Antes de que empecéis a leer este ejercicio, he de pedir disculpas porque me he pasado 359 palabras de las 2000. Pero me ha sido imposible recortar el texto. Al final tenéis las imágenes de las cartas de mi grupo y mías, para que os hagáis una idea.
El pabellón está lleno a rebosar,
rozando los ocho mil espectadores. Es el partido de clasificación para la final
de la Euroliga de baloncesto. El equipo taronja
tiene pocas posibilidades de pasar, pero los jugadores no se rinden y, a pesar
de la baja por lesión de un pívot, mantienen igualado el marcador frente al
campeón de la anterior edición.
Apenas quedan diez segundos para
la finalización del partido cuando el ala-pívot contrario falla un tiro de dos
puntos desde una posición relativamente sencilla. Los nervios también están
presentes en los jugadores del mejor equipo europeo.
El alero del equipo taronja saca la pelota desde el fondo,
la pasa al base, que apenas tiene cinco segundos para llegar a su campo y la
lanza a uno de los ala-pívot. Este la coge, la bota un par de veces, eleva sus
dos metros y dos centímetros de estatura y lanza la pelota hacia la canasta. La
bocina de final de partido se oye en el pabellón, mientras todo el público
grita y se pone en pie al unísono. La pelota bota en el aro metálico y sale
lanzada al exterior.
Hay prórroga.
En los cinco minutos de descanso los
equipos se reúnen en torno al entrenador, atendiendo a las instrucciones para
los siguientes cinco minutos de juego. El público se revuelve inquieto en sus
asientos. Un público heterogéneo separado por sectores, pero con las bufandas y
camisetas del mismo color, el naranja.
Es en esos momentos de descanso o
de tiempo muerto en los que me dedico a observar a la gente y a hablar con ella,
aunque muchas veces no sé el nombre de mi interlocutor.
Justo a mi izquierda se sienta un
chico joven, de unos diecinueve años de edad, que siempre se queja de que no
tiene suficiente dinero. Está estudiando ingeniería industrial en la
universidad y ha sufrido retraso en el ingreso de la beca. Aunque, eso sí,
lleva un teléfono móvil de última generación, con un millar de aplicaciones que
no para de vigilar cada cinco segundos. Luego suele preguntar quién ha metido
la canasta o a quién le han señalado falta. Es un chico de la nueva generación,
de esos que son esclavos de la tecnología y no pueden pasar sin ella.
Un día, en el descanso de un
partido de la liga ACB, me contó que
tenía un hermano gemelo con el que apenas se hablaba. Al parecer sus padres habían
tenido un divorcio contencioso, de esos en los que uno de los cónyuges no
quiere separarse y van a juicio. Eso pasó cuando ellos tenían ocho años y en
los términos legales se había establecido el reparto de los hijos como en una
herencia. Él se había quedado con su padre y la madre, bastante despechada por
lo visto, se había trasladado con el otro hermano a una ciudad a quinientos
quilómetros de distancia, donde vivían sus padres.
Sus progenitores habían dejado de
hablarse. Cuando me contó la razón de la separación me pareció muy curiosa. La
mujer había descubierto que el marido llevaba una doble vida. Todas las veces
que le había dicho que se quedaba a doblar turnos de noche en la fábrica donde
trabajaba eran mentira. En realidad, el hombre se iba a un club donde actuaba
como drag queen de nombre artístico Lolapop. El chico, incluso, me había
enseñado una vez, en la pantalla gigante del móvil, una foto del padre durante
una actuación. A mí me pareció una drag queen como todas, con los tacones de
plataforma y las plumas en la cabeza, pero él parecía muy orgulloso de aquel
hombre.
El muchacho levanta la vista de
su teléfono, se gira hacia mí y me pregunta qué pasa. Prórroga, le digo. Ah, me
contesta. Y me enseña una foto de su teléfono. Qué guapo estás ahí. ¿Dónde fue
eso? Él se ríe divertido. Es mi hermano, dice. Hace una semana que nos
encontramos jugando online. Los dos somos forofos de World of Warcraft. Eso
será porque sois gemelos, digo yo. Sí, murmura girándose hacia su cacharro
tecnológico.
Miro el marcador que cuelga del
techo. Ha pasado un minuto del descanso. El entrenador de los taronja gesticula con ímpetu, cosa normal
en él. La nueva vecina del asiento izquierdo me ofrece bombones y cojo uno. Qué
bueno, está relleno de crema, le digo. Desde que esta mujer ha adquirido el
abono, a mitad de temporada, aparece siempre con bombones y los ofrece a todos nosotros.
