EN EL JARDÍN
Todas las tardes Samuel
y Bea salían a la misma hora, después de la merienda a corretear por el jardín,
era muy grande con muchos árboles altos, frondosos y también con gran cantidad
de rosales de todos los colores. Estaba muy bien cuidado, era un regalo de la
naturaleza, se había recreado en él. Oír los trinos de los pájaros,
transportaba a una sinfonía de Beethoven, donde los niños eran felices y
disfrutaban persiguiendo al tímido sol que jugaba al escondite con las nubes, sembrando
el cielo.
Samuel tenía once años,
era hijo de los marqueses de Pinilla y Bea nueve, hija de los guardeses del
palacete de éstos.
Pasó el tiempo y los
niños se convirtieron en unos jóvenes. Se enamoraron, prometieron guardarse
fidelidad. Sabían con las dificultades que tendrían que atravesar, dada la
posición social tan distinta a la que pertenecían ambos.
Los padres de Samuel lo
mandaron a estudiar a EEUU, querían una educación más elitista para él. Eva se
quedó en el pueblo cursando sus estudios.
El tiempo transcurrió
perezoso a lo largo de ocho años para los jóvenes. A pesar de ello, no se
habían olvidado el uno del otro.
Eva cada año, se dejaba
ver por aquél jardín de ensueño y se perdía con sus recuerdos, pensando en él.
Aquella mañana hacía
mucho frío, tanto que lo arreciaba todo. Los pájaros del jardín no trinaban,
estaban guarecidos dentro de las ramas de los árboles. Como siempre, Eva salió
a pasear, oyó unas pisadas detrás de ella, y una voz que la llamaba: - Bea, soy
yo, Samuel. Ella se volvió repentinamente, se quedó asombrada, no podía
articular palabra.
Cuándo reaccionó,
corrió hacía él y se fundieron en un largo abrazo.
-Bea, ¡cuánto tiempo ha
pasado, no he dejado ni un día sin pensar en ti!, - dijo Samuel.
- Si supieras, los días
se me han hecho interminables, diariamente he visitado nuestro jardín, quería
evocar nuestros encuentros, todos ellos han llenado mi vida. – Añadió ella.
- Prosiguió Samuel: -
No te preocupes, ya estoy aquí. Nuestro amor es tan inmenso, que jamás volveré
a dejarte sola.
El marqués se iba
haciendo mayor y un día le dijo a Samuel que quería hablar con él.
Llegó el día, y el
padre de Samuel le dijo: - Ya va siendo hora que formes tu propia familia, los
años pasan muy deprisa, me hago mayor y me gustaría ver a mis nietos jugar en
el jardín.
Samuel le contestó: -
Papá, ya lo sé y muy pronto lo haré. Ya tengo elegida a la mujer de mi vida y
te dará esos nietos que tanto anhelas.
El marqués se quedó
perplejo, exclamó: - ¡No sabía que tenías novia! ¿Quién es la afortunada? ¿La
conozco? Respondió Samuel:- Sí, papá, la conoces desde que era una niña, es
Bea, la hija de los guardeses.
El padre se detuvo
delante de él, escrutándolo con fijeza le preguntó: - ¿Has perdido la cabeza?
Eso no puede ser, esa chica no pertenece al mismo status social que tú.
¡Quítatelo de la cabeza,
si no tendré que obrar en consecuencia!
Samuel bajó los ojos al
sobrevolar su ánimo un atisbo de vergüenza y de tristeza, dio media vuelta y se
fue.
El hijo fue al
encuentro de su madre, sabía que le ayudaría a convencer a su padre para que
consintiera su noviazgo con Bea, ya que su madre quería su bien.
Su madre musitó con el
rostro atravesado por un rictus de seriedad y dijo: -Sí, es una sorpresa hijo,
ella es muy buena chica, la hemos criado desde pequeña, pero lo que me pides es
muy difícil, que tu padre acceda a tus propósitos. Pero bueno, veremos lo que
puedo hacer.
Al día siguiente,
Samuel fue hablar con ella, su voz fluía igual que un murmullo, rompiendo
apenas el aire a su alrededor, diciéndole: -Amor, mi madre va ayudarnos, va a
tratar por todos los medios de convencer a mi padre para que acepte nuestra
relación.
Apostilló ella: -
Ojalá, salga todo bien, si no me moriré de pena.
Al día siguiente la
madre de Samuel habló con su marido acerca de la relación de su hijo con Bea.
El padre no lo admitió y dijo que si le desobedecía, lo iba a desheredar. Él
tenía otros planes, deseaba que se casara con la hija de su socio.
Su madre habló con él,
le hizo saber la intención de su padre. El hijo montó en cólera y le respondió
que todo le daba igual, lucharía por el amor de Bea, sin condiciones.
Corrían tiempos
difíciles para toda la familia, se respiraba un ambiente enrarecido por las
constantes e insoportables discusiones.
Una mañana radiante de
sol, Samuel le propuso a Bea huir juntos a EEUU, y allí empezarían una vida
juntos, sin problemas familiares.
Y como lo pensaron, así
lo hicieron.
Una noche de un
resplandor cárdeno bajo las estrellas y sin hacer ruido, salieron los jóvenes
sin que nadie los viera, empezarían su nueva vida, como ellos deseaban.
Amaneció un día
bastante gris, las brumas se volvían a cada minuto más sombrías, como si
adivinaran un mal presagio.
Todos se dieron cuenta
que faltaban los jóvenes. Se habían ido.
En el palacete todo era
tristeza. Los padres de Samuel lo echaban de menos, era su único hijo, en el que
tenían puestas todas sus esperanzas.
Pasó mucho tiempo, los
marqueses estaban sumidos en una depresión, no tenían alegría ni ilusión por
vivir.
Pero un día, recibieron
una carta, era de Samuel, diciéndoles que se encontraban muy bien. Tenían dos
hijos y Bea estaba esperando el tercero. También deseaban que sus padres se
encontraran bien.
Sus padres recobraron su
estado de ánimo habitual.
Inmensamente feliz, el
padre les escribió una carta, diciéndoles que regresaran a casa.
Ambos abuelos querían
conocer a sus nietos y verlos jugar en el jardín.
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