domingo, 7 de diciembre de 2014

MI MEJOR AMIGO



(introducción 1200 palabras)

Llegamos a Daroca a primeros de septiembre, todavía era verano aunque allí no lo parecía. Recuerdo el fastidio de llevar chaqueta obligada cuando salía por las tardes, pues la otra opción era quedarse en casa. Quedaban dos semanas para que empezara la escuela y se me antojaron eternas. Sin amigos, sin mi familia, con mis padres ocupados en las cosas del traslado, y con mi hermana pequeña detrás de mí todo el día porque a ella le pasaba lo mismo. Aunque yo estaba convencido de que su drama era menor que el mío, pues ella se entretenía con sus muñecas y no parecía necesitar nada más. Bueno, sí que necesitaba algo más, darme la paliza con su presencia, aunque en aquellas primeras tardes tuve que reconocer que estar con ella era mejor que estar solo. Así que tuve que armarme de paciencia y andar recogiendo florecitas que ella después cocinaba tras venderlas en aquel supuesto mercadillo que emanaba de su boca con toda la naturalidad del mundo. Pero no todo tenía que ser malo, en dos tardes le enseñé a manejar el balón y ahí me inventé una falsa portería, que ella, con tanta imaginación como tenía no fue capaz de visualizar, de modo que el balón se iba por todas partes menos para meterme gol. Y así, entre muñecas, comiditas, mercadillos y supuestos partidos de fútbol entre los dos, pasó la primera semana sin más altercados que nuestras propias discusiones.

El primer sábado nos fuimos con mi madre al lavadero del pueblo. Posiblemente mi madre no se las había visto nunca tan mal como en aquella ocasión. No había estado en uno en su vida, y una vez aceptado que en la nueva casa no cabía una lavadora automática, no le quedó otra que pedirnos que le ayudáramos a llevar la ropa en un balde de metal. Una vez allí, yo me moría de la vergüenza, no así la pequeña que encontró una paraíso de diversión jugando con el jabón y el agua. Para pasar lo más desapercibido posible me coloqué al final del mismo para no ser visto entre las mujeres. Y me quedé absorto mirando el agua como si hubiera querido perderme en mi reflejo. Todo estaba tranquilo, mi madre se puso a lavar sin decir ni una palabra a las otras mujeres. Ella también estaba avergonzada de lo torpe que se veía entre aquellas expertas en asuntos de trapos, tanto los de las telas como de los sucios de todo lo que acontecía en el cuartel.

De pronto llegaron los chavales que me habían estado observando toda la semana sin decirme nada. Levanté la cabeza y me los quedé mirando unos instantes, no me explico cómo pudieron soltar por su boca lo que parecía un insulto con tanta rapidez.

¡Joder! ¡Pues es verdad! ¡Tiene los ojos de gato! ¡Miau! ¡Miau! —y empezaron a repetir como un disco rayado —: ¡Ojos de gato! ¡Ojos de gato! ¡Miau! ¡Miau!

Yo me fui poniendo rojo de rabia y de incomprensión. ¿Qué importancia tenía que yo tuviera los ojos azules? ¿Acaso me estaban insultando? ¡Probablemente me estaban insultando...!

Mi madre no decía nada, seguramente a ella también le pilló de sorpresa esa observación de los chiquillos, y mi hermana, que nunca se reía de nada, empezó a dar unas carcajadas que me estaban poniendo bastante nervioso. Como los zagales no terminaban con la cancioncita, también el resto de madres empezó a reírse. Y yo, sin saber por qué, solté por mi boca lo que mi padre me había prohibido tantas veces:

¡¿Vosotros sabéis quién es mi padre?! ¡Gilipollas! Mi padre es el capitán, os vais a enterar cuando le cuente esto. ¡Imbéciles! ― y dije esto gritando tanto que no tuve que repetirlo dos veces, porque se hizo el silencio absoluto entre las mujeres, que se quedaron intimidadas al mirar a mi madre.

Como ya la había liado y el castigo no me lo quitaba ni dios, de un saltó me fui hacia ellos con la intención de partirles la cara, pero eran bastantes y las posibilidades de recibir más que de dar eran muy claras. En un momento ya me estaban rodeando mientras yo apretaba los puños. Entonces ocurrió lo que podría llamarse un milagro, uno de ellos dijo: ¡Ya basta! ¿Nos hemos vuelto locos, o qué? E inmediatamente todos se posicionaron en retirada. Yo no terminaba de creer lo que acaba de ocurrir y me preparé mentalmente para recibir del que parecía el más fuerte. Pero no fue así.

Te hemos visto jugar al fútbol y lo haces muy bien. Necesitamos un portero para este año ―nada más decir esto los otros le miraron levantando los hombre a modo de interrogación. Y sin molestarse en responderles, se dirigió a mi madre y le dijo con un tono muy serio― Señora, ¿se puede venir su hijo con nosotros al campo de fútbol?

Y así, en un momento, aquél chaval compró mi alma. Se convirtió en el mejor amigo que había tenido hasta entonces. Y aunque no me llamaron Ojos de Gato, simplemente por ser parte del equipo, Ojos Azules se quedó como mi mote en aquel lugar.

Compartiremos la portería, yo seré el titular, pero quiero que cojas mi técnica, tenemos que ganar el torneo como sea. ―y para decir esto se puso muy serio mirándome a los ojos, hipnotizado como estaba de que fueran tan azules, y dejando muy claro que estaba diciendo algo trascendente. Tanto que ninguno le rebatió el asunto. Y añadió―: Aunque sea lo último que haga en esta vida, este año tenemos que ganar el torneo.

A partir de ese momento la vida empezó a girar dentro de una portería. Nadie se explicaba por qué siendo los dos porteros no teníamos nunca trifulcas. De vez en cuando él desaparecía de nuestras vidas, se iba a Madrid una semana, a veces dos. Entonces defendía yo la portería como si él me pudiera estar mirando.

Las ausencias se fueron haciendo más largas y más continuas, al tiempo que se fue debilitando mucho. Todos sabíamos que algo iba muy mal, pero nos centramos en los partidos de fútbol por la sencilla razón de que se lo debíamos a él. Los mayores callaban cuando nos acercábamos a escuchar y, eso fue la prueba de que él no mejoraba.

Cuando faltaban quince días para el partido definitivo se tuvo que marchar muy precipitadamente. La primavera asomaba con disimulo en las tardes de juego. Y yo, sin saber el porqué, empecé a escribirle cartas diariamente contándole los pormenores de todos los asuntos que englobaban nuestras vidas. Incluso las faltas mal pitadas, las patadas de fulanito o menganito, los horarios de los entrenamientos y de los partidos, y por supuesto, todos los resultados de los equipos de la provincia.

Nunca me contestó.

El día que acabó el curso me senté en el quicio de la puerta sin ninguna alegría. Llevaba días esperando que volviera, aunque fuera más delgado o en una silla de ruedas. Pero que volviera. Teníamos previsto un montón de planes para hacer durante el verano. Todos teníamos muchas ganas de que las vacaciones fueran como me habían contado que eran en el pueblo. Seguía sentado en el portal cuando apareció mi padre desencajado. En mis ojos estaban todas las preguntas. En su silencio la respuesta. Por fin consiguió susurrar:

  • No le esperes más, hijo. No va a volver. Ha muerto.

Extendió su brazo y me entregó un cuaderno. “Diario de una portería”. Y ya solo pude que sumergirme en él, para contar su historia y continuar con la mía.

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