(introducción 1200 palabras)
Llegamos
a Daroca a primeros de septiembre, todavía era verano aunque allí
no lo parecía. Recuerdo el fastidio de llevar chaqueta obligada
cuando salía por las tardes, pues la otra opción era quedarse en
casa. Quedaban dos semanas para que empezara la escuela y se me
antojaron eternas. Sin amigos, sin mi familia, con mis padres
ocupados en las cosas del traslado, y con mi hermana pequeña detrás
de mí todo el día porque a ella le pasaba lo mismo. Aunque yo
estaba convencido de que su drama era menor que el mío, pues ella se
entretenía con sus muñecas y no parecía necesitar nada más.
Bueno, sí que necesitaba algo más, darme la paliza con su
presencia, aunque en aquellas primeras tardes tuve que reconocer que
estar con ella era mejor que estar solo. Así que tuve que armarme de
paciencia y andar recogiendo florecitas que ella después cocinaba
tras venderlas en aquel supuesto mercadillo que emanaba de su boca
con toda la naturalidad del mundo. Pero no todo tenía que ser malo,
en dos tardes le enseñé a manejar el balón y ahí me inventé una
falsa portería, que ella, con tanta imaginación como tenía no fue
capaz de visualizar, de modo que el balón se iba por todas partes
menos para meterme gol. Y así, entre muñecas, comiditas,
mercadillos y supuestos partidos de fútbol entre los dos, pasó la
primera semana sin más altercados que nuestras propias discusiones.
El
primer sábado nos fuimos con mi madre al lavadero del pueblo.
Posiblemente mi madre no se las había visto nunca tan mal como en
aquella ocasión. No había estado en uno en su vida, y una vez
aceptado que en la nueva casa no cabía una lavadora automática, no
le quedó otra que pedirnos que le ayudáramos a llevar la ropa en un
balde de metal. Una vez allí, yo me moría de la vergüenza, no así
la pequeña que encontró una paraíso de diversión jugando con el
jabón y el agua. Para pasar lo más desapercibido posible me coloqué
al final del mismo para no ser visto entre las mujeres. Y me quedé
absorto mirando el agua como si hubiera querido perderme en mi
reflejo. Todo estaba tranquilo, mi madre se puso a lavar sin decir
ni una palabra a las otras mujeres. Ella también estaba avergonzada
de lo torpe que se veía entre aquellas expertas en asuntos de
trapos, tanto los de las telas como de los sucios de todo lo que
acontecía en el cuartel.
De
pronto llegaron los chavales que me habían estado observando toda la
semana sin decirme nada. Levanté la cabeza y me los quedé mirando
unos instantes, no me explico cómo pudieron soltar por su boca lo
que parecía un insulto con tanta rapidez.
—¡Joder!
¡Pues es verdad! ¡Tiene los ojos de gato! ¡Miau! ¡Miau! —y
empezaron a repetir como un disco rayado —: ¡Ojos de gato! ¡Ojos
de gato! ¡Miau! ¡Miau!
Yo
me fui poniendo rojo de rabia y de incomprensión. ¿Qué importancia
tenía que yo tuviera los ojos azules? ¿Acaso me estaban insultando?
¡Probablemente me estaban insultando...!
Mi
madre no decía nada, seguramente a ella también le pilló de
sorpresa esa observación de los chiquillos, y mi hermana, que nunca
se reía de nada, empezó a dar unas carcajadas que me estaban
poniendo bastante nervioso. Como los zagales no terminaban con la
cancioncita, también el resto de madres empezó a reírse. Y yo, sin
saber por qué, solté por mi boca lo que mi padre me había
prohibido tantas veces:
—¡¿Vosotros
sabéis quién es mi padre?! ¡Gilipollas! Mi padre es el capitán,
os vais a enterar cuando le cuente esto. ¡Imbéciles! ― y dije
esto gritando tanto que no tuve que repetirlo dos veces, porque se
hizo el silencio absoluto entre las mujeres, que se quedaron
intimidadas al mirar a mi madre.
