martes, 2 de diciembre de 2014

1.
Ese niño moreno y repeinado que se sienta a la sombra del zaguán de esa casa blanca de pueblo soy Yo. De eso hace ya cerca de 50 años, pero esa escena la recuerdo con total nitidez, como si fuera hoy. Como si mi madre acabara ahora mismo de alisarme el pelo con la mano humedecida con su saliva mientras me recordaba que en casa, aunque fuera en vacaciones de verano, se comía a las dos y que el que no estaba no se encontraba. Es una imagen que permanece viva en mi memoria con todo lujo de detalles. ¿Cómo olvidarla si la revivo todas las noches desde entonces?.
El niño masculla entre dientes algo ininteligible. Refunfuña. Viste pantalones azules cortos que dejan al aire unas rodillas huesudas, en una de ellas se puede ver una herida fresca embadurnada con yodo. Con el pie derecho martillea el suelo de tierra pisada. La sandalia de plástico, de color carne, emite un sonido líquido apagado por las chicharras que ya de buena mañana andan alborotadas.
En mi pueblo durante el mes de Agosto el sol aprieta de buena mañana. Hace mucho que no voy por allí y seguro que muchas cosas habrán cambiado, pero eso no. Esas cosas no cambian.
El niño busca piedrecitas y las tira a ninguna parte. Su casa es la última de la calle que veinte pasos más abajo acaba en un huerto dónde empieza una senda que rodeándolo va a parar al río unos cientos de metros más abajo. ¡Ah! El río. Cuantos días jugué allí a esto y aquello. Todos los días de vacaciones hasta aquél. Hasta que pasó lo que pasó.
El niño espera sentado a su amigo para irse a jugar. No tardará en aparecer por la esquina con las manos en los bolsillos y una cantimplora naranja de plástico, de esas que el tapón es un vaso, en bandolera. Vive en la casa de sus abuelos. Una casa grande de dos plantas que cae por la calle de detrás de la iglesia. Antes, cuando vivían sus padres, ocupaban la planta de arriba y sus abuelos la de abajo.
Hoy su amigo, su mejor amigo está tardando más que de costumbre. El niño se impacienta. Unos pasos bajan rápidos por la calle de Correos, está pavimentada y a esas horas se puede oír el repiqueteo de los zapatos contra los adoquines, incluso el chancleteo plástico de las cangrejeras. Su amigo aprieta el paso porque llega tarde seguro. Pero no, una figura negra pasa de largo, rápida, a contrasol, sin doblar la esquina hacia su calle. Cesan los pasos y las chicharras vuelven a lo suyo. El niño esconde la cara entre las rodillas y se queda mirando el suelo.
Quizá se haya enfadado y no venga. No, no, vendrá. Piensa. Sé lo que piensa. Lo leo en la pared encalada. Una mano flota en el aire y lo escribe con pintura negra. Lo leo y se borra. El día anterior se habían peleado. Era la primera vez. Antes habían discutido, sí, pero nunca habían llegado a las manos. Se dieron una buena ración de hostias. Había vuelto a casa, tarde y hecho un Cristo, con la nariz llena de costras de sangre seca, un ojo hinchado y entrecerrado, la camiseta rota y la rodilla hecha polvo.
La verdad es que mi amigo había cambiado. Desde el accidente en que murieron sus padres un brillo de rabia aguardaba siempre oculto en el fondo se sus ojos. A veces se ensañaba con los saltamontes y si cazábamos alguna lagartija o pescábamos una trucha, las liquidaba de las maneras más crueles que se puedan imaginar. Y aquella tarde la rabia rompió el encanto que la mantenía presa en su interior y brotó con furia y pasó lo que pasó.
Mi madre encontró en mi cuerpo algún hueco sin moraduras para arrearme una buena somanta de zapatillazos. En sus manos, una simple pantufla se convertía en un eficiente instrumento de castigo. La pena era encerrarme en mi cuarto hasta que llegara mi padre.
Esa tarde, mi padre llegó ya anocheciendo. Recuerdo oír a mi madre referirle hipando dramática lo ocurrido. A eso siguió la charla de rigor. Para mi padre, profesor de EGB de aquellos años, la violencia era lo peor y resolver las cosas mediante el diálogo, una máxima.
En la escena que todas las noches me asalta, el niño saca la mano izquierda que hasta ese momento tenía oculta detrás de la espalda y mira un Madelman submarinista. Es su favorito, pero su padre le ha convencido de que se lo regale a su amigo. Su padre tiene razón. Es su mejor amigo y lo está pasando mal desde lo de sus padres, además pelearse nunca está bien y menos por algo material, aunque sea suyo y sea su favorito. Así que espera a su amigo para hacer las paces.
Pero su amigo no viene. Se revuelve intranquilo asomado a la calle. Oye de nuevo pasos. Este es el momento en que empiezo a sudar y a agitarme en la cama. Los pasos se acercan a la esquina. El niño se yergue y mira hacia allí. Una vieja gira la esquina y se encamina hacia él. La anciana viste toda de negro y un pañuelo anudado bajo la barbilla deja escapar algunos mechones de pelo blanco. Anda mirando hacia al suelo y delante de ella sujeta, ligeramente por encima de la cabeza, una especie de cartel en el que hay algo escrito. La anciana sigue su camino y el niño no puede verle la cara, no la conoce, todavía no alcanza a leer el cartel, se le acelera el pulso, siente miedo pero no puede moverse. Se me acelera el pulso, sudo agitado. La anciana se acerca y entonces lee lo que pone en el cartel. Felipe. Eso es lo que pone. La vieja pasa de largo y se pierde por la senda que baja al río.
El niño sigue mirando hacia la senda aún después de dejar de ver a la señora. Su pulso se calma. Me calmo. El sol empieza a ganar altura y el principio de la calle deslumbra. Las paredes encaladas y el empedrado de la calle de Correos brillan como si hubiera un enorme foco alumbrando hacia el niño. Su amigo se retrasa. La mano vuelve a escribir en la pared. ¿Y si sus abuelos le habían castigado? Al fin y al cabo su amigo era mayor, más grande y más fuerte. Le había sacudido a base de bien, de rodillas encima de él, abusando de su fuerza. Aunque al final él había encontrado una piedra con que defenderse y había podido zafarse y salir corriendo río abajo. Había dado un largo rodeo antes de volver al pueblo. Por eso había llegado pasadas las dos de la tarde y se había quedado sin comer.
Otra vez pasos bajan por la calle de Correos. ¿Será su amigo? ¿Será Felipe? Escribe la mano en la pared. El sol le ciega y no alcanza a distinguir quién gira la esquina. Pero no es su amigo, es una silueta grande, de un mayor. Avanza rápido hacia el niño. Es un hombre pero no ve quién. Anda a grandes pasos hacia la puerta. Se asusta, deja caer el Madelman y apoya las palmas de la manos sobre el poyete haciendo ademán de levantarse. El hombre es más rápido. El niño se queda petrificado. El padre de su mejor amigo se planta delante de él y le anuncia que Felipe ha muerto.

En este punto el sueño se vuelve aterrador y me despierto gritando.
Q

No hay comentarios:

Publicar un comentario