LOS FORRESTER
¿Conoces a Clyde
Forrester? Debes haber oído hablar de él, heredero del magnate del petróleo
Herbert Forrester, y recientemente desaparecido. Se rumoreaba que pronto se
pondría a la cabeza de la compañía, aún en contra del viejo cacique, y ahora
las acciones caen en picado y los precios del combustible amenazan con subir en
medio mundo.
Recordarás al
viejo filántropo de Herbert por declaraciones como la energía solar es para las
plantas, o que los peces debieron nadar más rápido cuando toneladas de crudo fueron
vertidas en el hundimiento del Black Sea. En cambio, Clyde Forrester era una
incógnita, una sombra demasiado afilada. La lucha interna por la empresa estaba
estancada. Aunque Clyde se había granjeado el apoyo de una amplia parte de la
cúpula directiva, no era suficiente. Se decía que cuando padre e hijo estaban
en la misma habitación el aire se volvía irrespirable.
Cuando comencé
la investigación veía una desaparición demasiado conveniente, ahora que he
compuesto los hechos, jamás me dejarán publicar el reportaje. Quizás ni
siquiera debería estar escribiendo estas líneas.
La noche en la
que se le vio por última vez, Clyde Forrester disfrutaba de una gala en la
azotea del Royal. Estaba apartado del resto cuando de repente se le escuchó
gritar por teléfono algo que no tenía sentido. Una palabra como Caraa o Karah.
Su expresión estaba descompuesta. Después se marchó y no se volvió a saber de
él.
Mientras tanto,
a varias manzanas de distancia, desde la última planta del Emperor, donde se
hospedaba Herbert Forrester, se realizaba una llamada a la policía. El viejo
chilló que intentaban matarle. De no ser por fuentes que prefiero preservar en
el anonimato, nadie debió saberlo nunca. Todos los registros fueron borrados,
la llamada no se produjo, la policía no estuvo allí.
Herbert había
subido a su habitación solo. Estaba registrado con un nombre falso, una
práctica habitual en él. No recibió visitas ni mensajes, aunque eso no excluía
que alguien pudiese haberse escabullido hasta su habitación sin ser visto. La
cerradura no había sido forzada. Según mi contacto, cuando los agentes
llegaron, Herbert Forrester salía de la ducha. Amenazó con dejarlos a todos sin
trabajo si no se marchaban de inmediato, él no les había llamado. Estaba
claramente ebrio. Entonces recibieron órdenes del jefe de policía de retirarse.
Aunque los agentes pudieron observar varios detalles: una botella de whisky
vacía junto a una copa, un pendiente perdido, pequeño y austero.
Herbert mantenía
a su séquito bien atado, apenas concedían entrevistas, y cuando lo hacían se
limitaban a recitar el guion establecido. Se lamentaba profundamente la
desaparición de Clyde Forrester y se ofrecían recompensas por cualquier
información que pudiese facilitar su paradero. Aparecía en los telediarios, anuncios
y periódicos de todo el mundo. No se obtenían resultados.
Sobre su última
palabra nadie sabía nada. Caraa o Karah no tenía significado, no era un nombre
tampoco un lugar. Puede que no le hubiesen escuchado bien. Trate de seguir su
rastro, pero en el momento en el que abandonó el Royal, Clyde Forrester se
desvaneció.
La descripción
del pendiente tampoco estaba conduciendo a ningún lugar. Hablar de los sucesos
del Emperor era tabú. Aparentemente no pertenecía a nadie del servicio del
hotel, y las numerosas compañeras de Herbert lucían joyas con brillo propio.