Como
ya la había liado y el castigo no me lo quitaba ni dios, de un saltó
me fui hacia ellos con la intención de partirles la cara, pero eran
bastantes y las posibilidades de recibir más que de dar eran muy
claras. En un momento ya me estaban rodeando mientras yo apretaba los
puños. Entonces ocurrió lo que podría llamarse un milagro, uno de
ellos dijo: ¡Ya basta! ¿Nos hemos vuelto locos, o qué? E
inmediatamente todos se posicionaron en retirada. Yo no terminaba de
creer lo que acaba de ocurrir y me preparé mentalmente para recibir
del que parecía el más fuerte. Pero no fue así.
—Te
hemos visto jugar al fútbol y lo haces muy bien. Necesitamos un
portero para este año ―nada más decir esto los otros le miraron
levantando los hombre a modo de interrogación. Y sin molestarse en
responderles, se dirigió a mi madre y le dijo con un tono muy serio―
Señora, ¿se puede venir su hijo con nosotros al campo de fútbol?
Y
así, en un momento, aquél chaval compró mi alma. Se convirtió en
el mejor amigo que había tenido hasta entonces. Y aunque no me
llamaron Ojos de Gato, simplemente por ser parte del equipo, Ojos
Azules se quedó como mi mote en aquel lugar.
—Compartiremos
la portería, yo seré el titular, pero quiero que cojas mi técnica,
tenemos que ganar el torneo como sea. ―y para decir esto se puso
muy serio mirándome a los ojos, hipnotizado como estaba de que
fueran tan azules, y dejando muy claro que estaba diciendo algo
trascendente. Tanto que ninguno le rebatió el asunto. Y añadió―:
Aunque sea lo último que haga en esta vida, este año tenemos que
ganar el torneo.
A
partir de ese momento la vida empezó a girar dentro de una portería.
Nadie se explicaba por qué siendo los dos porteros no teníamos
nunca trifulcas. De vez en cuando él desaparecía de nuestras vidas,
se iba a Madrid una semana, a veces dos. Entonces defendía yo la
portería como si él me pudiera estar mirando.
Las
ausencias se fueron haciendo más largas y más continuas, al tiempo
que se fue debilitando mucho. Todos sabíamos que algo iba muy mal,
pero nos centramos en los partidos de fútbol por la sencilla razón
de que se lo debíamos a él. Los mayores callaban cuando nos
acercábamos a escuchar y, eso fue la prueba de que él no mejoraba.
Cuando
faltaban quince días para el partido definitivo se tuvo que marchar
muy precipitadamente. La primavera asomaba con disimulo en las tardes
de juego. Y yo, sin saber el porqué, empecé a escribirle cartas
diariamente contándole los pormenores de todos los asuntos que
englobaban nuestras vidas. Incluso las faltas mal pitadas, las
patadas de fulanito o menganito, los horarios de los entrenamientos y
de los partidos, y por supuesto, todos los resultados de los equipos
de la provincia.
Nunca
me contestó.
El
día que acabó el curso me senté en el quicio de la puerta sin
ninguna alegría. Llevaba días esperando que volviera, aunque fuera
más delgado o en una silla de ruedas. Pero que volviera. Teníamos
previsto un montón de planes para hacer durante el verano. Todos
teníamos muchas ganas de que las vacaciones fueran como me habían
contado que eran en el pueblo. Seguía sentado en el portal cuando
apareció mi padre desencajado. En mis ojos estaban todas las
preguntas. En su silencio la respuesta. Por fin consiguió susurrar:
-
No le esperes más, hijo. No va a volver. Ha muerto.
Extendió
su brazo y me entregó un cuaderno. “Diario de una portería”. Y
ya solo pude que sumergirme en él, para contar su historia y
continuar con la mía.
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