miércoles, 7 de enero de 2015

DIEZ MINUTOS

Antes de que empecéis a leer este ejercicio, he de pedir disculpas porque me he pasado 359 palabras de las 2000. Pero me ha sido imposible recortar el texto. Al final tenéis las imágenes de las cartas de mi grupo y mías, para que os hagáis una idea.
 
El pabellón está lleno a rebosar, rozando los ocho mil espectadores. Es el partido de clasificación para la final de la Euroliga de baloncesto. El equipo taronja tiene pocas posibilidades de pasar, pero los jugadores no se rinden y, a pesar de la baja por lesión de un pívot, mantienen igualado el marcador frente al campeón de la anterior edición.
Apenas quedan diez segundos para la finalización del partido cuando el ala-pívot contrario falla un tiro de dos puntos desde una posición relativamente sencilla. Los nervios también están presentes en los jugadores del mejor equipo europeo.
El alero del equipo taronja saca la pelota desde el fondo, la pasa al base, que apenas tiene cinco segundos para llegar a su campo y la lanza a uno de los ala-pívot. Este la coge, la bota un par de veces, eleva sus dos metros y dos centímetros de estatura y lanza la pelota hacia la canasta. La bocina de final de partido se oye en el pabellón, mientras todo el público grita y se pone en pie al unísono. La pelota bota en el aro metálico y sale lanzada al exterior.
Hay prórroga.
En los cinco minutos de descanso los equipos se reúnen en torno al entrenador, atendiendo a las instrucciones para los siguientes cinco minutos de juego. El público se revuelve inquieto en sus asientos. Un público heterogéneo separado por sectores, pero con las bufandas y camisetas del mismo color, el naranja.
Es en esos momentos de descanso o de tiempo muerto en los que me dedico a observar a la gente y a hablar con ella, aunque muchas veces no sé el nombre de mi interlocutor.
Justo a mi izquierda se sienta un chico joven, de unos diecinueve años de edad, que siempre se queja de que no tiene suficiente dinero. Está estudiando ingeniería industrial en la universidad y ha sufrido retraso en el ingreso de la beca. Aunque, eso sí, lleva un teléfono móvil de última generación, con un millar de aplicaciones que no para de vigilar cada cinco segundos. Luego suele preguntar quién ha metido la canasta o a quién le han señalado falta. Es un chico de la nueva generación, de esos que son esclavos de la tecnología y no pueden pasar sin ella.
Un día, en el descanso de un partido de la liga ACB,  me contó que tenía un hermano gemelo con el que apenas se hablaba. Al parecer sus padres habían tenido un divorcio contencioso, de esos en los que uno de los cónyuges no quiere separarse y van a juicio. Eso pasó cuando ellos tenían ocho años y en los términos legales se había establecido el reparto de los hijos como en una herencia. Él se había quedado con su padre y la madre, bastante despechada por lo visto, se había trasladado con el otro hermano a una ciudad a quinientos quilómetros de distancia, donde vivían sus padres.
Sus progenitores habían dejado de hablarse. Cuando me contó la razón de la separación me pareció muy curiosa. La mujer había descubierto que el marido llevaba una doble vida. Todas las veces que le había dicho que se quedaba a doblar turnos de noche en la fábrica donde trabajaba eran mentira. En realidad, el hombre se iba a un club donde actuaba como drag queen de nombre artístico Lolapop. El chico, incluso, me había enseñado una vez, en la pantalla gigante del móvil, una foto del padre durante una actuación. A mí me pareció una drag queen como todas, con los tacones de plataforma y las plumas en la cabeza, pero él parecía muy orgulloso de aquel hombre.
El muchacho levanta la vista de su teléfono, se gira hacia mí y me pregunta qué pasa. Prórroga, le digo. Ah, me contesta. Y me enseña una foto de su teléfono. Qué guapo estás ahí. ¿Dónde fue eso? Él se ríe divertido. Es mi hermano, dice. Hace una semana que nos encontramos jugando online. Los dos somos forofos de World of Warcraft. Eso será porque sois gemelos, digo yo. Sí, murmura girándose hacia su cacharro tecnológico.
Miro el marcador que cuelga del techo. Ha pasado un minuto del descanso. El entrenador de los taronja gesticula con ímpetu, cosa normal en él. La nueva vecina del asiento izquierdo me ofrece bombones y cojo uno. Qué bueno, está relleno de crema, le digo. Desde que esta mujer ha adquirido el abono, a mitad de temporada, aparece siempre con bombones y los ofrece a todos nosotros.
