ELLA Y LAS LETRAS
Cuando la vi en el tren aquella tarde de domingo, el
corazón me dio un vuelco. Me quedé mirándola un buen rato y me di cuenta de
que, además de seguir igual de guapa que siempre, estaba inmersa en la lectura
de un libro con tapas rosa. Imaginaos mi reacción al descubrir que se trataba
de Wilt, de Tom Sharpe. Sí, ya tenía
otra razón por la que estar enamorado de esa chica.
Pero bueno, el caso es que, mientras la contemplaba,
empecé a darle vueltas a una cuestión más bien compleja: qué era para mí la
literatura. Primero pensé que era una vía de escape, un modo de evadirse de los
problemas cotidianos, de la cruda realidad. Porque yo, cuando leo un libro que
de verdad me gusta, me olvido de todos los males y las preocupaciones que nos
azotan día a día. Y es que podríamos decir que un libro es la compañía aérea
más low cost que existe, ya que leer
es como emprender un nuevo viaje en el que viviremos de cerca muchas aventuras,
situaciones insólitas y experiencias de todo tipo. Total, que la literatura nos
ayuda a liberarnos del yugo de la rutina, el tedio y los problemas.
Por otro lado, se me ocurrió que también se trataba
de algo muy artístico, es decir, que necesitaba de sentimientos y creatividad.
Si yo escribiera un libro, sin duda sería una “perla de mi sensibilidad”, como
dice la desternillante Estela Reynolds en esa serie de televisión. Porque, si
un escrito no expresa nada que haga mella en el lector, que lo impresione, que
lo haga reír o emocionarse, éste pierde toda su gracia y se transforma
inmediatamente en literatura mala.
Y, de repente, su risa interrumpió mis pensamientos.
Había soltado una sutil carcajada mientras leía la genial obra de Sharpe y
continuaba con la lectura con una sonrisa esbozada en la cara.
A eso me refería: la literatura que se precie debe
causar algún tipo de sensación al lector, ya sea intriga, emoción, risas... Pero,
por supuesto, también debe contar con un argumento sólido y ciertos rasgos que,
de algún u otro modo, llamen la atención de los lectores.
Después, me planteé algo más “abstracto”, por así
decirlo. Me preguntaba si todo lo escrito era literatura; y acabé rayándome
bastante. Y es que no me veo disfrutando una lluviosa tarde de invierno, junto
al fuego y con una copa de lo que sea si me estoy leyendo el libro de
Fundamentos Matemáticos de la Arquitectura. Me veo más con un libro de relatos
de Quim Monzó, una de las hilarantes novelas de Sharpe, una historia de García
Márquez o, por qué no, un libro de arquitectura (pero que no sea de cálculo,
por favor). Así que después de estar un rato cavilando concluí que sí, que
podría ser que todo fuera literatura y que lo que pasaba es que la había buena y mala.
Pero claro, ¿cuál es la buena y cuál la mala?
Porque, por ejemplo, a mí Tom Sharpe me parece uno de los mejores escritores de
humor de todos los tiempos; mientras a mi vecina le puede parecer que no es más
que un perturbado que sólo escribía obscenidades. Entonces deduje que la
literatura, como todo arte, es algo muy subjetivo que tiene tantas caras como
personas hay sobre la faz de la tierra.
Ahora, si me pidieran que definiera la literatura
con una palabra, sin duda alguna respondería inspiración. Es imposible que la literatura sea buena si no nace de una inspiración, de
un entusiasmo por lo que se escribe, de una ilusión... Yo, sin ir más lejos, no
puedo escribir sin inspiración, sin entusiasmo. No puede uno ponerse a escribir
porque sí y esperar redactar una joya literaria. Sin sentimientos ni
ilusiones, la literatura está completamente hueca, sólo es una acumulación de
palabras y de renglones vacíos y sin alma. La literatura se siente, es algo que
sale de nosotros, de nuestra creatividad, de nuestras ilusiones (e incluso de
nuestras frustraciones).
Así, cuando quise darme cuenta, ya habíamos llegado
a Valencia. Ahora tocaba salir corriendo, cruzar la estación lo más rápido
posible y meterme en el metro junto con otros cientos de estudiantes que
volvían a la capital para empezar una nueva y exhaustiva semana lectiva. Y,
cuando estaba sacando el billete después de diez minutos de cola delante de
esas máquinas criminales que alguna que otra vez no te devuelven el cambio como
debieran, su voz me sorprendió.
— ¿Víctor? — preguntó con el típico tono de
reencuentro.
Un cosquilleo recorrió todo mi cuerpo y me volví para
confirmar que en realidad la tenía detrás.
— ¡Hola! ¿Cómo tú por aquí? — le pregunté yo tras
darnos dos besos.
— Pues mira, a quedarme otra semana. Como tú, ¿no?
Nos pusimos al día mientras esperábamos al metro. Me
contó que Medicina le gustaba muchísimo y que no se arrepentía de haber elegido
esa carrera, que había alquilado un piso junto con otros compañeros y que tenía
mucho que estudiar. Yo le conté básicamente lo mismo pero aplicado a mi vida y
a mi carrera; y entonces llegó el metro. Subimos apretujados entre el tumulto y
los bártulos y, cuando se cerraron las puertas, éramos oficialmente sardinas
enlatadas. De nuevo, ella volvió a sacar el libro y se puso a leer allí, de
pie.
— Ala, ¿estás leyéndote Wilt? — le pregunté haciéndome el sorprendido —. Me encanta ese
libro; de hecho, es mi favorito.
— Sí, es muy divertido. Yo no soy muy de novelas de
humor, soy más “romántica” — dijo remarcando la última palabra —, pero por
casualidad vi que Ana Milán y Fernando Guillén Cuervo estaban protagonizando una
obra de teatro basada en el libro y decidí leérmelo.
— Sí, yo fui a verla y estuvo muy bien. Me alegra
que te guste — y sonreí como un idiota.
Paramos en la misma estación y nos despedimos al
salir por la boca del metro. Desde luego, había sido una grata sorpresa que me
hubiera visto.
Paseé hasta llegar al piso y, por el camino, me dio
tiempo a finiquitar mi reflexión sobre la literatura. Estaba claro que, al
menos para mí, era un vehículo con el que escapar del tedio y de las
preocupaciones diarias. Y, por supuesto, era obvio que sin pasión no hay
literatura que valga. Además, había que añadir que ésta debe llegar al lector y
hacer que ría, se emocione, sienta intriga o se altere... Por otra parte, la
subjetividad era algo inevitable: igual que ella era más “romántica”, yo no
aguantaba las pasteladas amorosas.
Pero lo que no me había preguntado todavía era lo
siguiente: ¿qué me hacía sentir la literatura? Pues bien, sólo podía decir que
ésta era una de mis grandes pasiones. Porque, a parte de la arquitectura, las
letras también me hacían sentir vivo; eran otra forma de expresarme, de soñar y
de crear. Leer lo que me gusta es uno de los pequeños placeres de mi vida,
sólo comparable a lo que siento cuando la veo a ella, cuando le hablo, cuando
la hago sonreír o cuando me obsequia con alguna de sus frases optimistas.
La literatura es una de las cosas que le da sentido
a mi humilde existencia, uno de los pilares fundamentales sobre los que se
sostiene mi vida, aunque suene a metáfora propia de un estudiante de
arquitectura.
Aarón Jara Calabuig
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