Visité la
habitación del Emperor. Ya había sido limpiada, pero necesitaba verla. Un
epítome del lujo, espacioso y resplandeciente. Alfombra de terciopelo rojo,
molduras doradas y las bebidas más selectas. Dos esculturas gemelas y
enfrentadas de un majestuoso caballo, erguido sobre las patas traseras,
conducían a una pared de cristal, un mirador de vértigo. La vista abarcaba toda
la ciudad. Cuando lo vi, me sentí caer y el ventanal caía conmigo. Me aparté a
toda prisa. Aunque apenas perceptible, la luna aún se balanceaba. Los pernos de
sujeción estaban flojos. Recordé la botella de whisky vacía. Un asesinato
encubierto como un accidente, pero algo falló. Posiblemente Herbert Forrester
fuese una de las personas con más enemigos del mundo, pero todo apuntaba en una
única dirección. Él debió llegar a mí misma conclusión, y entonces decidió que
la policía únicamente estorbaría en su ajuste de cuentas. A aproximadamente un
kilómetro, frente a mí y frente a Herbert aquella noche, el Royal se alzaba
impoluto.
Arranqué el
coche y me incorporé al tráfico. Los faros desplazaban las sombras, hasta
formar una silueta humana en el asiento trasero. Me ordenó que siguiese conduciendo,
que no me diese la vuelta. Cubría su rostro con una tela y un sombrero
inclinado.
-Otra persona desapareció aquella
noche, una de la que no se habla. La sirvienta personal de Herbert. No tiene
nombre, ni voz, ni pasado. ¡Nada! Esa chica era un títere. Herbert la
arrastraba a todas partes como el marionetista apegado a sus marionetas, y
cuando no estaba con él, simplemente dejaba de existir. Nadie sabía dónde
estaba entonces ni qué hacía, ni siquiera pensábamos en ello. Puede que ni
siquiera respirase. Ella no se movía, si Herbert no tiraba de sus hilos
invisibles. He tratado de dar con ella, pero cómo se busca una muñeca.
-¿Qué relación tenía con Clyde?
-En apariencia ninguna, pero en
ocasiones descubría a Clyde absorto en ella. La miraba como un hombre sólo
puede mirar a una mujer. Aunque quizá fuese otra cosa, la herramienta con la
que alcanzar a su padre.
-Ella debía estar en el Emperor.
¿Qué sabe de Caraa?
-No sabemos con quién hablaba porque
no utilizó su teléfono oficial. Me he devanado los sesos con la palabra sin
descubrir nada, pero cuando Herbert la escuchó, la reconoció. Estoy seguro de
que la reconoció.
Detuve el coche en un semáforo, mientras
sopesaba la información.
-Debería acudir a la policía, quizá sea
la única forma de dar con la sirvienta.
-Mis manos están atadas, ya las he
arriesgado demasiado.- Sin duda, aquel hombre ocupaba un cargo directivo en la
compañía, y si desconocía el significado de la palabra era porque no pertenecía
a ese ámbito.
-Deme un número de contacto.
No obtuve respuesta. Mi pasajero había
desaparecido. En su lugar había un sobre cerrado, dentro una foto. La chica
estaba en segundo plano, tras Herbert y otros empresarios, rígida como una estatua
sin expresión. Sus pendientes podían encajar con el perdido en el hotel.
La búsqueda de
la sirvienta fue infructuosa. Ni mis contactos, ni mis rastreadores lograron
nada. En los restaurantes que frecuentaba Herbert nadie la recordaba, y los que
lo hacían, sólo sabían que acompañaba al magnate. Preguntar por ella en el
entorno de la compañía podía ser peligroso.
El interés de
los medios por la desaparición de Clyde fue diluyéndose. Su apartamento estaba
vigilado las veinticuatro horas del día. Rondaba la zona en busca de una
oportunidad, pero temía lo que pudiesen hacerme los hombres de Herbert si
allanaba la morada. Una copia del informe de la policía y la certeza de que
allí ya no quedaba nada eran mis únicos consuelos. Se trataba de un apartamento
espacioso, alejado de lujos. Las fotos lo mostraban perfectamente ordenado,
nada parecía faltar. No dudaba de la iniciativa de Herbert Forrester, para
cuando la desaparición fue denunciada, el apartamento ya habría sido
registrado, y las pruebas robadas. Trazaba teorías en las que Clyde Forrester
construía una identidad falsa, con cuentas propias y un piso franco. Si seguían
esperándole aquí, era porque no les habían encontrado. Al menos a uno de los
dos.
