a la lotería. No ha habido ningún indicio que le mostrara el camino; tampoco ha vuelto a soñar con números, ni siquiera ha sentido una mínima intuición. Simplemente está harto de que la gente se le quede mirando cuando suena la escandalosa música que acompaña a los premios. La primera combinación la escoge él; al azar. La mañana siguiente comprueba con una mezcla de estupor y alivio, que el boleto ha sido premiado. Con el tiempo y los ensayos, repara en que la elección de los números carece de importancia; tanto si los escoge él, como si lo hace la máquina, el boleto siempre resulta premiado. Las cantidades nunca son millonarias, pero le permiten vivir con cierta holgura.
En la soledad de las calles, disfruta especialmente de los paseos al caer el día, en el momento en que las ventanas de los edificios comienzan a iluminarse. Esta tarde se encuentra un poco lejos de su casa cuando las primeras gotas de lluvia dan paso a un fuerte aguacero. Corre a buscar refugio en un bar cercano. No recuerda haber estado allí. Al entrar, reconoce a la chica con reflejos rojos en el pelo. Pide un café y toma asiento en la barra junto a ella.
La chica, que rebusca nerviosamente en su bolso, ha sacado casi todo lo que llevaba dentro y lo ha dejado sobre el mostrador.
-Hola. ¿Hace mucho que esperas?
- Ah, hola -dice ella al reconocerlo-.
-Bonita exposición.
-Creo que he perdido el móvil. Tenía que hacer una llamada y no lo encuentro.
-Toma el mío
-¿No te importa? -dice dudando-.
-Los teléfonos son para las emergencias, ¿no?
La chica no se mueve del taburete, mirándole a los ojos para hacerle partícipe de la conversación. En unos poco segundos, cree entender por sus gestos y frases entrecortadas, que el móvil lo tienen unos amigos y que lo recogerá en el Jimmy más tarde.
-Muchas gracias, te lo agradezco un montón –le dice al terminar-.
-Para eso estamos los compañeros de parada.
-Bueno.….hace bastante que no coincidimos.
-Es que ya no cojo el 30.
-Qué suerte. Yo sigo desesperándome todos los días.
-¿Ha aparecido el teléfono?-pregunta fingiendo que no ha prestado atención a la llamada.
-Ah,… sí, sí. ¿Conoces el Jimmy Glass?
-Sí, he estado un par de veces.
-Pues he ido a llevarles unas fotos para el concierto de esta noche y el móvil se ha quedado allí.
-¿Te dedicas a la fotografía?
-Qué va. Es que han organizado un homenaje a John Coltrane, y mi padre era superfan. Las fotos son suyas; tenía una habitación llena de cosas que fue coleccionando. Incluso discutió con mi madre para ponerme el nombre…. ¿Adivinas cómo me llamo?.... Naima, como la mujer de Coltrane.
-Y el título de una canción –agrega él, dejando claro que lo conoce-
-¿Te gusta Coltrane?
-Coltrane son palabras mayores.
-¿Por qué no te vienes al concierto? Me han dicho que el grupo que viene es muy bueno. Empieza a las diez….. Además, te debo una.
-¿Así, de pronto?
-Claro, las mejores cosas son las que no se planean.
-Venga…..vale.
-¿Sí?.... Guay –dice con alegría poco disimulada mientras mete en el bolso todo lo que había dejado sobre la barra. Al coger el encendedor, se da cuenta de que él lo mira atentamente; es un Zippo en el que se leen dos palabras: “Good luck”.
-Fue un regalo. -añade ella poniéndolo sobre la palma de su mano-. Quien me lo dio, dijo que siempre que leyera la inscripción tendría buena suerte.
-¿Y funciona?
-Unas veces sí y otras no.
Él esboza una sonrisa.
-Voy un momento al baño y nos vamos- dice ella dejándole solo en la barra.
Mientras apura el café, pensando en el rumbo que ha tomado la noche, recibe una llamada.
-¿Sí?
-¿Está Naima?
-Ahora no se puede poner.
-¿Puedes darle un recado?
-Sí, claro.
-Dile que no se olvide de traer la foto de 1958.
No acierta a despedirse. Le asalta un extraño presentimiento. En el bar hay una tragaperras. Del monedero saca un euro y sin pensarlo, lo echa en la máquina. Oprime el botón y las ruedas giran. No hay música. Su suerte ha cambiado.
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