Otra tarde que pasaba sin pena ni
gloria en mi cocina, arrugando el papel del bocata de mi "pequeñajo". El
cansancio inundaba todo mi ser, los párpados me pesaban y sólo quería
descansar. A pesar de mi fatiga acumulada durante todo el día siempre encontraba
fuerzas al ver esa luz que me transmitía al verle. Esa luz rojiza llena de
fuerza y potencia y con esas ganas de vivir que tiene.
Es bonito observarle desde el
marco de la puerta de su habitación. Se le ve feliz y centelleante en ese mundo
paralelo en el que viven los niños, ese mundo sin preocupaciones donde el
pasárselo bien es lo más importante. Disfruto viéndole, es cálido y energético,
es como mi color favorito.
Me río al ver que ha heredado de
mí esa manía de llegar tarde a todos los sitios y seguro que a su amigo le
tocará esperarle una vez más. Su amigo tan correcto, tan formal y tan preciso y
el tan opuesto a él. Son muy bueno amigos y a pesar de lo pequeños que son,
saben valorar esa amistad que tienen.
Ya sale mi color por la puerta y
como siempre me toca ir detrás
recordándole que se deja el bocadillo. Vuelve corriendo, lo coge y se despide dándome
un entrañable besito en la mejilla. Veo como su mochila le lleva a él y lo
cuida, ella tan grande y él tan pequeño con sus pasos cortos pero rápidos.
Cierro la puerta y me dispongo a
dedicarme a mí, a sentir cómo me abraza el sofá y me sumerjo en sus cojines. A
navegar entre sueños, a dejarme llevar por la marea, a sentir ese azul, esa
paz. Es uno de los mejores momentos del día.
Cuando ya estoy rozando el
séptimo cielo, el maldito teléfono canta mi canción favorita. Y a pesar de que
sea mi canción preferida consigo odiarla durante unos instantes por despertarme
así de golpe, por no dejarme seguir surcando las nubes.
Mi voz somnolienta contesta a la
llamada y resultó ser la madre del amigo
de mi color predilecto. Su voz seria y rota consiguió despertarme por completo
al decirme que su color preferido se había ahogado para siempre, que no
volvería a verle más y que su vida se había apagado.
La voz quebrada de ella se clavó
en mis entrañas como un ancla se engancha en el fondo del mar. Esa voz…esa voz
tan profunda y rota…esa voz. Y es que quién no se rompería tras saber que el
color de su vida, tan pequeño, tan frágil, tan tuyo… se ha desvanecido como si
nada. Diez años de amor arrancados de cuajo sin ninguna piedad y tú debes
continuar, mantener esa compostura que te caracteriza.
Mientras por la calle la vida
pasa como un huracán y yo con el corazón en un puño me enfrento a él. Imaginarme
la imagen de mi color en el banco de siempre, sólo y esperando con la inocencia
característica de un niño de diez años se me venía el mundo encima. Cómo
contarle que dejara de esperar, que su amigo no iba a poder ir ahora… ni ahora
ni nunca más mejor dicho.
Mis ojos se inundaban al sentir
pasar esos pensamientos por mi cabeza. ¿Por qué la vida es tan cruel en algunas
ocasiones? Empezar a vivir en blanco y negro debe ser la peor sensación del
mundo y más cuando has visto la belleza de todos los colores. Y es que las
comparaciones son fáciles de hacer una vez que has probado la perfección y
sobrevivir a eso va a suponer un reto enorme para su familia. Intento empatizar
con esa familia tan rota, tan apagada de repente pero no consigo imaginarme una
vida sin mi color, todo perdería su sentido.
Y allí estaba esperando en su
lado del banco con los pies colgando, con su impaciencia y consciente de que ya
no llegaba a su clase de natación. Sonríe y viene a darme explicaciones de por
qué no ha ido a clase y que no sabía
dónde estaba su amigo. Al oírle mencionar a su amigo un nudo en la garganta
empieza a ahogarme y no me permite contestarle. Le quito la mochila y
comenzamos el regreso a casa.
Al cabo de unos minutos, tomo
aire y comienzan a subir palabras entrecortadas por mi garganta. Esa batalla
entre lo que me decía el corazón y lo que me decía la cabeza me estaba
amargando. Sentía que se lo tenía que contar, era su amigo, su fiel compañero,
qué excusa le iba a poner… Pero no, tan
sólo tiene diez años, no sé cómo lo iba a asimilar, ni cómo iba a reaccionar.
No quería que ese rojo tan fuerte, tan vivaz… perdiese ni un gramo de su
pigmento pero tampoco podía engañar a alguien que alumbra mi día a día.
Por fin conseguí articular
palabra y ya le dije que no volviera a esperar más a su amigo, que no iba a
volver, se había perdido en un mundo lleno de sombras del que jamás saldría. El
pequeño color me miró intentando entender qué quería decirle.
Cuando consiguió percibirlo, se
echó a llorar y a gritar como quién pierde lo que más quiere en el mundo. Él
era consciente de que nadie llenará el vacío que deja su amigo dentro de él, que
no iba a volver a compartir momentos con él y que se había ido sin decir adiós
siquiera.
Me sentía fatal pero de no habérselo
dicho, mi conciencia no me hubiera dado descanso. El alma se me partía en
pedazos, lo cogí y lo abracé. Lo abracé como si no hubiera mañana, mi jersey
azul secaba sus lágrimas y le susurré al oído lo mucho que le quería. El
pequeño Marcos estaba dolido pero no era consciente de lo doloroso que es
perder a tu color favorito, a tu hijo,… supongo que con los años lo entendería.
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