Abres
los ojos cuando ya está oscureciendo. A través de la ventana, observas las
siluetas oscurecidas de los edificios que se recortan sobre los últimos
rescoldos de claridad azul. Te sientes desorientado en la penumbra de una
hora indeterminada. Podrías seguir así el resto de tus días, tendido de lado
sobre la cama, escuchando el monótono sonido de las manecillas del reloj, tic,
tac, tic, tac. La cabeza te duele, todavía muy poco, pero irá a peor si no te
levantas. La carne agotada se rebela; los brazos y las piernas te pesan como si
no fueran tuyos; parece que estuvieras intentado mover un cuerpo desmayado. Con
desgana, hundes los codos en el colchón y te incorporas hasta descansar la espalda
en la cabecera de la cama. Echas un vistazo al despertador, que se esconde
inoportunamente tras la lámpara de la mesilla. Para no levantarte haces con el
cuello un incómodo escorzo. Es tarde. Has dormido casi todo el día. Lo último
que recuerdas de esta mañana son las mismas manecillas del reloj marcando la
hora en que comenzaba el último examen de la carrera. A ese instante habías
llegado desgranando la noche minuto a minuto, abstraído en las formas
caprichosas que las volutas de humo de los cigarrillos dibujaban sobre tu
cabeza. Fue la noche más larga de tu vida. Ser consciente de la deserción del examen te
hizo sentir un ligero remordimiento rápidamente desvanecido, quizá la última
reliquia de un pasado cuyos lazos habían empezado a desvanecerse. En la
oscuridad de los párpados cerrados, proyectaste la imagen del aula repleta y el
lugar que tú deberías ocupar, vacío, como una cicatriz que desfiguraba el
mosaico de cráneos inclinados sobre las mesas. Todo te parecía un esfuerzo
inútil. Luego vino el sueño.
Han
pasado muchas horas. Se te ocurre, mientras tu cuerpo vuelve lentamente del
sueño, que el aula estará ahora sumida en la oscuridad, bañada en un silencio
de sepulcro, sin que en ella quede rastro de la efervescencia que la invadió
esta mañana, ni de la tristeza que cada alumno dejó tras de sí al abandonarla.
Con
un movimiento pesado y perezoso, tanteas con la mano la mesilla hasta encontrar
el paquete de tabaco que dejas sobre el pecho. Tras un breve vistazo al contenido,
más menguado de lo que recordabas, haces aparecer, con dos golpes certeros de
tu índice, un cigarrillo que apresas con los labios. Después lo mantienes
allí, colgado, desafiando el precipicio de tu boca, preparado para su muerte
lenta y volátil. De nuevo extiendes el brazo en busca del encendedor, pero no
lo encuentras. Amargamente, te acuerdas de que esta mañana cayó al suelo cuando
encendiste el último pitillo antes de dormir. Con desgana, devuelves el
cigarrillo al paquete y lo dejas en la mesilla. Desistes de tu intento de
fumar.
Suena
el teléfono. El timbre desgarra el silencio; lo ocupa todo, llena el aire,
rebota contra las paredes, te horada el cerebro. Cada repetición la sientes
como una punzada. Al otro lado de la línea intuyes la amenaza de voces
conocidas y preguntas para las que no tienes respuesta. Cada segundo se demora,
queda suspendido como una nube, prolongando el tormento. Bruscamente, se hace
el silencio, pero el eco de la llamada sigue palpitando un instante en tus
oídos. Necesitas un cigarrillo. Sin ánimo para buscar el encendedor, observas
tu cuerpo sobre la cama, enmarcado en la blancura de las sábanas, y te ves como
un náufrago que descansa sobre una balsa, exhausto, aferrado a la frágil
seguridad de su pequeño rectángulo frente a la inquietante calma que le rodea. Esa
fantasía de océano invisible, te hace levantar la cabeza buscando la inmensidad
del cielo, pero sólo encuentras la bóveda de un firmamento sin estrellas y la
figura que la luz exterior dibuja en el techo al atravesar la ventana, luciendo
como una luna triste y deformada. A intervalos regulares, los violentos
fogonazos de un neón colgado en la fachada empiezan a invadir aquel trapecio anaranjado,
tiñéndolo de un rojo intenso. Cuentas mentalmente los segundos entre los
destellos de luz,... uno, dos, tres. Fuera, la ciudad tampoco duerme. El murmullo
de la noche se desliza por la ventana, tejiendo un sonido incomprensible y
próximo, el susurro de un mar urbano apenas alterado por algún grito anónimo y
distante.
El cuello
empieza a molestarte. Te incorporas perezosamente, sentándote en el borde de la
cama. En la planta de los pies sientes el frío de las baldosas y la forma de un
objeto extraño: el encendedor. Lo recoges con gesto cansado y enciendes un
pitillo. Delante de tus ojos, la llama del encendedor baila su danza macabra de
luz y muerte. Sobre la mesilla, repleto de colillas, hay un viejo cenicero
metálico de una marca de vermut en el que echas las cenizas. La imagen de ese
cementerio abarrotado de esqueletos sucios y retorcidos te asquea.
Una imperativa
necesidad física te obliga a levantarte e ir al cuarto de baño. Mientras vacías
la vejiga, escuchas el estrépito de los dos líquidos que chocan, y te parece
que es el sonido más triste que has escuchado en tu vida. Después, siguiendo un
ritual narcisista, buscas tu imagen en el fondo del espejo, y tienes la extraña
sensación de ver un extraño, de no reconocerte en ese rostro reflejado delante
de ti; tus facciones no son más que los contornos de una máscara tras la que te
escondes para sobrevivir, para relacionarte y fingir, como haces todos los días,
como vienes haciendo desde hace mucho tiempo.
La saliva, densa,
se pega a tu lengua y la boca te sabe a tabaco. Quieres beber un poco de agua,
pero la nevera está desoladoramente vacía. No te queda más remedio que echar
mano del agua del grifo y su repugnante sabor. No la tragas, sólo te enjuagas
con ella. De vuelta al dormitorio contemplas la sordidez de la cama deshecha.
Ya no te apetece acostarte sobre esa sábana tibia, amontonada a un lado en un
cúmulo amorfo de arrugas y pliegues, ni descansar la cabeza en las almohadas
que aún conservan el molde de tu nuca. La noche es calurosa. Un sudor pegajoso
te cubre la piel. El aire, húmedo y cálido como un aliento, es tan pesado que
cuesta respirar. Lo puedes sentir adherirse a las paredes y reposar sobre los
objetos con la indolencia de una niebla viscosa.
La habitación te
parece cada vez más pequeña, como si encogiera. Acudes a la ventana buscando el
alivio de un soplo de brisa. La ciudad está sumida en la noche. La luz de las
farolas se diluye en el aire, dando a todos los colores un matiz anaranjado. Necesitas
salir fuera y dar un paseo, destilar tus pensamientos en la soledad de las
calles y descubrir otra realidad, la que existe en la esencia de la
ciudad dormida. De la silla tomas unos pantalones y una camisa arrugada y te
vistes. Ya nada se interpone entre tú y el secreto de una noche.
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