sábado, 10 de enero de 2015

LOS FORRESTER - Ejercicio 1 tarot

LOS FORRESTER


¿Conoces a Clyde Forrester? Debes haber oído hablar de él, heredero del magnate del petróleo Herbert Forrester, y recientemente desaparecido. Se rumoreaba que pronto se pondría a la cabeza de la compañía, aún en contra del viejo cacique, y ahora las acciones caen en picado y los precios del combustible amenazan con subir en medio mundo.
Recordarás al viejo filántropo de Herbert por declaraciones como la energía solar es para las plantas, o que los peces debieron nadar más rápido cuando toneladas de crudo fueron vertidas en el hundimiento del Black Sea. En cambio, Clyde Forrester era una incógnita, una sombra demasiado afilada. La lucha interna por la empresa estaba estancada. Aunque Clyde se había granjeado el apoyo de una amplia parte de la cúpula directiva, no era suficiente. Se decía que cuando padre e hijo estaban en la misma habitación el aire se volvía irrespirable.

Cuando comencé la investigación veía una desaparición demasiado conveniente, ahora que he compuesto los hechos, jamás me dejarán publicar el reportaje. Quizás ni siquiera debería estar escribiendo estas líneas.

La noche en la que se le vio por última vez, Clyde Forrester disfrutaba de una gala en la azotea del Royal. Estaba apartado del resto cuando de repente se le escuchó gritar por teléfono algo que no tenía sentido. Una palabra como Caraa o Karah. Su expresión estaba descompuesta. Después se marchó y no se volvió a saber de él.
Mientras tanto, a varias manzanas de distancia, desde la última planta del Emperor, donde se hospedaba Herbert Forrester, se realizaba una llamada a la policía. El viejo chilló que intentaban matarle. De no ser por fuentes que prefiero preservar en el anonimato, nadie debió saberlo nunca. Todos los registros fueron borrados, la llamada no se produjo, la policía no estuvo allí.
Herbert había subido a su habitación solo. Estaba registrado con un nombre falso, una práctica habitual en él. No recibió visitas ni mensajes, aunque eso no excluía que alguien pudiese haberse escabullido hasta su habitación sin ser visto. La cerradura no había sido forzada. Según mi contacto, cuando los agentes llegaron, Herbert Forrester salía de la ducha. Amenazó con dejarlos a todos sin trabajo si no se marchaban de inmediato, él no les había llamado. Estaba claramente ebrio. Entonces recibieron órdenes del jefe de policía de retirarse. Aunque los agentes pudieron observar varios detalles: una botella de whisky vacía junto a una copa, un pendiente perdido, pequeño y austero.

Herbert mantenía a su séquito bien atado, apenas concedían entrevistas, y cuando lo hacían se limitaban a recitar el guion establecido. Se lamentaba profundamente la desaparición de Clyde Forrester y se ofrecían recompensas por cualquier información que pudiese facilitar su paradero. Aparecía en los telediarios, anuncios y periódicos de todo el mundo. No se obtenían resultados.
Sobre su última palabra nadie sabía nada. Caraa o Karah no tenía significado, no era un nombre tampoco un lugar. Puede que no le hubiesen escuchado bien. Trate de seguir su rastro, pero en el momento en el que abandonó el Royal, Clyde Forrester se desvaneció.
La descripción del pendiente tampoco estaba conduciendo a ningún lugar. Hablar de los sucesos del Emperor era tabú. Aparentemente no pertenecía a nadie del servicio del hotel, y las numerosas compañeras de Herbert lucían joyas con brillo propio.

