miércoles, 3 de diciembre de 2014

La bala misteriosa


Lo que no podía entender es el porqué utilizó mi nombre para marcar aquella bala. No podré entenderlo porque nunca me dio una razón creíble para convencerme de manera fehaciente, a pesar de su interés en darme todo tipo de explicaciones, todas ellas carentes de credibilidad.
Por aquel entonces ambos éramos bastante amigos, yo había terminado los estudios de ingeniería y él había ingresado dos años antes en la fábrica de armas de la Ciudad, como operario.
Solíamos salir juntos con un grupo de amigos. Cada uno de nosotros tenía una pareja en ese grupo, e íbamos a bailar los domingos al pueblo de al lado, a una sala muy grande donde nos reuníamos los mozos de distintos municipios de los alrededores.
Yo aprobé unas oposiciones en la universidad y me desplacé a Madrid para dar clases. Regresaba al pueblo dos veces al año, una por Julio y Agosto, cuando finalizaban las correcciones de los exámenes finales del curso, y la otra por Navidad.  Él había reñido con la antigua novia e inició relaciones con la que desde años había sido mi amiga, con la que llegó a casarse. A mí eso no me importó, porque mi único interés estaba relacionado tan sólo con mi trabajo y con acondicionar mi apartamento en la ciudad. A María le vi varias veces en Madrid, ella estudió docencia y me conto que estaba escribiendo una novela y en una de esas visitas se quedó en mi apartamento, pero aquello fue una anécdota ya medio olvidada.
Todas las mañanas, en los días de vacaciones, nos reuníamos en el salón del Sindicato Agrario, y almorzábamos juntos algunos de los amigos que teníamos la misma edad y que siempre habíamos formado el grupo.
Todos en el pueblo sabían que su relación matrimonial funcionaba mal. En los pueblos pequeños se conocen todos los pormenores de esas situaciones. Lo que nadie sabía era las causas reales de esas desavenencias. Nunca dieron ni un escándalo ni un comentario, ni incluso a los familiares de ambos. Mi hermana era confidente de María, que así se llamaba la mujer de Mario, mi amigo, y, a pesar de estar muy unidas, nunca dijo nada de ellos. Si por carta, me mandaba cada vez recuerdos de ella y en ocasiones me decía: “Me ha dicho María que te diga que te cuides por Madrid, que no es lo mismo que vivir aquí en el pueblo, porqué aquí nunca pasa nada y todo está controlado, y en Madrid hay mucha gente desconocida”.
Terminábamos de salir de la piscina municipal, sobre las cinco de la tarde de aquel día a mediados de Agosto. Me dijo Mario que quería hablar conmigo, que tenía un asunto importante que contarme. Le dije que esa tarde no me era posible, que si le parecía podríamos quedar el día siguiente en el Sindicato y comíamos juntos. Así lo acordamos.
Lo encontré muy nervioso, tropezó dos veces con la misma silla y una de ellas le dio una patada y la desplazó algunos metros. Me pareció inapropiado, algo violento, diría, pero ahí quedó la cosa. Empezó a decirme que estuvo tres años en la sección de balística de la empresa, en la máquina automática de construcción de cartuchos y puntas de bala. Paró cuando nos trajeron la sopa y la jarra de vino con dos copas que llenaron por la mitad. Se desdobló la servilleta sobre el pantalón, al hacerlo golpeó con el codo la copa y la derramó sobre la mesa. Tuvo una reacción inesperada y profirió: “¡Mierda, me cago en…!”. Estaba nervioso, seguramente por lo que tenía que contarme, por el motivo que me había citado. Yo pensaba que lo que quería hacerme conocedor era la problemática con su mujer, que me quería hacer partícipe de una confesión que a nadie más quería que lo supiera, por eso estaba tan alterado.  Pronto salí de mi duda cuando me dijo:
-  Entré a trabajar en la empresa y recorrí todas las secciones durante seis meses, desde la ingeniería, pasando por la matricería, las prensas, las máquinas de plástico, hasta que trajeron una máquina automática de Alemania y me hicieron responsable de ella. Una mañana -cortó las palabras para tragar saliva y cambió de pronto el tono de la voz-. No quería decirte nada, pero esta semana me trajo el cartero un aviso de correos para recoger un paquete. Fui a recogerlo y en el paquete había una bala envuelta en un plástico de burbujas. La bala había sido disparada, porque faltaba la espoleta, pero contenía la vaina y la punta manchada de sangre. Y ahora viene lo peor, lo que te implica a ti en este asunto. La bala tenía tu nombre grabado con una punta de trazar gruesa. Tu nombre lo puse yo. Quiero pedirte perdón por aquello que hice sin apenas darme cuenta. Puse tu nombre y no sé el porqué, bueno, sí que lo sabía. Por aquél entonces yo estaba muy enamorado de María y ella, en los paseos y las citas que mantuvimos antes de casarnos, siempre hablaba de ti, de vuestras conversaciones, de tu manera de pensar ante diferentes situaciones, tal vez por eso puse tu nombre en la puntera. En una de las ocasiones que se paró la máquina, fallaban de vez en cuando por algún sensor averiado, ese momento estaba yo sólo en la sala, o al menos no vi a nadie que pudieran observarme, fue cuando tuve la idea, la fatal idea de grabar tu nombre en una de ellas, tu nombre y apellidos. Sabía que si alguien de la empresa se enteraba de lo que había hecho me despedirían, pero la experiencia me había hecho saber que era imposible que eso pudiera suceder. Las balas se han hecho para matar, otra idea errónea es pensar de que sirven para tomar puntería, también en esta caso es para afianzar la maestría en la perfección macabra de perpetuar una muerte mejor asegurada; siempre hay una muerte detrás de cada una de ellas, sea persona o animal, que viene a ser lo mismo. Bien, sigo, lo que más me sorprende es la mancha de sangre, que yo creo que es de una persona, la sangre de los animales es diferente, sabe diferente, tiene otra textura, yo lo sé por la matanza del cerdo cada año. Bien, añadido a esto, me asalta la duda del porqué si tenía tu nombre, recibo yo la bala. Alguien ha averiguado demasiado sobre el caso, alguien que quiere decirme algo. Yo sé que el bulto donde estaba esa bala salía para Suramérica. El matasellos del paquete que he recibido es de Barcelona y no hay remitente. Alguien quiere algo, alguien que sabe mucho de esto, porque para saber mi nombre y no el tuyo, debe estar enterado de que cada cartucho tiene un código secreto de trazabilidad y que ese día, el que se fabricó el cartucho, era yo y el responsable de la fabricación, el que estaba presente durante el proceso completo. Ha averiguado, también, la fábrica de procedencia, porque balas se fabrican en todos los países y fabricantes de estas máquinas sólo hay unos pocos.  


