Está sentado con las piernas
cruzadas bajo el mirador. Nadie se fija
en él. Pasa la página de un libro.
El mirador es una curiosa
construcción curva, sustentada por columnas circulares de hormigón y coronada
por una barandilla de travesaños metálicos horizontales de color blanco. Podría
ser un elemento singular del parque pero, sin embargo, bajo él aparecen
anodinas puertas de instalaciones y varios contenedores de residuos urbanos que
lo afean.
Igual que el mirador, olvidado,
el hombre lee atentamente un libro. Su olvido es fruto de la costumbre. La
larga barba descuidada y sucia, al igual que el cabello, el carro sacado de
algún supermercado, que está atiborrado de no se sabe qué cosas, tal vez toda
su vida, y la indiferencia de los que lo rodean lo han hecho invisible.
La gente pasa por su lado
andando, corriendo, charlando y no lo ven. Es como el patio trasero de una casa
donde se guarda lo que ya no se quiere, lo que no se usa o no se desea ver.
Pero está ahí.
Lee atentamente la página que
acaba de descubrir, ajeno al correteo de la multitud que colma el parque.
Enfrente, un montón de mesas con
gente tomando algo, junto al pequeño chiringuito. Todos le dan la espalda.
Se sumerge en un mundo que quizá
fue el suyo en algún momento. Un mundo donde existía, donde la gente lo miraba
y lo llamaba por su nombre. Quizá sea su propia vida la que está escrita y
quiere recordar. Tal vez lo que desea es no volver a cometer los mismos
errores. Aquellos que lo llevaron hasta ese rincón.
Puede que nunca haya existido,
que siempre haya sido una sombra que la gente apenas ha vislumbrado y que se evade
de las penurias que ha pasado, leyendo las vidas de otros, anhelándolas. Aunque
parece difícil de creer.
Acaso no sea un olvidado. Quizá
lo abandonó todo o todo lo abandonó a él.
Ahora vive penosamente, apenas
con lo puesto, y no lleva más carga que su pesado carro.
La vida que encuentra en el libro
lo ayuda a soñar, a imaginar. A creer que aquello pasó o pudo haber pasado.
Sorprende lo que lleva en la
mano. Un marcapáginas. Curioso detalle. Pero imprescindible para no perder el
hilo del sueño. Para no repetir lo ya soñado. Aunque, si es bueno, ¿por qué no
repetirlo? Claro que quizá sea malo. Y sea mejor olvidarlo.
La edición parece vieja, gastada,
puede que sacada de algún contenedor o de algún mercadillo barato. Es, tal vez,
lo único que le quedó de su vida pasada. O quizá es lo único que le ha hecho
encontrar una vida. Esta vida que lleva ahora y con la que se conforma.
Va leyendo por el medio del
libro. El ejemplar se abre sobre sus ajados pantalones, dejando a ambos lados
el mismo número de hojas. Aún le queda la mitad de su sueño por vivir, por
leer, por recordar.
En su lectura lucha contra lo que
le hace daño, lo que le preocupa y lo que le aterra. Vence dragones fantásticos
y cruza océanos de hielo. Encuentra el amor perdido y da su vida por él. Ve páginas
llenas de color que de repente se tornan en blanco y negro. Repite en su cabeza
las frases que le han impactado, tratando de memorizarlas, de convertirlas en
su ley de vida.
Pero aún quedan muchas páginas y
en su rostro no se refleja nada. Queda oculto por años de olvido y de sol. Ha
aprendido a no revelar qué pasa por su cabeza.
Sueña con ser visto por una única
vez como lo que es, un ser humano. Pero no lo puede mostrar para no quedar
expuesto a más sufrimiento. Leyendo lo consigue. Alcanza ese lugar del que no
quiso salir, del que, sin embargo, huyó, y al que anhela volver.
El libro queda a un lado,
solitario, cerrado. El hombre mira al frente observando a los que pasan, que
apenas se dan cuenta de su existencia.
Su vida está escrita en un libro,
que es el libro de sus sueños.
Tal vez cuando llegue a la última
página descubrirá si todo lo leído lo ha llevado a la evasión o a la victoria.
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