Enero de 1961
A penas una semana
después de la fiesta de Año Nuevo, don Enrique recibió un paquete inesperado.
La criada le había dicho que se lo había encontrado esa misma mañana junto a la
puerta principal y que no traía remite. En efecto, se trataba de una caja no muy
grande en la que habían pegado una etiqueta con su nombre: Enrique Vilanova.
En su despacho, el
anciano examinó el paquete minuciosamente antes de abrirlo; pero, al no
encontrar rastro alguno del remitente, cogió su navaja y lo rasgó para
descubrir su contenido. Lo que se encontró lo dejó todavía más perplejo: un
pequeño estuche de madera labrada que guardaba una pequeña pieza metálica en su
interior.
— ¿Pero qué es esto? —
se preguntó el hombre con un hilo de voz mientras observaba aquella pieza con
su lupa de coleccionista —.
Don Enrique se
estremeció al comprobar que aquello que sostenía entre los dedos pulgar e
índice era una bala que, para más inri, llevaba su nombre inscrito.
— ¡Angélica! — gritó,
llamando a su mujer con urgencia —. ¡Angélica, ven, rápido!
En unos segundos, su
esposa entró al despacho con cara de pocos amigos y deseando que aquellos
gritos fueran por un fulminante ataque al corazón.
— Que sea la última vez
que das esas voces cuando tenemos visita — le espetó su mujer antes de que pudiera contarle nada —. Sabes
que los sábados por la mañana tengo mi partida de cartas con la marquesa de
Satorres y, aun así, vas y te pones a bramar como un animal. ¿Qué pensará de nosotros
si muestras esos modales?
— Deja el qué dirán
para otro momento y siéntate — le respondió don Enrique, cada vez más nervioso,
mientras cerraba la puerta —. Me acaban de enviar algo muy extraño, mira — le
dijo mientras le enseñaba la bala misteriosa —. Es una bala con mi nombre
inscrito.
— ¿Y cómo han podido hacer
una inscripción en una cosa tan minúscula? — preguntó Angélica, a la que
parecía no importarle en absoluto el significado de todo aquello.
— ¿Eso es todo lo que
se te ocurre decir? — respondió su marido, que estaba al borde del ataque de
ansiedad —. Serás...
— Cuidadito con lo que
me dices — lo interrumpió Angélica, tajante —. Y tranquilízate, hazme el favor.
Seguro que se trata de una broma de mal gusto; parece que no conozcas a los
energúmenos de este pueblo.
— No sé, Angélica... Es
todo muy escabroso: primero dejan un paquete de forma anónima en la puerta de
nuestra casa sin que nadie se entere; y luego resulta que lo que contiene es
una bala con mi nombre.
— Es normal que no se
haya enterado nadie, las criadas son unas zánganas y tu capataz un inútil.
Nunca debimos instalarnos en el pueblo — le reprochó su esposa —. Pero claro,
el señor quería pasar su vejez rodeado de paletos y naranjos...
— ¿Me vas a ayudar o
vas a seguir despotricando? — preguntó Enrique con aspereza —. Porque si
pretendes empeorar la situación ya te puedes largar con tu amiga la marquesita.
— Pero vamos a ver —
empezó Angélica —. Nosotros no tenemos enemigos; y menos tan sofisticados como
para montar todo este paripé. Es verdad que los pueblerinos no nos tragan, pero
es normal, somos terratenientes. Y, como digo, esos se vengarían lanzándonos
piedras a las ventanas o prendiendo fuego a nuestros cultivos; y no de una
manera tan sutil.
— Entonces, ¿qué
significa todo esto? Porque si es una broma, es demasiado macabra —dijo
Enrique, que se había servido un whisky para afrontar mejor las circunstancias.
— Y yo qué sé... Puede
que te lo haya enviado uno de tus amigotes del ejército, ¿no?
— Claro, sin remite ni
nada — respondió su marido con sarcasmo —.
Pasaron un buen rato
cavilando sin encontrar solución al enigma de la bala. Estaba claro que el
autor de algo tan retorcido debía tener un buen motivo para querer meterle
miedo a don Enrique, aunque éste lo desconociera por completo. Pero, tras darle
vueltas y más vueltas, Angélica se hartó y volvió al salón a disculparse con la
marquesa por haberla hecho esperar tanto en medio de una partida.
Por su parte, Enrique
continuó encerrado en su despacho intentando encontrar una respuesta razonable
para todo aquello. Y es que, en los últimos años, había tenido una vida
tranquila en el campo, sin conflictos con los vecinos. Ni siquiera había tenido
ningún tipo de problema antes de jubilarse, cuando trabajaba en el ejército.
Tras un buen rato
pensando y sirviéndose copas, don Enrique descolgó el teléfono de su escritorio
y marcó un número.
— Ernesto Palafox al
aparato, dígame — respondió una voz ronca al otro lado del auricular.
— Hola Ernesto, soy Enrique. Llamaba para felicitarte
el año nuevo y ver qué tal te iba todo.
— ¡Coño, Enrique! Feliz
año nuevo a ti también, macho. Pues todo va de maravilla: me jubilé hace ya
tres o cuatro años y pronto seré abuelo. ¿Y tú?
— Bueno, no muy bien —
confesó —. Por eso te he llamado, en realidad. Como trabajábamos juntos puede
que tú me ayudes a encontrarle sentido a lo que me está pasando.
— Me estás acojonando,
Enrique. ¿No estarás mal de salud? — preguntó su amigo, preocupado.
— No, nada de eso — Enrique
le contó todo lo acaecido con la dichosa bala mientras jugaba con el cable del
teléfono.
— Me dejas de piedra,
macho — dijo Ernesto —. ¿Y dices que la chacha ha encontrado el paquete esta
mañana?
— Sí, me ha dicho que
se lo ha encontrado junto a la puerta de entrada. Lo que significa que han
tenido que saltar las vallas que cercan los jardines para dejarlo.
— ¿Y si es alguien de
tu propia casa el autor de todo este tinglado? — propuso Palafox —. Piénsalo:
así se ahorraban el saltar las verjas y, además, te pueden tener controlado
fácilmente.
— ¿Insinúas que tengo al
enemigo metido en casa? — Enrique se estaba poniendo cada vez más tenso —.
Entonces puede ser cualquiera; desde la harpía de mi mujer hasta la última
doncella.
— En la servidumbre
está la clave, amigo mío — afirmó Ernesto —. ¿Quiénes son siempre los asesinos
en esas películas de misterio en las que siempre se cargan a algún rico? Sí, o la
chacha o el mayordomo; o los dos.
— Está bien, puede que
tengas razón. No sé cómo se las habrán ingeniado para poder jugármela de una
manera tan retorcida, pero puede que haya sido alguien del servicio.
Tras unos minutos más
de conversación, los viejos amigos se despidieron y Enrique colgó el teléfono
más calmado. Las palabras de Ernesto lo habían tranquilizado un poco y lo
habían ayudado a organizar sus ideas.
Así, cuando ya se había
decidido a someter a toda la servidumbre a un tercer grado, se paró a mirar el
estuche en el que le habían enviado la bala. Lo observó con detenimiento y
descubrió algo que lo aterrorizó. Aquella cajita de madera labrada también
tenía una pequeña inscripción en su tapa, pero esta vez no se trataba de su
nombre. Enrique la releyó varias veces para cerciorarse de que no estaba
perdiendo el juicio y, finalmente, se atrevió a pronunciarla, aunque con un
hilo de voz.
— Gloria... — dijo,
presa del pánico. Y volvió a descolgar el teléfono —.
Aarón Jara
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