viernes, 5 de diciembre de 2014

La bala y el tablero



La bala y el tablero.
Todo parecía normal aquella mañana de otoño. El despertador sonó como cada mañana a las 8:00. Juan se despertó, realizó su pequeña pero efectiva rutina de estiramientos frente a la cama y se dirigió a la cocina con la firme intención de desayunar. Como cada mañana se preparó su café con leche con dos cucharaditas de azúcar, ni una más ni una menos y un par de tostadas calentadas dos veces en la tostadora, a las que untaba un poco de mantequilla. Las costumbres eran importantes. Todo tenía que estar meticulosamente programado, las rutinas eran para Juan un símbolo de equilibrio, algo así como una especie de ritual zen que le aportaba cierta paz interior.

Después del desayuno, fue directo a la ducha, cinco minutos bajo el agua caliente.  Dentro y fuera. Se sentía como nuevo. Se vistió, con su camisa azul celeste y la corbata de un añil. Doble nudo Windsor, por supuesto. Una vez vestido, aseado, desayudando y estirado era hora ya de trabajar.  Encendió el ordenador y empezó a escribir. Su trabajo como  redactor en la revista de ajedrez le permitía trabajar desde casa. La gente siempre se sorprendía de su trabajo. ¿Redactor en una revista de ajedrez? ¿Hay revistas de ajedrez? ¿Pero de eso se puede vivir? Lo cierto es que sí, era un buen trabajo, tranquilo y no estaba mal pagado, además de tener la ventaja extra de permitirle estar en contacto constante con su mayor pasión: el ajedrez. Nunca había sido un gran jugador. Sí, había hecho sus pinitos en alguna que otra competición local pero jamás había destacado entre las grandes filas. Era un estudioso de los trebejos. Le apasionaban todos los elementos del juego, y esa forma que tenía de entremezclarse y evolucionar. Le encantaba estudiar a los grandes: Capablanca, Fischer, Lasker, Kaspárov…

Juan no tenía muchos amigos ciertamente, su casi obsesión por el tablero lo habían obligado a llevar una vida bastante solitaria, lo cual no es algo que a él le importara. Se sentía bien en su soledad diaria, no sentía la necesidad de buscar pareja ni la necesidad de formar una familia. Era feliz con sus libros, su revista y su partida de los viernes en el club de ajedrez.  Era una vida sencilla, sin complicaciones ni sobresaltos. O eso pensaba él.

En ese preciso instante un camión de mensajería giró por la esquina de su calle. Al llegar a la altura de su casa se detuvo, y un hombre sonriente salió con el uniforme de empresa. Hacía una buena mañana otoñal, ni frío ni calor. El hombre cogió la lista de direcciones y paquetes. Comprobó el código y cogió el paquete, cruzó la calle y se dirigió al portal de Juan. Tocó el timbre.

Juan, algo molesto por la interrupción se levantó de la silla y fue al telefonillo. No le gustaban las sorpresas ni los contratiempos. Respondió al telefonillo. Había un paquete para él. ¿Un paquete? ¿Quién podía haberle enviado un paquete? Él no había pedido ni encargado nada, y su cumpleaños era en marzo. Realmente odiaba las sorpresas. Espero al lado de la puerta con cierta impaciencia, había algo que no acababa de cuadrarle. Ese paquete no entraba en ninguno de sus esquemas mentales, era una variable nueva sin analizar, un movimiento aislado. Si había algo que siempre había odiado como jugador eran las variables que se escapaban a su plan.

El mensajero llamó a la puerta y Juan abrió casi en el acto. El paquete fue entregado con una sonrisa. Juan firmó la hoja de mala gana y cerró la puerta sin despedirse. Su cabeza estaba analizando a una velocidad muy superior a la normal. Era un paquete extraño. Sin logotipos, marcas o información de ningún tipo. Era una caja negra sin más. Abrió la caja y dentro había otra caja un poco más pequeña pero idéntica a la anterior salvo por el color: era blanca. Impaciente Juan abrió la segunda caja encontrando una caja negra idéntica a las dos anteriores salvo por la diferencia de tamaño. Era como un juego de muñecas matrioskas, esas muñecas rusas que se meten una dentro de la otra. Finalmente tras la séptima caja se encontró con algo muy diferente. Dentro de esa séptima caja, negra, había una nota y una bala de plata. En la bala estaba cuidadosamente grabado su nombre, con una grafía que a Juan le resultó extrañamente familiar. Había visto antes esas letras, pero no sabía dónde ni cuándo. Pero de todas formas ¿Qué clase de broma pesada era esa? ¿por qué iba alguien a enviarle a él una bala?

Su cabeza seguía buscando respuestas, buscando información, pero eran demasiadas incógnitas, demasiadas variables. Cogió la nota con la esperanza de encontrar ahí una solución a esta macabra adivinanza. En la nota encontró sólo una letra y dos números: 1.e4

Era el movimiento de un peón, la apertura de peón de rey clásica y que tantas variables abiertas generaba en el ajedrez. Sin saberlo, la partida había empezado.
[…]

Pablo Garrido

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