sábado, 6 de diciembre de 2014

Color

Otra tarde que pasaba sin pena ni gloria en mi cocina, arrugando el papel del bocata de mi "pequeñajo". El cansancio inundaba todo mi ser, los párpados me pesaban y sólo quería descansar. A pesar de mi fatiga acumulada durante todo el día siempre encontraba fuerzas al ver esa luz que me transmitía al verle. Esa luz rojiza llena de fuerza y potencia y con esas ganas de vivir que tiene.
Es bonito observarle desde el marco de la puerta de su habitación. Se le ve feliz y centelleante en ese mundo paralelo en el que viven los niños, ese mundo sin preocupaciones donde el pasárselo bien es lo más importante. Disfruto viéndole, es cálido y energético, es como mi color favorito.
Me río al ver que ha heredado de mí esa manía de llegar tarde a todos los sitios y seguro que a su amigo le tocará esperarle una vez más. Su amigo tan correcto, tan formal y tan preciso y el tan opuesto a él. Son muy bueno amigos y a pesar de lo pequeños que son, saben valorar esa amistad que tienen.
Ya sale mi color por la puerta y como  siempre me toca ir detrás recordándole que se deja el bocadillo. Vuelve corriendo, lo coge y se despide dándome un entrañable besito en la mejilla. Veo como su mochila le lleva a él y lo cuida, ella tan grande y él tan pequeño con sus pasos cortos pero rápidos.
Cierro la puerta y me dispongo a dedicarme a mí, a sentir cómo me abraza el sofá y me sumerjo en sus cojines. A navegar entre sueños, a dejarme llevar por la marea, a sentir ese azul, esa paz. Es uno de los mejores momentos del día.
Cuando ya estoy rozando el séptimo cielo, el maldito teléfono canta mi canción favorita. Y a pesar de que sea mi canción preferida consigo odiarla durante unos instantes por despertarme así de golpe, por no dejarme seguir surcando las nubes.
Mi voz somnolienta contesta a la llamada y resultó ser  la madre del amigo de mi color predilecto. Su voz seria y rota consiguió despertarme por completo al decirme que su color preferido se había ahogado para siempre, que no volvería a verle más y que su vida se había apagado.
La voz quebrada de ella se clavó en mis entrañas como un ancla se engancha en el fondo del mar. Esa voz…esa voz tan profunda y rota…esa voz. Y es que quién no se rompería tras saber que el color de su vida, tan pequeño, tan frágil, tan tuyo… se ha desvanecido como si nada. Diez años de amor arrancados de cuajo sin ninguna piedad y tú debes continuar, mantener esa compostura que te caracteriza.
Mientras por la calle la vida pasa como un huracán y yo con el corazón en un puño me enfrento a él. Imaginarme la imagen de mi color en el banco de siempre, sólo y esperando con la inocencia característica de un niño de diez años se me venía el mundo encima. Cómo contarle que dejara de esperar, que su amigo no iba a poder ir ahora… ni ahora ni nunca más mejor dicho.
Mis ojos se inundaban al sentir pasar esos pensamientos por mi cabeza. ¿Por qué la vida es tan cruel en algunas ocasiones? Empezar a vivir en blanco y negro debe ser la peor sensación del mundo y más cuando has visto la belleza de todos los colores. Y es que las comparaciones son fáciles de hacer una vez que has probado la perfección y sobrevivir a eso va a suponer un reto enorme para su familia. Intento empatizar con esa familia tan rota, tan apagada de repente pero no consigo imaginarme una vida sin mi color, todo perdería su sentido.
Y allí estaba esperando en su lado del banco con los pies colgando, con su impaciencia y consciente de que ya no llegaba a su clase de natación. Sonríe y viene a darme explicaciones de por qué no ha ido a clase  y que no sabía dónde estaba su amigo. Al oírle mencionar a su amigo un nudo en la garganta empieza a ahogarme y no me permite contestarle. Le quito la mochila y comenzamos el regreso a casa.
Al cabo de unos minutos, tomo aire y comienzan a subir palabras entrecortadas por mi garganta. Esa batalla entre lo que me decía el corazón y lo que me decía la cabeza me estaba amargando. Sentía que se lo tenía que contar, era su amigo, su fiel compañero, qué excusa le iba a poner… Pero no,  tan sólo tiene diez años, no sé cómo lo iba a asimilar, ni cómo iba a reaccionar. No quería que ese rojo tan fuerte, tan vivaz… perdiese ni un gramo de su pigmento pero tampoco podía engañar a alguien que alumbra mi día a día.
Por fin conseguí articular palabra y ya le dije que no volviera a esperar más a su amigo, que no iba a volver, se había perdido en un mundo lleno de sombras del que jamás saldría. El pequeño color me miró intentando entender qué quería decirle.
Cuando consiguió percibirlo, se echó a llorar y a gritar como quién pierde lo que más quiere en el mundo. Él era consciente de que nadie llenará el vacío que deja su amigo dentro de él, que no iba a volver a compartir momentos con él y que se había ido sin decir adiós siquiera.
Me sentía fatal pero de no habérselo dicho, mi conciencia no me hubiera dado descanso. El alma se me partía en pedazos, lo cogí y lo abracé. Lo abracé como si no hubiera mañana, mi jersey azul secaba sus lágrimas y le susurré al oído lo mucho que le quería. El pequeño Marcos estaba dolido pero no era consciente de lo doloroso que es perder a tu color favorito, a tu hijo,… supongo que con los años lo entendería.

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