lunes, 29 de diciembre de 2014

tarot, personaje

Johny. Ejercicio del tarot, personaje
Johny Appeltree era Español, de Toledo para ser precisos. Su verdadero nombre, como es fácil deducir, era Juan Manzano. Johny era de familia acaudalada. Lo suficiente como para vivir de rentas a tres bandas entre Londres, Tokio y Nueva York. Y eso era básicamente lo que hacía.
Superada la treintena arrastraba dos melancolías y otras tantas fustraciones, que muy a su pesar, no eran nada originales. Eran más bien vulgares entre la gente de su clase y carecen de interés para esta historia.
Era un chico alto y bien parecido. Movía con elegancia un cuerpo de complexión atlética heredado de su madre, amazona olímpica en Sidney 2000. Sin embargo, su fortaleza física no se veía acompañada por su carácter. Débil, voluble e inestable sería una buena manera de definirle. Las muchas mujeres que habían pasado por su cama no serían tan amables. En cada una de ellas intentaba sofocar su sed de amor, pero nunca llegó a sentirse verdaderamente enamorado.
Ansiaba enamorarse perdidamente de un amor imposible. Deseaba luchar a muerte por el beso de una amada esquiva. En cambio siempre acababa con mujeres que deslumbradas por su atractivo, y su dinero todo sea dicho, apenas sí le resistían un asalto. Él se engañaba. Se obligaba a estar enamorado de todas y cada una de ellas. Tejía entonces historias bizarras y exageradamente edulcoradas alrededor de cada relación. En apenas una semana las chicas salían corriendo y Él acababa ahogando su melancolía en whiskey.
Después de cada fracaso se refugiaba en Londres. Se había criado en el barrio de Camdem y le gustaba acercarse paseando al centro. Allí solía recorrer los pasillos del British para difuminar una melancolía con otra.
De niño había sustituido amigos y familia por libros. Había llenado su soledad con fantasias. Le encantaba imaginar historias entre ruinas Asirias. Se veía a las órdenes de Napoleón descubriendo la piedra Roseta. Hacía discretas exhibiciones con katanas imaginarias ante las armaduras de los Samurais. Pero, sin duda alguna, su sala favorita era la de las momias.
Ahora le costaba pensar. Estaba bebiendo sólo en un pub cerca del Museo. Lo que había pasado los últimos tres días le tenía muy desconcertado. Estaba sumido en una profunda confusión. Era consciente de que a veces se le iba la olla con sus fantasías. No iba a negar que el alcohol empezaba a pasarle factura. Bastaba con ver su cuerpo, flácidamente vulnerable a la fuerza de la gravedad. Hacía tiempo que a todas sus parejas las llamaba cariño porque era incapaz de recordar su nombre. Pero lo que había pasado era demasiado. ¿se había vuelto loco?.
Repasaba mentalmente lo sucedido. Pidió otro whiskey. Se dió cuenta de que le temblaban las manos. Había vuelto una vez más a Londres a refugiarse y esa misma tarde estaba vagando entre ruinas y antiguedades. Como siempre acabó dando vueltas alrededor de las momias.
Sólo algunas tenían nombre propio, Tamut, Katebet,... Él había rebautizado a otras que tenían nombres muy poco sugerentes, como Gebelain man B al que llamaba “El Yayo”. Sentía especial atracción por la momia más joven de la exposición. Una mujer no identificada. Le atraía sobremanera el tatuaje del arcángel San Miguel, patrón de su país, que Él sabía que aquella señora de más de 700 años escondía debajo de las vendas. Le llamaba Mary. Se acercaba al sarcófago y en voz baja le contaba tórridas historias de amor nacidas de su imaginación.
Aquél día hizo lo mismo. Era ya casi hora de cerrar. Al acercarse sintió que Mary le miraba. No era que fuera como si le mirara. Tenía ojos. Unos apagados ojos azules que le miraban angustiados entre vendas raidas por el tiempo. Se acercó más, pero el guardia en la puerta de la sala le amonestó con un carraspeo. Dió un paso atrás. Volvió a mirar en el interior del sarcófago. Allí estaban los ojos. Se desplazó hacia los pies de la momia sin dejar de mirarla. Pudó ver con toda claridad que los ojos seguían su movimiento. Dió un salto hacia atrás. Se le escapó un Shit!. Volvió a acercarse y le pareció que el cuerpo de aquella señora del antiguo Egipto tenía más volumen que el que le corresponde a una momia. Incluso diría que su pecho subía y bajaba, que respiraba. Se puso a sudar . Un sutíl olor a alcohol le llegaba de su cuerpo. Empezó a dar una vuelta al sarcófago nervioso. No podía dejar de mirar a aquella momia apunto de resucitar.