Visité la habitación del Emperor. Ya había sido limpiada, pero necesitaba verla. Un epítome del lujo, espacioso y resplandeciente. Alfombra de terciopelo rojo, molduras doradas y las bebidas más selectas. Dos esculturas gemelas y enfrentadas de un majestuoso caballo, erguido sobre las patas traseras, conducían a una pared de cristal, un mirador de vértigo. La vista abarcaba toda la ciudad. Cuando lo vi, me sentí caer y el ventanal caía conmigo. Me aparté a toda prisa. Aunque apenas perceptible, la luna aún se balanceaba. Los pernos de sujeción estaban flojos. Recordé la botella de whisky vacía. Un asesinato encubierto como un accidente, pero algo falló. Posiblemente Herbert Forrester fuese una de las personas con más enemigos del mundo, pero todo apuntaba en una única dirección. Él debió llegar a mí misma conclusión, y entonces decidió que la policía únicamente estorbaría en su ajuste de cuentas. A aproximadamente un kilómetro, frente a mí y frente a Herbert aquella noche, el Royal se alzaba impoluto.

Arranqué el coche y me incorporé al tráfico. Los faros desplazaban las sombras, hasta formar una silueta humana en el asiento trasero. Me ordenó que siguiese conduciendo, que no me diese la vuelta. Cubría su rostro con una tela y un sombrero inclinado.
            -Otra persona desapareció aquella noche, una de la que no se habla. La sirvienta personal de Herbert. No tiene nombre, ni voz, ni pasado. ¡Nada! Esa chica era un títere. Herbert la arrastraba a todas partes como el marionetista apegado a sus marionetas, y cuando no estaba con él, simplemente dejaba de existir. Nadie sabía dónde estaba entonces ni qué hacía, ni siquiera pensábamos en ello. Puede que ni siquiera respirase. Ella no se movía, si Herbert no tiraba de sus hilos invisibles. He tratado de dar con ella, pero cómo se busca una muñeca.
            -¿Qué relación tenía con Clyde?
            -En apariencia ninguna, pero en ocasiones descubría a Clyde absorto en ella. La miraba como un hombre sólo puede mirar a una mujer. Aunque quizá fuese otra cosa, la herramienta con la que alcanzar a su padre.
            -Ella debía estar en el Emperor. ¿Qué sabe de Caraa?
          -No sabemos con quién hablaba porque no utilizó su teléfono oficial. Me he devanado los sesos con la palabra sin descubrir nada, pero cuando Herbert la escuchó, la reconoció. Estoy seguro de que la reconoció.
            Detuve el coche en un semáforo, mientras sopesaba la información.
            -Debería acudir a la policía, quizá sea la única forma de dar con la sirvienta.
           -Mis manos están atadas, ya las he arriesgado demasiado.- Sin duda, aquel hombre ocupaba un cargo directivo en la compañía, y si desconocía el significado de la palabra era porque no pertenecía a ese ámbito.
           -Deme un número de contacto.
         No obtuve respuesta. Mi pasajero había desaparecido. En su lugar había un sobre cerrado, dentro una foto. La chica estaba en segundo plano, tras Herbert y otros empresarios, rígida como una estatua sin expresión. Sus pendientes podían encajar con el perdido en el hotel.

La búsqueda de la sirvienta fue infructuosa. Ni mis contactos, ni mis rastreadores lograron nada. En los restaurantes que frecuentaba Herbert nadie la recordaba, y los que lo hacían, sólo sabían que acompañaba al magnate. Preguntar por ella en el entorno de la compañía podía ser peligroso.
El interés de los medios por la desaparición de Clyde fue diluyéndose. Su apartamento estaba vigilado las veinticuatro horas del día. Rondaba la zona en busca de una oportunidad, pero temía lo que pudiesen hacerme los hombres de Herbert si allanaba la morada. Una copia del informe de la policía y la certeza de que allí ya no quedaba nada eran mis únicos consuelos. Se trataba de un apartamento espacioso, alejado de lujos. Las fotos lo mostraban perfectamente ordenado, nada parecía faltar. No dudaba de la iniciativa de Herbert Forrester, para cuando la desaparición fue denunciada, el apartamento ya habría sido registrado, y las pruebas robadas. Trazaba teorías en las que Clyde Forrester construía una identidad falsa, con cuentas propias y un piso franco. Si seguían esperándole aquí, era porque no les habían encontrado. Al menos a uno de los dos.

