EL TALISMAN.
“Es
todo lo que me queda”.
“Es
bonito. Parece auténtico”.
“Es
auténtico y antiguo, muy antiguo”.
Sostenía,
con la mano izquierda en alto, a la altura de sus ojos un hermoso colgante de
oro viejo con una piedra verde oscura engarzada en unos curiosos dibujos
geométricos. Yo diría que Azteca, Maya o de alguna otra civilización por el
estilo.
“Es un
amuleto Azteca. Ha ido sobreviviendo a mi familia generación tras generación”.
Lo dijo con un aire extra de tristeza. En aquella época, cuando nos volvimos a ver resultaba difícil estar más triste.
Estábamos
sentados en el parque cerca de la Casa de la Caridad, en el mismo banco en que
todos los días reposábamos la comida. Nos conocíamos de mucho antes. Ella era
amiga de una compañera mía de carrera y durante un tiempo salimos todos juntos.
Luego ya perdimos el contacto, hasta que nos volvimos a encontrar un día en un
banco de alimentos. De eso hacía ya más de un año. Entonces nos volvimos compañeros
inseparables. Nos movíamos por la ciudad buscando la caridad como flores que
buscan el sol.
“Mi
abuela contaba que su bisabuelo lo trajo de México. Que decía que lo había
ganado en una timba y que desde entonces había tomado parte en mil batallas y
correrías. La muerte siempre le esquivaba. Murió con 120 años de puro
aburrimiento, cansado de esperarla”. Lo dijo como queriendo evitar mis
preguntas. Nunca me lo había enseñado hasta ahora, pero tampoco era asunto mío.
Lo miraba embobado.
Aquella
mañana de invierno se agradecían los tibios rayos de sol que en la gema del
talismán arrancaban unos preciosos brillos. Elena seguía sosteniéndolo a la
altura de sus ojos. El colgante oscilaba suavemente. Si seguía así iba a acabar
creyéndome una gallina, lo que a las puertas de un lugar al que venían a comer
casi todos los necesitados de la ciudad, no dejaba de tener su peligro. De
repente lo dejó caer sobre la mano derecha que cerró en un puño.
“Quiero
venderlo ¿conoces a alguien?”. Me dijo clavando sus ojos verdes en los míos.
“algún anticuario sería lo mejor. Creo que le puedo sacar bastante pasta si es
un experto, alguien que entienda”.
“Conozco
a un tipo. Antonio, el maño, se encontró unas monedas en un contenedor y se las
llevó. Me dijo que se portó bien con Él, que tiene fama de ser generoso. Lleva
una tienda de trastos viejos en la callejuela que va a dar al claustro del
Patriarca. ¿sabes dónde?”. Afirmó con la cabeza.
“Iré
esta tarde mismo, no sea que me arrepienta”.
“Bueno
Dios proveerá” le dije de forma automática.
“Dios
ha muerto” me contestó mirando hacia ninguna parte. Se guardó el colgante en el
bolsillo. Se caló el gorro de lana y con los brazos cruzados sobre el pecho se
puso a dormir. A mi me tocaba vigilar.
Nos
volvimos a ver a la mañana siguiente. Desayunamos en el Convento de Santa
Clara. Estaba muy callada. Con los mitones puestos mojaba las galletas en el
café con leche lo justo para que no se desintegraran en su interior. Yo la
miraba. A mí me gustaba deshacerlas todas y comerme la papilla resultante con
la cucharilla. Tenía curiosidad por saber cómo le había ido con el anticuario.
No decía nada.
Luego
paseamos hasta las escaleras traseras del Cuartel de Artillería. Por allí no
pasaba un alma y daba el sol hasta la hora de ir a buscar la comida. Allí
podías leer un periódico tranquilo, daba igual del día que fuera. Algunos
tienen crucigramas y sudokus, pasatiempos. Y es que cuando se está en la calle
lo peor es el tiempo. Ocupar las horas entre mendicidad y mendicidad.
Nos
sentamos en silencio un rato; hasta que no pude más y le pregunté que qué tal.
Sacó un paquetito de jamón y un poco de pan y me los tendió con una sonrisa
esplendorosa. Estaba contenta. ¡Se la veía tan guapa!. Sus ojos me recordaron a
la piedra del colgante.
De
pronto, manejando perfectamente el tamaño de mi sonrisa se incorporó de un
salto y con un gesto teatral sacó del otro bolsillo el colgante y lo dejó
oscilar delante de mí. Ya me veía haciendo la gallina escaleras abajo.
“Ayer
me salvó la vida. No sé cómo pero la muerte me esquivó y ahora sé que pese a
todo, quiero seguir viviendo”.
“¿¿eh??”.
Ahora sonreía con toda la cara. Se sentó a mi lado y me contó una historia
fascinante.
La
tarde anterior había ido al anticuario que habíamos comentado. Al entrar le
asaltó el típico olor a viejo, a papel comido por las polillas, a muebles restaurados.
Aún resonando el eco de las campanillas de la puerta oyó voces al fondo de la
tienda. Se encaminó hacia allí.
Un
señor mayor le enseñaba algo al anticuario al que no podía ver. Era bajito y
apenas llegaba al mostrador. El señor le explicaba que necesitaba dinero
urgentemente ¿y quién no?. A Ella bastaba echarle un vistazo rápido para saber
que todo lo que necesitaba ya no era con urgencia. Se mantuvo apartada.