Su historia es bastante trágica. Ella
y su marido habían tenido un negocio, una tienda de animales en un centro
comercial. Toda una carrera de veterinaria desperdiciada, me dijo en una
ocasión, para acabar trabajando en una tienda donde lo que hacía era vender peces
de colores. Fue cosa de su marido, que no la había dejado independizarse y
abrir una clínica. Es mejor esto, cariño, le había dicho. Así estamos juntos
más tiempo.
Llegó un momento en que la tienda
estaba siempre llena, sobre todo el fin de semana, y contrataron una
dependienta joven, de las que cuesta poco tener asalariada. Entonces su marido
le propuso quedarse en casa algunos ratos. Así que ella cambió su horario y empezó
a ir a la tienda por las tardes y los fines de semana, que era cuando más gente
solía haber. Fue en ese momento cuando aprovechó las mañanas libres para hacer
voluntariado como veterinaria en unas cuadras cercanas a su casa.
¿Quieres otro? Me dice,
enseñándome la caja de bombones. No, gracias, con este tengo suficiente, le
contesto. Estos nos matan a disgustos, comenta señalando con la cabeza al
banquillo taronja. Si no fuera por el
chocolate… Y se gira hacia atrás con la caja en la mano.
Una mañana, mi vecina de asiento recibió
una llamada telefónica de la policía diciéndole que su marido había sufrido un
accidente de camino al trabajo. No le dijeron cómo estaba hasta que llegó al
hospital. Allí le informaron que se encontraba en la Unidad de Cuidados
Intensivos en estado coma profundo y muy grave. Un camión de reparto se había
saltado un semáforo en rojo y había destrozado el coche. Ese día fue el primero
en diez años que la tienda de animales no se abrió a las diez de la mañana.
Eso había pasado hacía un año y
medio. Su marido no había podido superar los traumatismos sufridos y había
fallecido. Ella sufrió un ataque de pánico e histeria ante la idea de la muerte
de su marido y acudió, incluso, a un psicólogo durante unos meses. Ese miedo a
la muerte que tenemos todos, aunque no lo digamos, y que a ella le había hecho
valorar la vida que tenía. Una vida que, en realidad, no le gustaba. Y la cambió.
No volvió a abrir la tienda de animales y se quedó de veterinaria en las
cuadras. Ahora me dedico a curar caballos que no son felices, me dijo una vez
sonriendo. No tienes ni idea de lo que sufren, los pobres.
Vuelvo a mirar el marcador. Ya han
pasado cuatro minutos y medio del descanso y los jugadores de mi equipo están en
la pista, preparados para jugar esos últimos minutos, mientras el equipo
contrario aún está hablando en corro.
La vecina del asiento de delante
se gira. Qué nervios, me dice. A ver si ganan y pasamos a la final. Ojalá,
contesto yo, aunque no confío demasiado. Tienen que ganar, me dice la
veterinaria entrando en la conversación, porque yo les doy suerte.
La bocina suena indicando el
inicio de la prórroga. Saca de banda un jugador del equipo contrario. Me concentro
en el partido. Solo quedan cinco minutos. Durante el primero no se mueve el
marcador. Los nervios juegan en contra de todos.
Uno de nuestros aleros falla en
una jugada. El entrador le echa una bronca por haber llegado tarde a la
asistencia. Este lo mira, resignado, y baja la cabeza. Un compañero le palmea
en el culo para animarlo, según es costumbre entre deportistas.
Hasta el minuto dos no se mueve
el marcador. Y es en contra de mi equipo. Los espectadores empiezan a gritar e
increpar al árbitro por unos pasos del jugador que había encestado, pero estos
ni se inmutan. Señalan saque de fondo y nueva jugada.
En esta ocasión, tras un par de
pases muy difíciles por la férrea defensa individual del contrario, y casi
agotados los veinticuatro segundos de posesión del balón, uno de mis jugadores
entra con fuerza para poder encestar. Pero en la línea de zona se encuentra con
una torre de dos metros y veinte centímetros con la que tropieza y cae de
espaldas, barriendo boca arriba unos centímetros del suelo de parquet. Por
suerte, el jugador contrario no ha mantenido la posición, al dar un pequeño
paso hacia atrás, y es falta en defensa. Y si no, ya está el vecino de tres
filas más adelante para recordarlo con su dulce vozarrón.
El jugador va a la línea de tiros
libres y acierta. De nuevo empate y tres minutos por jugar. Nuestro entrenador pide
tiempo muerto. Me parece que lo tenemos difícil, me sorprende el chico.
Normalmente no sigue el partido por mirar Whatsapp o Twiter. Como no espabilen,
no llegamos a la final. Y se queda mirando a la cancha.
