Johny. Ejercicio del tarot, personaje
Johny Appeltree
era Español, de Toledo para ser precisos. Su verdadero nombre, como es fácil
deducir, era Juan Manzano. Johny era de familia acaudalada. Lo suficiente como
para vivir de rentas a tres bandas entre Londres, Tokio y Nueva York. Y eso era
básicamente lo que hacía.
Superada la
treintena arrastraba dos melancolías y otras tantas fustraciones, que muy a su
pesar, no eran nada originales. Eran más bien vulgares entre la gente de su
clase y carecen de interés para esta historia.
Era un chico
alto y bien parecido. Movía con elegancia un cuerpo de complexión atlética
heredado de su madre, amazona olímpica en Sidney 2000. Sin embargo, su
fortaleza física no se veía acompañada por su carácter. Débil, voluble e
inestable sería una buena manera de definirle. Las muchas mujeres que habían pasado
por su cama no serían tan amables. En cada una de ellas intentaba sofocar su
sed de amor, pero nunca llegó a sentirse verdaderamente enamorado.
Ansiaba
enamorarse perdidamente de un amor imposible. Deseaba luchar a muerte por el
beso de una amada esquiva. En cambio siempre acababa con mujeres que
deslumbradas por su atractivo, y su dinero todo sea dicho, apenas sí le
resistían un asalto. Él se engañaba. Se obligaba a estar enamorado de todas y
cada una de ellas. Tejía entonces historias bizarras y exageradamente
edulcoradas alrededor de cada relación. En apenas una semana las chicas salían
corriendo y Él acababa ahogando su melancolía en whiskey.
Después de
cada fracaso se refugiaba en Londres. Se había criado en el barrio de Camdem y
le gustaba acercarse paseando al centro. Allí solía recorrer los pasillos del
British para difuminar una melancolía con otra.
De niño había
sustituido amigos y familia por libros. Había llenado su soledad con fantasias.
Le encantaba imaginar historias entre ruinas Asirias. Se veía a las órdenes de
Napoleón descubriendo la piedra Roseta. Hacía discretas exhibiciones con
katanas imaginarias ante las armaduras de los Samurais. Pero, sin duda alguna,
su sala favorita era la de las momias.
Ahora le
costaba pensar. Estaba bebiendo sólo en un pub cerca del Museo. Lo que había
pasado los últimos tres días le tenía muy desconcertado. Estaba sumido en una
profunda confusión. Era consciente de que a veces se le iba la olla con sus
fantasías. No iba a negar que el alcohol empezaba a pasarle factura. Bastaba
con ver su cuerpo, flácidamente vulnerable a la fuerza de la gravedad. Hacía
tiempo que a todas sus parejas las llamaba cariño porque era incapaz de
recordar su nombre. Pero lo que había pasado era demasiado. ¿se había vuelto
loco?.
Repasaba
mentalmente lo sucedido. Pidió otro whiskey. Se dió cuenta de que le temblaban
las manos. Había vuelto una vez más a Londres a refugiarse y esa misma tarde
estaba vagando entre ruinas y antiguedades. Como siempre acabó dando vueltas
alrededor de las momias.
Sólo algunas
tenían nombre propio, Tamut, Katebet,... Él había rebautizado a otras que
tenían nombres muy poco sugerentes, como Gebelain man B al que llamaba “El
Yayo”. Sentía especial atracción por la momia más joven de la exposición. Una
mujer no identificada. Le atraía sobremanera el tatuaje del arcángel San
Miguel, patrón de su país, que Él sabía que aquella señora de más de 700 años
escondía debajo de las vendas. Le llamaba Mary. Se acercaba al sarcófago y en
voz baja le contaba tórridas historias de amor nacidas de su imaginación.
Aquél día hizo
lo mismo. Era ya casi hora de cerrar. Al acercarse sintió que Mary le miraba.
No era que fuera como si le mirara. Tenía ojos. Unos apagados ojos azules que
le miraban angustiados entre vendas raidas por el tiempo. Se acercó más, pero
el guardia en la puerta de la sala le amonestó con un carraspeo. Dió un paso
atrás. Volvió a mirar en el interior del sarcófago. Allí estaban los ojos. Se
desplazó hacia los pies de la momia sin dejar de mirarla. Pudó ver con toda
claridad que los ojos seguían su movimiento. Dió un salto hacia atrás. Se le
escapó un Shit!. Volvió a acercarse y le pareció que el cuerpo de aquella
señora del antiguo Egipto tenía más volumen que el que le corresponde a una
momia. Incluso diría que su pecho subía y bajaba, que respiraba. Se puso a
sudar . Un sutíl olor a alcohol le llegaba de su cuerpo. Empezó a dar una
vuelta al sarcófago nervioso. No podía dejar de mirar a aquella momia apunto de
resucitar.
