La mujer miró por la ventana. Su semblante detonaba decepción, tristeza. Si echaba la vista atrás, su corazón latía con fuerza. No encontraba explicación a lo ocurrido. Estaba oscuro el día, como aquél que cambió su acomodada vida. Sintió deseos de llorar, pero respiró hondo y se pudo controlar. Pablo la amaba... ¡absurdo! Entonces, ¿qué es lo que pasó? Cómo alguien que dice amarte, es capaz de algo así. No quiso recordar los detalles, no le hacían bien. Ese momento ya quedaba atrás, y como tal, ya era pasado. Siguió mirando el paisaje. Parecía que el sol quería abrirse camino y sonreírle en su dolor. Su gesto, casi insignificante, la colmó de bienestar, y una pequeña lucecílla se instaló en su interior. Ahora su mente viajaba lejos, como el tren en donde iba. Un nuevo lugar, un nuevo trabajo, nuevos amigos y una nueva ilusión. Todo estaba cambiando, ya nada sería igual. Eso la llenaba de esperanza y los miedos del pasado ya no volverían más. Ahora sí. Sonrió y su gesto adquirió fuerza. Veía un futuro colmado de miles de proyectos nuevos. Sería feliz. ¡No! Lo iba a ser, se dijo. Se lo debía a sí misma.
Bajó la mirada al párrafo donde se había quedado y siguió leyendo. Ahora se volcó a vaciarse por dentro para llenarse y disfrutar de la lectura que, ahora más que nunca, la envolvió y arropó como necesitaba. Suspiró. El sol brilló y la cegó por un instante. Buscó sus gafas en el abrigo y algo frío que palpó en él la hizo ponerse en tensión. Tenía que deshacerse pronto de ello, no debía dejar ningún rastro. Corrió la cortinilla y se dejó llevar, con la suave vibración del tren, que la llevaría a su destino.
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Conchín Navalón Valls - 09/11/14
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