Su historia es bastante trágica. Ella y su marido habían tenido un negocio, una tienda de animales en un centro comercial. Toda una carrera de veterinaria desperdiciada, me dijo en una ocasión, para acabar trabajando en una tienda donde lo que hacía era vender peces de colores. Fue cosa de su marido, que no la había dejado independizarse y abrir una clínica. Es mejor esto, cariño, le había dicho. Así estamos juntos más tiempo.
Llegó un momento en que la tienda estaba siempre llena, sobre todo el fin de semana, y contrataron una dependienta joven, de las que cuesta poco tener asalariada. Entonces su marido le propuso quedarse en casa algunos ratos. Así que ella cambió su horario y empezó a ir a la tienda por las tardes y los fines de semana, que era cuando más gente solía haber. Fue en ese momento cuando aprovechó las mañanas libres para hacer voluntariado como veterinaria en unas cuadras cercanas a su casa.
¿Quieres otro? Me dice, enseñándome la caja de bombones. No, gracias, con este tengo suficiente, le contesto. Estos nos matan a disgustos, comenta señalando con la cabeza al banquillo taronja. Si no fuera por el chocolate… Y se gira hacia atrás con la caja en la mano.
Una mañana, mi vecina de asiento recibió una llamada telefónica de la policía diciéndole que su marido había sufrido un accidente de camino al trabajo. No le dijeron cómo estaba hasta que llegó al hospital. Allí le informaron que se encontraba en la Unidad de Cuidados Intensivos en estado coma profundo y muy grave. Un camión de reparto se había saltado un semáforo en rojo y había destrozado el coche. Ese día fue el primero en diez años que la tienda de animales no se abrió a las diez de la mañana.
Eso había pasado hacía un año y medio. Su marido no había podido superar los traumatismos sufridos y había fallecido. Ella sufrió un ataque de pánico e histeria ante la idea de la muerte de su marido y acudió, incluso, a un psicólogo durante unos meses. Ese miedo a la muerte que tenemos todos, aunque no lo digamos, y que a ella le había hecho valorar la vida que tenía. Una vida que, en realidad, no le gustaba. Y la cambió. No volvió a abrir la tienda de animales y se quedó de veterinaria en las cuadras. Ahora me dedico a curar caballos que no son felices, me dijo una vez sonriendo. No tienes ni idea de lo que sufren, los pobres.
Vuelvo a mirar el marcador. Ya han pasado cuatro minutos y medio del descanso y los jugadores de mi equipo están en la pista, preparados para jugar esos últimos minutos, mientras el equipo contrario aún está hablando en corro.
La vecina del asiento de delante se gira. Qué nervios, me dice. A ver si ganan y pasamos a la final. Ojalá, contesto yo, aunque no confío demasiado. Tienen que ganar, me dice la veterinaria entrando en la conversación, porque yo les doy suerte.
La bocina suena indicando el inicio de la prórroga. Saca de banda un jugador del equipo contrario. Me concentro en el partido. Solo quedan cinco minutos. Durante el primero no se mueve el marcador. Los nervios juegan en contra de todos.
Uno de nuestros aleros falla en una jugada. El entrador le echa una bronca por haber llegado tarde a la asistencia. Este lo mira, resignado, y baja la cabeza. Un compañero le palmea en el culo para animarlo, según es costumbre entre deportistas.
Hasta el minuto dos no se mueve el marcador. Y es en contra de mi equipo. Los espectadores empiezan a gritar e increpar al árbitro por unos pasos del jugador que había encestado, pero estos ni se inmutan. Señalan saque de fondo y nueva jugada.
En esta ocasión, tras un par de pases muy difíciles por la férrea defensa individual del contrario, y casi agotados los veinticuatro segundos de posesión del balón, uno de mis jugadores entra con fuerza para poder encestar. Pero en la línea de zona se encuentra con una torre de dos metros y veinte centímetros con la que tropieza y cae de espaldas, barriendo boca arriba unos centímetros del suelo de parquet. Por suerte, el jugador contrario no ha mantenido la posición, al dar un pequeño paso hacia atrás, y es falta en defensa. Y si no, ya está el vecino de tres filas más adelante para recordarlo con su dulce vozarrón.
El jugador va a la línea de tiros libres y acierta. De nuevo empate y tres minutos por jugar. Nuestro entrenador pide tiempo muerto. Me parece que lo tenemos difícil, me sorprende el chico. Normalmente no sigue el partido por mirar Whatsapp o Twiter. Como no espabilen, no llegamos a la final. Y se queda mirando a la cancha.
