Lo
que no podía entender es el porqué utilizó mi nombre para marcar aquella bala.
No podré entenderlo porque nunca me dio una razón creíble para convencerme de
manera fehaciente, a pesar de su interés en darme todo tipo de explicaciones,
todas ellas carentes de credibilidad.
Por
aquel entonces ambos éramos bastante amigos, yo había terminado los estudios de
ingeniería y él había ingresado dos años antes en la fábrica de armas de la Ciudad,
como operario.
Solíamos
salir juntos con un grupo de amigos. Cada uno de nosotros tenía una pareja en
ese grupo, e íbamos a bailar los domingos al pueblo de al lado, a una sala muy
grande donde nos reuníamos los mozos de distintos municipios de los alrededores.
Yo
aprobé unas oposiciones en la universidad y me desplacé a Madrid para dar
clases. Regresaba al pueblo dos veces al año, una por Julio y Agosto, cuando
finalizaban las correcciones de los exámenes finales del curso, y la otra por
Navidad. Él había reñido con la antigua
novia e inició relaciones con la que desde años había sido mi amiga, con la que
llegó a casarse. A mí eso no me importó, porque mi único interés estaba
relacionado tan sólo con mi trabajo y con acondicionar mi apartamento en la
ciudad. A María le vi varias veces en Madrid, ella estudió docencia y me conto
que estaba escribiendo una novela y en una de esas visitas se quedó en mi
apartamento, pero aquello fue una anécdota ya medio olvidada.
Todas
las mañanas, en los días de vacaciones, nos reuníamos en el salón del Sindicato
Agrario, y almorzábamos juntos algunos de los amigos que teníamos la misma edad
y que siempre habíamos formado el grupo.
Todos
en el pueblo sabían que su relación matrimonial funcionaba mal. En los pueblos pequeños
se conocen todos los pormenores de esas situaciones. Lo que nadie sabía era las
causas reales de esas desavenencias. Nunca dieron ni un escándalo ni un
comentario, ni incluso a los familiares de ambos. Mi hermana era confidente de
María, que así se llamaba la mujer de Mario, mi amigo, y, a pesar de estar muy
unidas, nunca dijo nada de ellos. Si por carta, me mandaba cada vez recuerdos
de ella y en ocasiones me decía: “Me ha dicho María que te diga que te cuides
por Madrid, que no es lo mismo que vivir aquí en el pueblo, porqué aquí nunca
pasa nada y todo está controlado, y en Madrid hay mucha gente desconocida”.
Terminábamos
de salir de la piscina municipal, sobre las cinco de la tarde de aquel día a
mediados de Agosto. Me dijo Mario que quería hablar conmigo, que tenía un
asunto importante que contarme. Le dije que esa tarde no me era posible, que si
le parecía podríamos quedar el día siguiente en el Sindicato y comíamos juntos.
Así lo acordamos.
Lo
encontré muy nervioso, tropezó dos veces con la misma silla y una de ellas le
dio una patada y la desplazó algunos metros. Me pareció inapropiado, algo
violento, diría, pero ahí quedó la cosa. Empezó a decirme que estuvo tres años
en la sección de balística de la empresa, en la máquina automática de
construcción de cartuchos y puntas de bala. Paró cuando nos trajeron la sopa y
la jarra de vino con dos copas que llenaron por la mitad. Se desdobló la
servilleta sobre el pantalón, al hacerlo golpeó con el codo la copa y la
derramó sobre la mesa. Tuvo una reacción inesperada y profirió: “¡Mierda, me
cago en…!”. Estaba nervioso, seguramente por lo que tenía que contarme, por el
motivo que me había citado. Yo pensaba que lo que quería hacerme conocedor era la
problemática con su mujer, que me quería hacer partícipe de una confesión que a
nadie más quería que lo supiera, por eso estaba tan alterado. Pronto salí de mi duda cuando me dijo:
- Entré a trabajar en la empresa y recorrí
todas las secciones durante seis meses, desde la ingeniería, pasando por la
matricería, las prensas, las máquinas de plástico, hasta que trajeron una
máquina automática de Alemania y me hicieron responsable de ella. Una mañana
-cortó las palabras para tragar saliva y cambió de pronto el tono de la voz-. No