La mansión
Forrester se hallaba a las afueras, rodeada de bosque. La verja se abrió y
conduje el coche por el camino de piedra hasta el edificio victoriano. Había
solicitado una entrevista con el personal de servicio con el pretexto de
escribir un reportaje sobre la vida de Clyde. Quizá sería de ayuda para
determinar su paradero. A las pocas horas el jefe de prensa de Herbert
Forrester concedía mi petición. Mordieron el anzuelo, querían lo que yo sabía.
Después de la visita guida, de alabanzas a la excelencia del señor Herbert Forrester,
nos desplazamos al salón principal. Clyde no vivió demasiado tiempo en la
mansión, aun así sólo tenían palabras buenas y vacías sobre él. Las
desavenencias entre padre e hijo fueron omitidas. No sabían nada sobre su
última palabra, mi hipótesis sobre su pertenencia al ámbito familiar fue
ignorada. Me interesé por la frecuencia con la que el personal era renovado.
Todos fueron contratados cuando el señor compró la mansión hacía ocho años, y
desde entonces nada había cambiado. Herbert Forrester sabía valorar a sus
empleados- apuntaron.
Cuando logré
arreglármelas para quedarme a solas –o
quizá así me lo permitieran-, me colé en los aposentos del magnate. Mientras
registraba, tenía la sensación de ser observado por el silencio. No había nada
que refiriese a Karah. Tras una puerta se escondía una minúscula habitación
ocupada únicamente por una cama. Olía a cerrado. Dentro del armario empotrado
colgaba sin vida una colección de vestidos de sirvienta. Todos idénticos.
Fui despedido
con cortesía, no sin referir de pasada dónde y hasta cuándo me hospedaba.
Albergaba la esperanza de que Clyde o la sirvienta contasen con al menos un
aliado en aquella casa, y tras varias horas de espera finalmente apareció. Era
una mujer joven, cargaba con bolsas de compra. No recordaba haberla visto, pero
el uniforme de criada bajo el abrigo y las miradas nerviosas aún lado y a otro
de la calle la delataban. Debíamos evitar riesgos. Hice un gesto al chico que
repartía publicidad y le entregó un panfleto y mi mensaje. Le indicaba que se
deshiciese del papel, y se tomase algo en el bar indicado. Oculto en el
servicio encontraría un micrófono y un auricular. Después debía dirigirse al
parque, sentarse sola pero a la vista.
-Tranquila, no estás hablando con
nadie, sólo piensas en tus cosas.
La criada confirmó la desaparición
de la sirvienta personal de Herbert, y que estaba con él en la ciudad la noche
que Clyde desapareció, pero no pudo aportar ni una pista sobre su identidad. No
trataban con ella, ni siquiera escuchaban a Herbert hablarle. Se comunicaban
por una suerte de telepatía o lenguaje mudo. La relación entre padre e hijo no
era únicamente de enemistad, Clyde parecía culparle de algo. Si Caraa era una
palabra del ámbito familiar debía pertenecer a la época anterior a la mansión,
de la que no se hablaba. Nadie del servicio actual pertenecía a aquella época.
Lo poco que sabía era que la hacienda donde habían vivido los Forrester había
sido puesta en venta. Allí no debía quedar nada.
La hacienda
Forrester era un solar árido con un cartel de se vende. Apenas quedaban
escombros, las hectáreas de cultivo se habían convertido en un entramado de
grietas secas. Deambule por el lugar incapaz de imaginarme vida allí, pateaba
las piedras sin encontrar nada. Las fincas cercanas estaban deshabitadas. Aquel
podría haber sido el final de mi camino.
Un lugareño me
preguntó a gritos qué hacía allí. Se había apeado de una ranchera polvorienta.
-¿Es está la finca de los Forrester?