En aquél momento el guardía le recordó la hora de cierre y le invitó a ir saliendo. Intentó decirle lo que estaba pasando, pero recordó su aroma alcohólico. No le creería. Es más. Él dudaba de sí mismo.
Salió del museo y se fue a beber. Estuvo pensando en lo sucedido. Tan pronto se convencía a sí mismo de que aquello era real como de que era un paso más en su caida a los infiernos. Se marchó a su casa ya tarde. Pese a su manifiesta embriaguez no consiguió dormir. Tuvo pesadillas.
A la mañana siguiente se duchó, se afeitó y se vistió decéntemente. Desayunó copiósamente y se marchó al museo. Se acercó ansioso pero con disimulo al cuerpo de Mary. La miró durante un rato. No tenía ojos. Su pecho permanecía inmóbil. Confundido salió de la sala. Deambuló entre los mármoles del Partenón. Era pronto pero ya necesitaba una copa.
A última hora de la tarde había vuelto al Museo. El mismo guardia de la otra tarde le miró con severidad. Apestaba a alcohol. Fue directo a la momia tatuada. Dormía tranquila su sueño eterno. Sacudió la cabeza. El guardia le miraba sonriente. Paseó un rato entre sarcófagos y se plantó frente a otra momia. Una de las más antiguas de la colección. De repente su cuerpo se estremeció. Unos ojos azules le suplicaban algo. Dió un salto hacia atrás. El guardia se había situado detrás de Él y casi le había pisado.
Se acercó de nuevo. Le pareció oir unos gemidos debajo de la mortaja. Quiso acercarse pero el guardía le detuvo. Nervioso, temblando, balbuceaba una mezcla de inglés y castellano. Cojió con fuerza al guardia por el brazo gritándole. Este le inmobilizó con habilidad. Los pocos visitantes que había en la sala miraban sorprendidos. Mientras el guardia le sacaba de la sala, les gritó que la momia estaba viva, que se acercaran y lo miraran. Sudaba, pataleaba, escupía palabras inconexas. Acudió otro guardia alarmado por los gritos. El olor a whiskey no ayudaba a creer su historia. Le acompañaron a una salida lateral invitándole a no volver.
Se quedó sentado en el suelo. La espalda apoyada en un cubo de basura. Lloró amárgamente. Se meó encima. No bebió más esa noche. Tampoco pudo dormir. No estaba loco. No podía ser el alcohol. Decidió mantenerse sobrio.
Y había llegado la tarde de hoy. Había vuelto al museo. Le habían dejado entrar. Otro guardia acompañaba al de todas las tardes. Se acercó a la momia antigua, muerta. Pasó cerca de Mary, muerta. Se asomó al interior de la momia de Katebet. Allí estaban de nuevo los ojos azules pidiendo vivir. Retrocedió asustado. No había bebido. Casi tropieza con el sarcófago de Tumut. Los guardias le vigilaban de cerca. Al girarse se encontró frente a frente con otros ojos azules bajo las vendas. Les oyó quejarse.
Lanzó un grito y salió corriendo. No paró hasta el pub en el que ahora bebía con la cabeza gacha mientras dudaba de su salud mental. Hacía rato que había oscurecido cuando una persona se sentó frente a Él, al otro lado de la mesa con una cerveza en la mano. Empezó a hablarle.

Johny, perdido en su angustiosas reflexiones,  no le prestaba atención hasta que se dió cuenta de que era el Guardia del museo. El que hacía el turno de tarde. Le oía hablar despacio sujetando la pinta con las dos manos. Una voz ronca, distante. Entonces, de repente las palabras del Guardia empezaron a materializarse en sus oidos. “Mi favorita también es Mary”. Se quedó mirando a aquél hombre fornido que con los ojos clavados en la cerveza le confesaba ser el Arcángel San Gabriel, que tenía una misión que cumplir, un mensaje que entregar. Que llevaba tiempo buscando a la mujer digna de recibirlo “Pero ninguna es virgen ...”, “putas de ojos azules” dijo conteniendo la rabia, “todas merecen morir lentamente”.

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