Dos, tres, cuatro jugadas más y vuelta al empate. Esta vez es el entrenador contrario el que pide tiempo muerto. Queda un minuto escaso para que termine el partido. Si siguen empatados, ¿habrá otra prórroga? Me pregunta la veterinaria. Sí, le contesto, en baloncesto no vale el empate. A veces tengo que explicarle alguna cosa porque aún no conoce todas las reglas del juego.
La posesión del saque es del otro equipo. El base cruza con rapidez a campo contrario, pasa la pelota, que va de un jugador a otro y es un alero el que, desde la línea de triple, lanza hacia la canasta, cuando quedan dos segundos de posesión. La pelota realiza una trayectoria impecable y entra sin apenas rozar la red.
Uno de los jugadores taronja que estaba bajo la canasta se enfada porque dice que no han pitado una falta contra él. El jugador contrario, que es un palmo más alto, se le acerca de forma agresiva. El nuestro contesta igual. Acuden los demás a socorrer a los suyos y se forma un barullo en la pista.
Con una mano, el árbitro coge la pelota, anaranjada como un sol poniente, y la esconde a su espalda, mientras con la otra mano intenta apaciguar los ánimos. Los jugadores, altos como cedros del Atlas, lo rodean mientras los otros dos árbitros del partido acuden a calmar los ánimos.
Todo el pabellón está en pie protestando una falta que yo no he visto. El árbitro principal amenaza con una técnica y parece que se van calmando. Se disuelve el grupo, pero se miran amenazadoramente. Miro el marcador y calculo el tiempo. Apenas quedan dos posesiones y la siguiente, que es nuestra, es fundamental. Si no anotan, ya podemos dar el partido por perdido.
Saque de fondo, llegada al campo contrario, un par de pases, seis segundos de posesión en el marcador, el ala-pívot se atreve con un triple y falla. El rebote es para un pívot taronja que palmea y encesta. Un pitido del árbitro que está más lejos señala falta de un defensa contrario. Será un dos más uno.
Mis vecinas de delante se ponen de pie. Ya no hay quien vea nada, así que también me levanto, haciendo que todos los de detrás se vayan levantando uno tras otro como una ola. Los gritos son absolutamente ensordecedores cuando nuestro pívot anota.
Ahora viene lo peor. El equipo contrario tiene diecisiete segundos de posesión de balón para pensar con tranquilidad en una jugada que les puede dar el partido y el pasaporte a la final. Todo el pabellón patalea el suelo de las gradas metálicas haciendo un ruido tan atronador que asustaría al más experto de los pirotécnicos. Yo también, que para esas ocasiones suelo ponerme los zapatos con suela más ruidosa que tengo.
El base contrario hace una señal con la mano a sus compañeros, que se mueven por debajo de la canasta. Se pasan el balón. Están apurando el tiempo al máximo. Un alero contrario coge la pelota y resbala de forma extraña, perdiéndola, a falta de cinco segundos para el final del partido.
Nos volvemos a poner de pie. Un jugador taronja la ha cogido al vuelo. El pívot, en solitario, recorre toda la pista botando la pelota, se eleva medio metro del suelo y machaca el aro, haciendo que la estructura de la canasta de balancee un poco. Dos puntos. Queda un segundo en el marcador y ganamos por dos puntos.
Los jugadores del banquillo taronja se levantan, gritando, con los brazos en alto, abrazando al héroe del partido, que se deja querer y saluda al público.
Mientras, en el banquillo contrario, los jugadores tienen la expresión contrita, las toallas sobre la cara para esconder el llanto, las cabezas gachas y los hombros hundidos.
Pero queda un segundo por jugar y se juega. Un jugador contrario lanza el balón desde su campo con la esperanza de que un milagro haga que entre, pero para suerte nuestra, no lo hace.
Hemos ganado el partido y estamos en la final de la Euroliga de baloncesto, la competición europea más importante. El pabellón salta, grita, corea el nombre del equipo y del entrenador. Los jugadores salen a la pista, con las caras llenas de alegría, riendo, bromeando entre ellos, dándose palmaditas en la cabeza. Hasta el entrenador sonríe. El presidente baja desde su zona VIP y se pasea entre ellos. El speaker repite una y otra vez que estamos en la final y dice los nombres de los jugadores.
Diez minutos después de acabar el partido salgo del pabellón, que aún sigue lleno. Nadie puede borrar la sonrisa de mi cara. Ni siquiera saber que todo ha sido un sueño, que no hemos pasado de la primera fase de la Euroliga y que volvemos a estar compitiendo en la liga segundona del baloncesto europeo.
 
 
          Aquí están las cartas de mi grupo y mías:


 

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