La bala y el tablero.
Todo parecía normal aquella mañana de otoño. El despertador
sonó como cada mañana a las 8:00. Juan se despertó, realizó su pequeña pero
efectiva rutina de estiramientos frente a la cama y se dirigió a la cocina con
la firme intención de desayunar. Como cada mañana se preparó su café con leche
con dos cucharaditas de azúcar, ni una más ni una menos y un par de tostadas
calentadas dos veces en la tostadora, a las que untaba un poco de mantequilla.
Las costumbres eran importantes. Todo tenía que estar meticulosamente
programado, las rutinas eran para Juan un símbolo de equilibrio, algo así como
una especie de ritual zen que le aportaba cierta paz interior.
Después del desayuno, fue directo a la ducha, cinco minutos
bajo el agua caliente. Dentro y fuera.
Se sentía como nuevo. Se vistió, con su camisa azul celeste y la corbata de un
añil. Doble nudo Windsor, por supuesto. Una vez vestido, aseado, desayudando y
estirado era hora ya de trabajar.
Encendió el ordenador y empezó a escribir. Su trabajo como redactor en la revista de ajedrez le permitía
trabajar desde casa. La gente siempre se sorprendía de su trabajo. ¿Redactor en
una revista de ajedrez? ¿Hay revistas de ajedrez? ¿Pero de eso se puede vivir?
Lo cierto es que sí, era un buen trabajo, tranquilo y no estaba mal pagado,
además de tener la ventaja extra de permitirle estar en contacto constante con
su mayor pasión: el ajedrez. Nunca había sido un gran jugador. Sí, había hecho
sus pinitos en alguna que otra competición local pero jamás había destacado entre
las grandes filas. Era un estudioso de los trebejos. Le apasionaban todos los
elementos del juego, y esa forma que tenía de entremezclarse y evolucionar. Le
encantaba estudiar a los grandes: Capablanca, Fischer, Lasker, Kaspárov…
Juan no tenía muchos amigos ciertamente, su casi obsesión
por el tablero lo habían obligado a llevar una vida bastante solitaria, lo cual
no es algo que a él le importara. Se sentía bien en su soledad diaria, no
sentía la necesidad de buscar pareja ni la necesidad de formar una familia. Era
feliz con sus libros, su revista y su partida de los viernes en el club de
ajedrez. Era una vida sencilla, sin
complicaciones ni sobresaltos. O eso pensaba él.
En ese preciso instante un camión de mensajería giró por la
esquina de su calle. Al llegar a la altura de su casa se detuvo, y un hombre
sonriente salió con el uniforme de empresa. Hacía una buena mañana otoñal, ni
frío ni calor. El hombre cogió la lista de direcciones y paquetes. Comprobó el
código y cogió el paquete, cruzó la calle y se dirigió al portal de Juan. Tocó
el timbre.
Juan, algo molesto por la interrupción se levantó de la
silla y fue al telefonillo. No le gustaban las sorpresas ni los contratiempos.
Respondió al telefonillo. Había un paquete para él. ¿Un paquete? ¿Quién podía
haberle enviado un paquete? Él no había pedido ni encargado nada, y su cumpleaños
era en marzo. Realmente odiaba las sorpresas. Espero al lado de la puerta con
cierta impaciencia, había algo que no acababa de cuadrarle. Ese paquete no
entraba en ninguno de sus esquemas mentales, era una variable nueva sin analizar,
un movimiento aislado. Si había algo que siempre había odiado como jugador eran
las variables que se escapaban a su plan.
El mensajero llamó a la puerta y Juan abrió casi en el
acto. El paquete fue entregado con una sonrisa. Juan firmó la hoja de mala gana
y cerró la puerta sin despedirse. Su cabeza estaba analizando a una velocidad
muy superior a la normal. Era un paquete extraño. Sin logotipos, marcas o
información de ningún tipo. Era una caja negra sin más. Abrió la caja y dentro
había otra caja un poco más pequeña pero idéntica a la anterior salvo por el
color: era blanca. Impaciente Juan abrió la segunda caja encontrando una caja
negra idéntica a las dos anteriores salvo por la diferencia de tamaño. Era como
un juego de muñecas matrioskas, esas muñecas rusas que se meten una dentro de
la otra. Finalmente tras la séptima caja se encontró con algo muy diferente.
Dentro de esa séptima caja, negra, había una nota y una bala de plata. En la
bala estaba cuidadosamente grabado su nombre, con una grafía que a Juan le
resultó extrañamente familiar. Había visto antes esas letras, pero no sabía
dónde ni cuándo. Pero de todas formas ¿Qué clase de broma pesada era esa? ¿por
qué iba alguien a enviarle a él una bala?
Su cabeza seguía buscando respuestas, buscando información,
pero eran demasiadas incógnitas, demasiadas variables. Cogió la nota con la
esperanza de encontrar ahí una solución a esta macabra adivinanza. En la nota
encontró sólo una letra y dos números: 1.e4.
Era el movimiento de un peón, la apertura de peón de rey
clásica y que tantas variables abiertas generaba en el ajedrez. Sin saberlo, la
partida había empezado.
[…]
Pablo Garrido
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