-Lo era, y es una suerte, ¿sabe? No
tenían buena fama, la gente de por aquí preferíamos no tratar con ellos. A los
adultos les encantaba asustar a los niños con historias de terror del tipo si
te portas mal, los Forrester de raptarán y te encerrarán en sus establos,
¿sabe? Los evitábamos. No me pregunté por qué, yo entonces sólo era un chaval.
-Estoy escribiendo un reportaje
sobre la familia Forrester- dije, y le referí la reciente desaparición de
Clyde.- ¿Sabe de alguien que los conociese o que trabajase para ellos?
-El servicio provenía de la época
del abuelo Forrester, murieron todos por entonces y en los años siguientes. Los
jóvenes que contrataban no duraban mucho, recuerdo a mis padres hablar de ello.
Cada vez estaba más descuidada y solitaria. Al final parecía una casa
encantada, ¿sabe?
No reconoció a la sirvienta de la
foto, y tampoco sabía nada de la última palabra de Clyde. Me despedí, después
de agradecerle su ayuda y darle un tarjeta por si recordaba algo.
-¡Ah! ¡Espere! La vieja señora
Katlin trabajaba para ellos entonces...
Los jardines del asilo Nueva
Esperanza eran luminosos, los setos de un verde intenso estaban bien cuidados.
La taza de té temblaba en las manos de la anciana.
-Karal- me corrigió-, un caballo
espléndido. Aquello fue trágico. El señorito Clyde había regresado muy tarde,
el sol ya se había puesto sobre los árboles. El mismo cielo parecía arder con
la furia del señor Forrester. El señorito dijo que había sido culpa del
caballo, que era muy lento. Sólo era un niño. El señor le tendió una vara de
hierro.- Hace una pausa.- Los relinchos y chillidos se escuchaban en toda la
hacienda, aún recuerdo el sonido de las patas quebrándose. El caballo tendido,
resollando sangre y espuma...
-¿Clyde lo hizo?
-¿Clyde?- Enmudece, una sombra de
duda vela su mirada.- No fue Clyde, fue Emma. El señorito no se atrevía y
obligó a la niña.
Le tendí la foto de la sirvienta, se
ajustó las gafas.
-Se parece a ella, sí. Era hija de
una de las chicas de servicio con un desconocido.- Se aproxima en actitud
confidencial.- En realidad, todos sabíamos que era hija del señor. Cuando su
madre se fue, Emma se quedó en la hacienda. Clyde y ella estaban muy unidos, a
veces demasiado unidos... Pero después de aquello todo cambió, Emma cambió.- La
señora Katlin se sumerge en sí misma, y cuando vuelve a alzar la mirada está
perpleja.- Disculpe joven, ¿cómo ha dicho que se llamaba?
Imagino a Clyde
en la azotea del Royal, esperando ver a su padre caer desde una ventana del
Emperor. Emma no falló, fue incapaz de hacerlo. Clyde debió gritar la misma
palabra con la que ella había argumentado su fracaso por teléfono. No les
quedaba más opción que huir. El asesinato había rondado su mente toda la vida,
la posibilidad de fracasar tenía que estar previstas y los preparativos hechos.
Pero si quedaban pruebas estaban fuera de mi alcance.
Cada cierto
tiempo llegaba información de avistamientos en diferentes países. Viajaba solo
de un lugar a otro. A mí mismo me gustaba colaborar con la búsqueda, inventando
personajes que escribían cartas jurando haberle visto. Pero quien me preocupaba
era Emma, quizá viajase sola o junto a él, sin que nadie reparase en ella, en
la muñeca que había recobrado su humanidad.
FRASES
- Castillo en la altura.
- Muchacho que golpea con un bate al viejo caballo.
- Se abre el kiosco o tenderete. - FALTA
- Hombre desconfiado.
- Ducha fría.
- Anciano contando su dinero.
- Camarera que sirve copa.
- [Oculta] Viajero solitario.
- [Oculta] Sol se oculta entre los árboles.
- [Oculta] Caída desde la torre.
- [Oculta] Bronca por llegar tarde.
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