En aquél
momento el guardía le recordó la hora de cierre y le invitó a ir saliendo.
Intentó decirle lo que estaba pasando, pero recordó su aroma alcohólico. No le
creería. Es más. Él dudaba de sí mismo.
Salió del
museo y se fue a beber. Estuvo pensando en lo sucedido. Tan pronto se convencía
a sí mismo de que aquello era real como de que era un paso más en su caida a
los infiernos. Se marchó a su casa ya tarde. Pese a su manifiesta embriaguez no
consiguió dormir. Tuvo pesadillas.
A la mañana
siguiente se duchó, se afeitó y se vistió decéntemente. Desayunó copiósamente y
se marchó al museo. Se acercó ansioso pero con disimulo al cuerpo de Mary. La
miró durante un rato. No tenía ojos. Su pecho permanecía inmóbil. Confundido
salió de la sala. Deambuló entre los mármoles del Partenón. Era pronto pero ya
necesitaba una copa.
A última hora
de la tarde había vuelto al Museo. El mismo guardia de la otra tarde le miró
con severidad. Apestaba a alcohol. Fue directo a la momia tatuada. Dormía
tranquila su sueño eterno. Sacudió la cabeza. El guardia le miraba sonriente.
Paseó un rato entre sarcófagos y se plantó frente a otra momia. Una de las más
antiguas de la colección. De repente su cuerpo se estremeció. Unos ojos azules
le suplicaban algo. Dió un salto hacia atrás. El guardia se había situado
detrás de Él y casi le había pisado.
Se acercó de
nuevo. Le pareció oir unos gemidos debajo de la mortaja. Quiso acercarse pero
el guardía le detuvo. Nervioso, temblando, balbuceaba una mezcla de inglés y
castellano. Cojió con fuerza al guardia por el brazo gritándole. Este le
inmobilizó con habilidad. Los pocos visitantes que había en la sala miraban
sorprendidos. Mientras el guardia le sacaba de la sala, les gritó que la momia
estaba viva, que se acercaran y lo miraran. Sudaba, pataleaba, escupía palabras
inconexas. Acudió otro guardia alarmado por los gritos. El olor a whiskey no
ayudaba a creer su historia. Le acompañaron a una salida lateral invitándole a
no volver.
Se quedó
sentado en el suelo. La espalda apoyada en un cubo de basura. Lloró
amárgamente. Se meó encima. No bebió más esa noche. Tampoco pudo dormir. No
estaba loco. No podía ser el alcohol. Decidió mantenerse sobrio.
Y había
llegado la tarde de hoy. Había vuelto al museo. Le habían dejado entrar. Otro
guardia acompañaba al de todas las tardes. Se acercó a la momia antigua,
muerta. Pasó cerca de Mary, muerta. Se asomó al interior de la momia de Katebet.
Allí estaban de nuevo los ojos azules pidiendo vivir. Retrocedió asustado. No
había bebido. Casi tropieza con el sarcófago de Tumut. Los guardias le vigilaban
de cerca. Al girarse se encontró frente a frente con otros ojos azules bajo las
vendas. Les oyó quejarse.
Lanzó un grito
y salió corriendo. No paró hasta el pub en el que ahora bebía con la cabeza
gacha mientras dudaba de su salud mental. Hacía rato que había oscurecido
cuando una persona se sentó frente a Él, al otro lado de la mesa con una
cerveza en la mano. Empezó a hablarle.
Johny, perdido
en su angustiosas reflexiones, no le
prestaba atención hasta que se dió cuenta de que era el Guardia del museo. El
que hacía el turno de tarde. Le oía hablar despacio sujetando la pinta con las dos
manos. Una voz ronca, distante. Entonces, de repente las palabras del Guardia empezaron
a materializarse en sus oidos. “Mi favorita también es Mary”. Se quedó mirando
a aquél hombre fornido que con los ojos clavados en la cerveza le confesaba ser
el Arcángel San Gabriel, que tenía una misión que cumplir, un mensaje que
entregar. Que llevaba tiempo buscando a la mujer digna de recibirlo “Pero
ninguna es virgen ...”, “putas de ojos azules” dijo conteniendo la rabia, “todas
merecen morir lentamente”.
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