“Enseguida
le atiendo”. Dijo el anticuario.
“Me
sorprendió que me hablara de usted. Estaban hablando del precio y me mantuve a
cierta distancia. Estuve echando un vistazo a trastos y cachibaches. Me empané
de tal manera con con una pila de discos antiguos que el anticuario tuvo casi
que gritarme”.
Me
describió la escena, su sorpresa. Al acercarse comprobó para su vergüenza que
no era bajito, iba en silla de ruedas. Una de última generación, de las
electrónicas que suben y bajan.
“Era un
enano con la cabeza deforme, calvo. Cuando me acerqué se me quedó mirando con
la boca abierta, se le caía la baba y todo”
“Puaggg”,
se me escapó.
“Sí un
asco. Se limpió con un pañuelo. En la mano tenía tres dedos. No, no. Tenía
cinco pero el menique y el anular estaba pegados igual que el corazón y el
índice”.
El
anticuario era un ser grotesco que la miraba embobado. Ella sacó nerviosa el
colgante, le contó su historia y le preguntó que cuánto le daba. Él emitió unos
gruñidos y le hizo gestos de que lo dejara en el mostrador. Ella sabía mantener
la calma, lo justo para no salir corriendo.
Cuando
se acercó a dejar el colgante le cogió la mano, fuerte pero sin hacerle daño.
La miró de cerca durante unos segundos y la soltó. Examinó sin interés el
talismán mirándola de hito en hito. Emitía unos sonidos animales.
“Había
algo en Él, no sé, en la forma de mirarme, en los gruñidos, algo más allá de
sus malformaciones que me hacía sospechar”.
“Es
auténtico y muy antiguo. Está usted en lo cierto. Pero no me interesa”. Lo dijo
con una voz limpia, bonita. No encajaba en el personaje.
Ella se
quedó quieta unos instantes y alargó la mano para cojerlo. El anticuario la
volvió a cojer de la mano. “Pero usted sí”.
“Me
quedé muerta y si no llega a decirme lo que me dijo salgo corriendo”.
Le
soltó la mano y le pidió cinco minutos de su tiempo. Por cada minuto le daría
diez euros.
“Seguro
que puse cara de asco porque enseguida me aclaró que no era nada de lo que
pudiera estar pensando”.
“No soy
un pervertido, lo único que tengo deforme es el cuerpo”. Se le escapó una
carcajada. “Le aseguro que no bebo la sangre de mis víctimas en una copa de
plata ni asesino indigentes para usar sus órganos en rituales de brujería.
Sígame por favor”.
Con
ruiditos eléctricos guió la silla por una puerta que se escondía detrás de una
pesada cortina roja decorada con motivos de Cachemira detrás del mostrador. Elena
dudó en seguirle.
“Venga,
no tenga miedo. No la voy a sacar a bailar”. Se volvió a reir desde el otro
lado de la cortina.
Al
dejar caer la cortina Elena se encontró en lo que parecía una habitación a
caballo entre un estudio, una biblioteca y un atelier de pintura.
“Siéntese
por favor. ¿le puedo ofrecer algo de beber?”.
“Negé
con la cabeza, se me acercó y me tendió un colgante. Tenía una foto envejecida
de una mujer jóven”.
“Es mi
madre. Es el único recuerdo que me queda de Ella”.”Verá mi madre me tuvo ya
mayor. A su edad el embarazo era de riesgo y así nos fué. Ella muerta y Yo
mejor muerto”.
“Yo no
sabía qué decir. Allí sentada en una butaca del siglo pasado con aquél señor”.
El siguió.
“Mi
padre se lanzó, primero a la bedida y luego al tren. Pobre diablo. Quedó peor
que Yo”. Se volvió a reir. “Yo durante mucho tiempo odié a mi madre, hasta hoy.
Pero por favor, mire bien la foto”.
“¡Coño!”,
me dijo Elena dándose una palmada en la pierna”Era Yo!. Era clavada a mí. El
tipo me vió la cara y siguió contándome su historia”.
“Como
le iba diciendo, llevo odiando a mi madre 45 años. Todos y cada uno de los días
en que me miro las manos, o cada vez que me limpio la baba. Pero hoy, al verla,
no sé, algo en mi interior ha hecho crack. Hoy al mirarla a lo ojos me he
sentido en paz por primera vez en mi vida.”
“Quiero
pedirle un favor. Quiero que me deje ofrecerle un trabajo. Le pagaré bien”.
“Me lo
ofreció y lo he aceptado. Le he dicho que si me podías acompañar y me ha dicho
que sin problemas”
Se
quitó con cuidado el gorro de lana. No quería estropear el peinado. Un recogido
de hacía cincuenta años que tenía que llevar mientras el anticuario le haría un
retrato. La miré encandilado.
Miraba
el colgante “¿Sabes? esto no es lo único que me queda, aún tengo orgullo y
dignidad Algún día todo esta cambiará”
Las frases del tarot fueron:
Lucía un hermoso colgante Azteca
Dios ha muerto
Sabía mantener la calma
Era un homber alegre y generoso
Sostenía una cop a repleta con la sangre de
sus víctimas
Necesitaba dinero urgéntemente
La brujería se escondía detrás de sus trucos
de magia
Historia
oculta
Era necesario recurrir a la sabiduría del
ermitaño
A su edad un embarazo era de riesgo
Todo se abría ante sus ojos
Había algo en él que le hacía sospechar
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