Dos, tres, cuatro jugadas más y
vuelta al empate. Esta vez es el entrenador contrario el que pide tiempo
muerto. Queda un minuto escaso para que termine el partido. Si siguen
empatados, ¿habrá otra prórroga? Me pregunta la veterinaria. Sí, le contesto,
en baloncesto no vale el empate. A veces tengo que explicarle alguna cosa
porque aún no conoce todas las reglas del juego.
La posesión del saque es del otro
equipo. El base cruza con rapidez a campo contrario, pasa la pelota, que va de
un jugador a otro y es un alero el que, desde la línea de triple, lanza hacia
la canasta, cuando quedan dos segundos de posesión. La pelota realiza una
trayectoria impecable y entra sin apenas rozar la red.
Uno de los jugadores taronja que estaba bajo la canasta se
enfada porque dice que no han pitado una falta contra él. El jugador contrario,
que es un palmo más alto, se le acerca de forma agresiva. El nuestro contesta
igual. Acuden los demás a socorrer a los suyos y se forma un barullo en la
pista.
Con una mano, el árbitro coge la
pelota, anaranjada como un sol poniente, y la esconde a su espalda, mientras
con la otra mano intenta apaciguar los ánimos. Los jugadores, altos como cedros
del Atlas, lo rodean mientras los otros dos árbitros del partido acuden a
calmar los ánimos.
Todo el pabellón está en pie
protestando una falta que yo no he visto. El árbitro principal amenaza con una
técnica y parece que se van calmando. Se disuelve el grupo, pero se miran amenazadoramente.
Miro el marcador y calculo el tiempo. Apenas quedan dos posesiones y la
siguiente, que es nuestra, es fundamental. Si no anotan, ya podemos dar el
partido por perdido.
Saque de fondo, llegada al campo
contrario, un par de pases, seis segundos de posesión en el marcador, el
ala-pívot se atreve con un triple y falla. El rebote es para un pívot taronja que palmea y encesta. Un pitido
del árbitro que está más lejos señala falta de un defensa contrario. Será un
dos más uno.
Mis vecinas de delante se ponen
de pie. Ya no hay quien vea nada, así que también me levanto, haciendo que
todos los de detrás se vayan levantando uno tras otro como una ola. Los gritos
son absolutamente ensordecedores cuando nuestro pívot anota.
Ahora viene lo peor. El equipo
contrario tiene diecisiete segundos de posesión de balón para pensar con tranquilidad
en una jugada que les puede dar el partido y el pasaporte a la final. Todo el
pabellón patalea el suelo de las gradas metálicas haciendo un ruido tan
atronador que asustaría al más experto de los pirotécnicos. Yo también, que
para esas ocasiones suelo ponerme los zapatos con suela más ruidosa que tengo.
El base contrario hace una señal
con la mano a sus compañeros, que se mueven por debajo de la canasta. Se pasan
el balón. Están apurando el tiempo al máximo. Un alero contrario coge la pelota
y resbala de forma extraña, perdiéndola, a falta de cinco segundos para el
final del partido.
Nos volvemos a poner de pie. Un
jugador taronja la ha cogido al
vuelo. El pívot, en solitario, recorre toda la pista botando la pelota, se
eleva medio metro del suelo y machaca el aro, haciendo que la estructura de la
canasta de balancee un poco. Dos puntos. Queda un segundo en el marcador y
ganamos por dos puntos.
Los jugadores del banquillo taronja se levantan, gritando, con los
brazos en alto, abrazando al héroe del partido, que se deja querer y saluda al
público.
Mientras, en el banquillo
contrario, los jugadores tienen la expresión contrita, las toallas sobre la
cara para esconder el llanto, las cabezas gachas y los hombros hundidos.
Pero queda un segundo por jugar y
se juega. Un jugador contrario lanza el balón desde su campo con la esperanza
de que un milagro haga que entre, pero para suerte nuestra, no lo hace.
Hemos ganado el partido y estamos
en la final de la Euroliga de baloncesto, la competición europea más
importante. El pabellón salta, grita, corea el nombre del equipo y del
entrenador. Los jugadores salen a la pista, con las caras llenas de alegría,
riendo, bromeando entre ellos, dándose palmaditas en la cabeza. Hasta el
entrenador sonríe. El presidente baja desde su zona VIP y se pasea entre ellos.
El speaker repite una y otra vez que estamos en la final y dice los nombres de
los jugadores.
Diez minutos después de acabar el
partido salgo del pabellón, que aún sigue lleno. Nadie puede borrar la sonrisa
de mi cara. Ni siquiera saber que todo ha sido un sueño, que no hemos pasado de
la primera fase de la Euroliga y que volvemos a estar compitiendo en la liga
segundona del baloncesto europeo.
Aquí están las cartas de mi grupo y mías:
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