quería decirte nada, pero esta semana me trajo el cartero un aviso de correos
para recoger un paquete. Fui a recogerlo y en el paquete había una bala
envuelta en un plástico de burbujas. La bala había sido disparada, porque
faltaba la espoleta, pero contenía la vaina y la punta manchada de sangre. Y
ahora viene lo peor, lo que te implica a ti en este asunto. La bala tenía tu
nombre grabado con una punta de trazar gruesa. Tu nombre lo puse yo. Quiero
pedirte perdón por aquello que hice sin apenas darme cuenta. Puse tu nombre y
no sé el porqué, bueno, sí que lo sabía. Por aquél entonces yo estaba muy
enamorado de María y ella, en los paseos y las citas que mantuvimos antes de
casarnos, siempre hablaba de ti, de vuestras conversaciones, de tu manera de
pensar ante diferentes situaciones, tal vez por eso puse tu nombre en la
puntera. En una de las ocasiones que se paró la máquina, fallaban de vez en
cuando por algún sensor averiado, ese momento estaba yo sólo en la sala, o al
menos no vi a nadie que pudieran observarme, fue cuando tuve la idea, la fatal
idea de grabar tu nombre en una de ellas, tu nombre y apellidos. Sabía que si
alguien de la empresa se enteraba de lo que había hecho me despedirían, pero la
experiencia me había hecho saber que era imposible que eso pudiera suceder. Las
balas se han hecho para matar, otra idea errónea es pensar de que sirven para
tomar puntería, también en esta caso es para afianzar la maestría en la
perfección macabra de perpetuar una muerte mejor asegurada; siempre hay una
muerte detrás de cada una de ellas, sea persona o animal, que viene a ser lo
mismo. Bien, sigo, lo que más me sorprende es la mancha de sangre, que yo creo
que es de una persona, la sangre de los animales es diferente, sabe diferente,
tiene otra textura, yo lo sé por la matanza del cerdo cada año. Bien, añadido a
esto, me asalta la duda del porqué si tenía tu nombre, recibo yo la bala.
Alguien ha averiguado demasiado sobre el caso, alguien que quiere decirme algo.
Yo sé que el bulto donde estaba esa bala salía para Suramérica. El matasellos
del paquete que he recibido es de Barcelona y no hay remitente. Alguien quiere
algo, alguien que sabe mucho de esto, porque para saber mi nombre y no el tuyo,
debe estar enterado de que cada cartucho tiene un código secreto de
trazabilidad y que ese día, el que se fabricó el cartucho, era yo y el
responsable de la fabricación, el que estaba presente durante el proceso
completo. Ha averiguado, también, la fábrica de procedencia, porque balas se
fabrican en todos los países y fabricantes de estas máquinas sólo hay unos pocos.
Esa
fue la última conversación que tuve con Mario. Mario murió trágicamente, apareció
muerto en un camino del pueblo, con un arma en la mano disparada. En el informe
dado por el forense se afirmaba que fue un suicidio. Me comunicaron su muerte y
viajé al pueblo para sus funerales. Yo imaginaba, es más, tenía la certeza, que
no había sido suicidio, lo intuía. Me propuse no contar a la policía ni a nadie
lo que sabía sobre el asunto que me contó, y estaba resuelto de que llegaría a
averiguar el porqué de esa tragedia. Pasados los primeros meses de silencio que
siguieron a los funerales, un fin de semana que tuve que ir al pueblo, a
soluciones unos asuntos personales, me acerqué a casa de María. Su luto era
completo, llevaba la blusa y la falda negras, a pesar de estar sola en su casa.
Ella parecía no conocer la historia de la bala, lo deduje por lo mucho que
hablamos. Entre otras cosas me contó, que días antes de su fallecimiento, había
viajado a Barcelona, pero a ella no le dio demasiadas explicaciones. En los
meses anteriores él estaba ausente, muy alterado y había mandado, en diferentes
ocasiones dinero a alguien, que para ella era desconocido. En la fábrica su
sueldo no era demasiado, pero les daba para vivir bien, y aquellas cantidades
desequilibraban su economía.
Ramón Fernández.
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