jueves, 4 de diciembre de 2014

La noche del fin del mundo

Abres los ojos cuando ya está oscureciendo. A través de la ventana, observas las siluetas oscurecidas de los edificios que se recortan sobre los últimos rescoldos de claridad azul. Te sientes desorientado en la penumbra de una hora indeterminada. Podrías seguir así el resto de tus días, tendido de lado sobre la cama, escuchando el monótono sonido de las manecillas del reloj, tic, tac, tic, tac. La cabeza te duele, todavía muy poco, pero irá a peor si no te levantas. La carne agotada se rebela; los brazos y las piernas te pesan como si no fueran tuyos; parece que estuvieras intentado mover un cuerpo desmayado. Con desgana, hundes los codos en el colchón y te incorporas hasta descansar la espalda en la cabecera de la cama. Echas un vistazo al despertador, que se esconde inoportunamente tras la lámpara de la mesilla. Para no levantarte haces con el cuello un incómodo escorzo. Es tarde. Has dormido casi todo el día. Lo último que recuerdas de esta mañana son las mismas manecillas del reloj marcando la hora en que comenzaba el último examen de la carrera. A ese instante habías llegado desgranando la noche minuto a minuto, abstraído en las formas caprichosas que las volutas de humo de los cigarrillos dibujaban sobre tu cabeza. Fue la noche más larga de tu vida. Ser consciente de la deserción del examen te hizo sentir un ligero remordimiento rápidamente desvanecido, quizá la última reliquia de un pasado cuyos lazos habían empezado a desvanecerse. En la oscuridad de los párpados cerrados, proyectaste la imagen del aula repleta y el lugar que tú deberías ocupar, vacío, como una cicatriz que desfiguraba el mosaico de cráneos inclinados sobre las mesas. Todo te parecía un esfuerzo inútil. Luego vino el sueño.
Han pasado muchas horas. Se te ocurre, mientras tu cuerpo vuelve lentamente del sueño, que el aula estará ahora sumida en la oscuridad, bañada en un silencio de sepulcro, sin que en ella quede rastro de la efervescencia que la invadió esta mañana, ni de la tristeza que cada alumno dejó tras de sí al abandonarla.
Con un movimiento pesado y perezoso, tanteas con la mano la mesilla hasta encontrar el paquete de tabaco que dejas sobre el pecho. Tras un breve vistazo al contenido, más menguado de lo que recordabas, haces aparecer, con dos golpes certeros de tu índice, un cigarrillo que apresas con los labios. Después lo mantienes allí, colgado, desafiando el precipicio de tu boca, preparado para su muerte lenta y volátil. De nuevo extiendes el brazo en busca del encendedor, pero no lo encuentras. Amargamente, te acuerdas de que esta mañana cayó al suelo cuando encendiste el último pitillo antes de dormir. Con desgana, devuelves el cigarrillo al paquete y lo dejas en la mesilla. Desistes de tu intento de fumar.
Suena el teléfono. El timbre desgarra el silencio; lo ocupa todo, llena el aire, rebota contra las paredes, te horada el cerebro. Cada repetición la sientes como una punzada. Al otro lado de la línea intuyes la amenaza de voces conocidas y preguntas para las que no tienes respuesta. Cada segundo se demora, queda suspendido como una nube, prolongando el tormento. Bruscamente, se hace el silencio, pero el eco de la llamada sigue palpitando un instante en tus oídos. Necesitas un cigarrillo. Sin ánimo para buscar el encendedor, observas tu cuerpo sobre la cama, enmarcado en la blancura de las sábanas, y te ves como un náufrago que descansa sobre una balsa, exhausto, aferrado a la frágil seguridad de su pequeño rectángulo frente a la inquietante calma que le rodea. Esa fantasía de océano invisible, te hace levantar la cabeza buscando la inmensidad del cielo, pero sólo encuentras la bóveda de un firmamento sin estrellas y la figura que la luz exterior dibuja en el techo al atravesar la ventana, luciendo como una luna triste y deformada. A intervalos regulares, los violentos fogonazos de un neón colgado en la fachada empiezan a invadir aquel trapecio anaranjado, tiñéndolo de un rojo intenso. Cuentas mentalmente los segundos entre los destellos de luz,... uno, dos, tres. Fuera, la ciudad tampoco duerme. El murmullo de la noche se desliza por la ventana, tejiendo un sonido incomprensible y próximo, el susurro de un mar urbano apenas alterado por algún grito anónimo y distante.
El cuello empieza a molestarte. Te incorporas perezosamente, sentándote en el borde de la cama. En la planta de los pies sientes el frío de las baldosas y la forma de un objeto extraño: el encendedor. Lo recoges con gesto cansado y enciendes un pitillo. Delante de tus ojos, la llama del encendedor baila su danza macabra de luz y muerte. Sobre la mesilla, repleto de colillas, hay un viejo cenicero metálico de una marca de vermut en el que echas las cenizas. La imagen de ese cementerio abarrotado de esqueletos sucios y retorcidos te asquea.
Una imperativa necesidad física te obliga a levantarte e ir al cuarto de baño. Mientras vacías la vejiga, escuchas el estrépito de los dos líquidos que chocan, y te parece que es el sonido más triste que has escuchado en tu vida. Después, siguiendo un ritual narcisista, buscas tu imagen en el fondo del espejo, y tienes la extraña sensación de ver un extraño, de no reconocerte en ese rostro reflejado delante de ti; tus facciones no son más que los contornos de una máscara tras la que te escondes para sobrevivir, para relacionarte y fingir, como haces todos los días, como vienes haciendo desde hace mucho tiempo.
La saliva, densa, se pega a tu lengua y la boca te sabe a tabaco. Quieres beber un poco de agua, pero la nevera está desoladoramente vacía. No te queda más remedio que echar mano del agua del grifo y su repugnante sabor. No la tragas, sólo te enjuagas con ella. De vuelta al dormitorio contemplas la sordidez de la cama deshecha. Ya no te apetece acostarte sobre esa sábana tibia, amontonada a un lado en un cúmulo amorfo de arrugas y pliegues, ni descansar la cabeza en las almohadas que aún conservan el molde de tu nuca. La noche es calurosa. Un sudor pegajoso te cubre la piel. El aire, húmedo y cálido como un aliento, es tan pesado que cuesta respirar. Lo puedes sentir adherirse a las paredes y reposar sobre los objetos con la indolencia de una niebla viscosa.

La habitación te parece cada vez más pequeña, como si encogiera. Acudes a la ventana buscando el alivio de un soplo de brisa. La ciudad está sumida en la noche. La luz de las farolas se diluye en el aire, dando a todos los colores un matiz anaranjado. Necesitas salir fuera y dar un paseo, destilar tus pensamientos en la soledad de las calles y descubrir otra realidad, la que existe en la esencia de la ciudad dormida. De la silla tomas unos pantalones y una camisa arrugada y te vistes. Ya nada se interpone entre tú y el secreto de una noche.

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