Esa fue la última conversación que tuve con Mario. Mario murió trágicamente, apareció muerto en un camino del pueblo, con un arma en la mano disparada. En el informe dado por el forense se afirmaba que fue un suicidio. Me comunicaron su muerte y viajé al pueblo para sus funerales. Yo imaginaba, es más, tenía la certeza, que no había sido suicidio, lo intuía. Me propuse no contar a la policía ni a nadie lo que sabía sobre el asunto que me contó, y estaba resuelto de que llegaría a averiguar el porqué de esa tragedia. Pasados los primeros meses de silencio que siguieron a los funerales, un fin de semana que tuve que ir al pueblo, a soluciones unos asuntos personales, me acerqué a casa de María. Su luto era completo, llevaba la blusa y la falda negras, a pesar de estar sola en su casa. Ella parecía no conocer la historia de la bala, lo deduje por lo mucho que hablamos. Entre otras cosas me contó, que días antes de su fallecimiento, había viajado a Barcelona, pero a ella no le dio demasiadas explicaciones. En los meses anteriores él estaba ausente, muy alterado y había mandado, en diferentes ocasiones dinero a alguien, que para ella era desconocido. En la fábrica su sueldo no era demasiado, pero les daba para vivir bien, y aquellas cantidades desequilibraban su economía.

Ramón Fernández.

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