domingo, 7 de diciembre de 2014

Ángeles herrantes

Por Mª Dolores García.

Quizás era demasiado temprano para que una niña de 9 años estuviese en los escalones de aquella casa el viernes 7 de octubre de 1994. Sentada con una falda de pliegues bien estirada, los pies muy juntos y los calcetines altos. Muy quieta, con las manos abrazadas a su cuerpo y la mirada perdida en el suelo, esperando en una mañana fría y gris de otoño.
Su nariz estaría helada, en sintonía con el resto de su cuerpo, que apenas cubría con un rebeca de punto gris, demasiado grande para su edad y que señalaba sin duda el hacer de una madre.  
Su melena lisa de color castaño, se peleaba con 2 horquillas, en un intento de seguir al viento de la calle. Pero aunque lo hubiera conseguido, nada hubiera podido tapar esos dos grandes ojos de color miel, que atravesarían la puerta más robusta del alma más cerrada. Quizás como los ojos de cualquier niño.
En aquella ocasión parecían no estar mirando nada en concreto, sólo dejando que el viento agitase su cabello y se llevase muy lejos de ese lugar sus pensamientos. Parecía como si hubiese estado ahí desde siempre y puede que fuera así.
Calle Albacete número 11, o lo que es lo mismo, la casa del señor Notario, una de las personas más adineradas e influyente del pueblo. Un señor triste y callado que había perdido a su mujer hacía años y que tenía dos hijos.

Si Matilde, la vecina de la puerta de enfrente, se hubiese asomado a la empinada calle de adoquines rojos donde vivía, una de las más bonitas de todo el pueblo según muchos, se hubiese preguntado qué pasaba. No hubiese tardado más de un segundo en llegar a la conclusión de que se habría escapado, como tantas otras veces, para jugar con el hijo pequeño del notario. Siempre andaban juntos correteando por todo el pueblo, haciendo diabluras.
-¡Qué niña tan extraña! pensaba cada vez que la veía, ¡qué niña tan extraña!
Su familia era del pueblo de toda la vida, o por lo menos el padre, que trabajaba como contable para no sé qué empresa de pantalones. Parece ser que siempre andaba muy ocupado. De la madre no sabía gran cosa. Raramente se dejaban ver por aquella zona ya que vivían en un pequeño piso en la rambla, la niña iba y venía sola.  En una ocasión vino a recogerla una mujer alta, delgada y rubia que supuso sería la madre. Aquella vez le habían enviado el aviso con el recadero de la tienda de ultramarinos de la esquina, de que la pequeña estaba en la casa del notario con un pequeño descalabro.  El chico volvió encantado porque parece ser que le dieron una buena propina. Habría que avisarles de nuevo. Mira que escaparse a esas horas…
Cualquier extraño que por casualidad hubiese pasado de buena mañana por aquella pequeña calle de blancas paredes, enormes portones y ventanas con rejas y geranios rojos, hubiese pensado que estaba esperando para ir a la escuela temprano.  O quizás no la hubiera ni visto, pues del frío, había cogido el mismo color que las paredes. Pálida y quieta, parecía formar parte ya de las escaleras en las que llevaría sentada casi dos horas.   
Quizás si alguien le hubiera  preguntado, hubiéramos podido saber qué era lo que estaba esperando en aquel lugar. Y digo quizás porque no era del todo seguro, ella no hablaba con desconocidos, tampoco lo solía hacer con conocidos, no hablaba mucho en general. Puede que sí fuera extraña, pues sustituía las palabras con miradas, miradas largas y directas que parecían ver dentro de cada uno. Suponía que por eso muchas personas, mayores y no tan mayores, evitaban tener contacto con ella.
Pero nadie pasaba por aquella empinada calle de adoquines rojos, sólo el viento que traía el silencio de una ciudad que duerme. Sin duda fue lo mejor, así nadie trataría de moverla de aquellos escalones. De hecho ese día nadie hubiera podido hacerlo.

El viento atrapó el eco de unos pasos gastados y su cuerpo recordó que tenía frío al intentar moverse. Cerrando los ojos levantó su cara fina y pálida para apuntar hacia un sol intermitente que se dejaba ver tímidamente entre dos tejados antes de incorporarse y mirar.
Unos segundos después vio, lo que sin duda era, la silueta de un hombre girando la esquina. Iba encorvado y totalmente de negro. Al empezar a subir la cuesta vio que caminaba muy despacio. Nunca antes había visto a alguien sufrir aquella cuesta de ese modo, parecía desplomarse a cada paso…
Pero a  pesar de las manos moradas por el frío, del dolor de estómago que llevaba un tiempo ignorando y del cansancio de estar allí durante horas, no se movió. No fue cuesta abajo gritando o corriendo, esperó pacientemente a que aquella sombra se fuera acercando poco a poco mirando expectante cada paso con sus grandes ojos color miel.
El señor notario en silencio llegó a los escalones de su casa, metió la mano en el bolsillo y saco una pesada llave dorada que introdujo lentamente en la cerradura de hierro.
“Vete a casa” dijo por fin con tono apagado y triste,  apoyándose en la puerta para evitar caerse.
Y en ese instante supo que, todo lo que había oído esa noche en su casa, era cierto.


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