La mansión Forrester se hallaba a las afueras, rodeada de bosque. La verja se abrió y conduje el coche por el camino de piedra hasta el edificio victoriano. Había solicitado una entrevista con el personal de servicio con el pretexto de escribir un reportaje sobre la vida de Clyde. Quizá sería de ayuda para determinar su paradero. A las pocas horas el jefe de prensa de Herbert Forrester concedía mi petición. Mordieron el anzuelo, querían lo que yo sabía. Después de la visita guida, de alabanzas a la excelencia del señor Herbert Forrester, nos desplazamos al salón principal. Clyde no vivió demasiado tiempo en la mansión, aun así sólo tenían palabras buenas y vacías sobre él. Las desavenencias entre padre e hijo fueron omitidas. No sabían nada sobre su última palabra, mi hipótesis sobre su pertenencia al ámbito familiar fue ignorada. Me interesé por la frecuencia con la que el personal era renovado. Todos fueron contratados cuando el señor compró la mansión hacía ocho años, y desde entonces nada había cambiado. Herbert Forrester sabía valorar a sus empleados- apuntaron.
Cuando logré arreglármelas para quedarme a solas  –o quizá así me lo permitieran-, me colé en los aposentos del magnate. Mientras registraba, tenía la sensación de ser observado por el silencio. No había nada que refiriese a Karah. Tras una puerta se escondía una minúscula habitación ocupada únicamente por una cama. Olía a cerrado. Dentro del armario empotrado colgaba sin vida una colección de vestidos de sirvienta. Todos idénticos.

Fui despedido con cortesía, no sin referir de pasada dónde y hasta cuándo me hospedaba. Albergaba la esperanza de que Clyde o la sirvienta contasen con al menos un aliado en aquella casa, y tras varias horas de espera finalmente apareció. Era una mujer joven, cargaba con bolsas de compra. No recordaba haberla visto, pero el uniforme de criada bajo el abrigo y las miradas nerviosas aún lado y a otro de la calle la delataban. Debíamos evitar riesgos. Hice un gesto al chico que repartía publicidad y le entregó un panfleto y mi mensaje. Le indicaba que se deshiciese del papel, y se tomase algo en el bar indicado. Oculto en el servicio encontraría un micrófono y un auricular. Después debía dirigirse al parque, sentarse sola pero a la vista.
            -Tranquila, no estás hablando con nadie, sólo piensas en tus cosas.
            La criada confirmó la desaparición de la sirvienta personal de Herbert, y que estaba con él en la ciudad la noche que Clyde desapareció, pero no pudo aportar ni una pista sobre su identidad. No trataban con ella, ni siquiera escuchaban a Herbert hablarle. Se comunicaban por una suerte de telepatía o lenguaje mudo. La relación entre padre e hijo no era únicamente de enemistad, Clyde parecía culparle de algo. Si Caraa era una palabra del ámbito familiar debía pertenecer a la época anterior a la mansión, de la que no se hablaba. Nadie del servicio actual pertenecía a aquella época. Lo poco que sabía era que la hacienda donde habían vivido los Forrester había sido puesta en venta. Allí no debía quedar nada.

La hacienda Forrester era un solar árido con un cartel de se vende. Apenas quedaban escombros, las hectáreas de cultivo se habían convertido en un entramado de grietas secas. Deambule por el lugar incapaz de imaginarme vida allí, pateaba las piedras sin encontrar nada. Las fincas cercanas estaban deshabitadas. Aquel podría haber sido el final de mi camino.
Un lugareño me preguntó a gritos qué hacía allí. Se había apeado de una ranchera polvorienta.
            -¿Es está la finca de los Forrester?
         -Lo era, y es una suerte, ¿sabe? No tenían buena fama, la gente de por aquí preferíamos no tratar con ellos. A los adultos les encantaba asustar a los niños con historias de terror del tipo si te portas mal, los Forrester de raptarán y te encerrarán en sus establos, ¿sabe? Los evitábamos. No me pregunté por qué, yo entonces sólo era un chaval.
        -Estoy escribiendo un reportaje sobre la familia Forrester- dije, y le referí la reciente desaparición de Clyde.- ¿Sabe de alguien que los conociese o que trabajase para ellos?
          -El servicio provenía de la época del abuelo Forrester, murieron todos por entonces y en los años siguientes. Los jóvenes que contrataban no duraban mucho, recuerdo a mis padres hablar de ello. Cada vez estaba más descuidada y solitaria. Al final parecía una casa encantada, ¿sabe?
            No reconoció a la sirvienta de la foto, y tampoco sabía nada de la última palabra de Clyde. Me despedí, después de agradecerle su ayuda y darle un tarjeta por si recordaba algo.
            -¡Ah! ¡Espere! La vieja señora Katlin trabajaba para ellos entonces...

            Los jardines del asilo Nueva Esperanza eran luminosos, los setos de un verde intenso estaban bien cuidados. La taza de té temblaba en las manos de la anciana.
        -Karal- me corrigió-, un caballo espléndido. Aquello fue trágico. El señorito Clyde había regresado muy tarde, el sol ya se había puesto sobre los árboles. El mismo cielo parecía arder con la furia del señor Forrester. El señorito dijo que había sido culpa del caballo, que era muy lento. Sólo era un niño. El señor le tendió una vara de hierro.- Hace una pausa.- Los relinchos y chillidos se escuchaban en toda la hacienda, aún recuerdo el sonido de las patas quebrándose. El caballo tendido, resollando sangre y espuma...
            -¿Clyde lo hizo?
         -¿Clyde?- Enmudece, una sombra de duda vela su mirada.- No fue Clyde, fue Emma. El señorito no se atrevía y obligó a la niña.
            Le tendí la foto de la sirvienta, se ajustó las gafas.
          -Se parece a ella, sí. Era hija de una de las chicas de servicio con un desconocido.- Se aproxima en actitud confidencial.- En realidad, todos sabíamos que era hija del señor. Cuando su madre se fue, Emma se quedó en la hacienda. Clyde y ella estaban muy unidos, a veces demasiado unidos... Pero después de aquello todo cambió, Emma cambió.- La señora Katlin se sumerge en sí misma, y cuando vuelve a alzar la mirada está perpleja.- Disculpe joven, ¿cómo ha dicho que se llamaba?

Imagino a Clyde en la azotea del Royal, esperando ver a su padre caer desde una ventana del Emperor. Emma no falló, fue incapaz de hacerlo. Clyde debió gritar la misma palabra con la que ella había argumentado su fracaso por teléfono. No les quedaba más opción que huir. El asesinato había rondado su mente toda la vida, la posibilidad de fracasar tenía que estar previstas y los preparativos hechos. Pero si quedaban pruebas estaban fuera de mi alcance.


Cada cierto tiempo llegaba información de avistamientos en diferentes países. Viajaba solo de un lugar a otro. A mí mismo me gustaba colaborar con la búsqueda, inventando personajes que escribían cartas jurando haberle visto. Pero quien me preocupaba era Emma, quizá viajase sola o junto a él, sin que nadie reparase en ella, en la muñeca que había recobrado su humanidad.


FRASES
  • Castillo en la altura.
  • Muchacho que golpea con un bate al viejo caballo.
  • Se abre el kiosco o tenderete. - FALTA
  • Hombre desconfiado.
  • Ducha fría.
  • Anciano contando su dinero.
  • Camarera que sirve copa.
  • [Oculta] Viajero solitario.
  • [Oculta] Sol se oculta entre los árboles.
  • [Oculta] Caída desde la torre.
  • [Oculta] Bronca por llegar tarde.

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