sábado, 18 de octubre de 2014

ELLA Y LAS LETRAS


ELLA Y LAS LETRAS

Cuando la vi en el tren aquella tarde de domingo, el corazón me dio un vuelco. Me quedé mirándola un buen rato y me di cuenta de que, además de seguir igual de guapa que siempre, estaba inmersa en la lectura de un libro con tapas rosa. Imaginaos mi reacción al descubrir que se trataba de Wilt, de Tom Sharpe. Sí, ya tenía otra razón por la que estar enamorado de esa chica.
Pero bueno, el caso es que, mientras la contemplaba, empecé a darle vueltas a una cuestión más bien compleja: qué era para mí la literatura. Primero pensé que era una vía de escape, un modo de evadirse de los problemas cotidianos, de la cruda realidad. Porque yo, cuando leo un libro que de verdad me gusta, me olvido de todos los males y las preocupaciones que nos azotan día a día. Y es que podríamos decir que un libro es la compañía aérea más low cost que existe, ya que leer es como emprender un nuevo viaje en el que viviremos de cerca muchas aventuras, situaciones insólitas y experiencias de todo tipo. Total, que la literatura nos ayuda a liberarnos del yugo de la rutina, el tedio y los problemas.
Por otro lado, se me ocurrió que también se trataba de algo muy artístico, es decir, que necesitaba de sentimientos y creatividad. Si yo escribiera un libro, sin duda sería una “perla de mi sensibilidad”, como dice la desternillante Estela Reynolds en esa serie de televisión. Porque, si un escrito no expresa nada que haga mella en el lector, que lo impresione, que lo haga reír o emocionarse, éste pierde toda su gracia y se transforma inmediatamente en literatura mala.
Y, de repente, su risa interrumpió mis pensamientos. Había soltado una sutil carcajada mientras leía la genial obra de Sharpe y continuaba con la lectura con una sonrisa esbozada en la cara.
A eso me refería: la literatura que se precie debe causar algún tipo de sensación al lector, ya sea intriga, emoción, risas... Pero, por supuesto, también debe contar con un argumento sólido y ciertos rasgos que, de algún u otro modo, llamen la atención de los lectores.
Después, me planteé algo más “abstracto”, por así decirlo. Me preguntaba si todo lo escrito era literatura; y acabé rayándome bastante. Y es que no me veo disfrutando una lluviosa tarde de invierno, junto al fuego y con una copa de lo que sea si me estoy leyendo el libro de Fundamentos Matemáticos de la Arquitectura. Me veo más con un libro de relatos de Quim Monzó, una de las hilarantes novelas de Sharpe, una historia de García Márquez o, por qué no, un libro de arquitectura (pero que no sea de cálculo, por favor). Así que después de estar un rato cavilando concluí que sí, que podría ser que todo fuera literatura y que lo que pasaba es que la había buena y mala.
Pero claro, ¿cuál es la buena y cuál la mala? Porque, por ejemplo, a mí Tom Sharpe me parece uno de los mejores escritores de humor de todos los tiempos; mientras a mi vecina le puede parecer que no es más que un perturbado que sólo escribía obscenidades. Entonces deduje que la literatura, como todo arte, es algo muy subjetivo que tiene tantas caras como personas hay sobre la faz de la tierra.
Ahora, si me pidieran que definiera la literatura con una palabra, sin duda alguna respondería inspiración. Es imposible que la literatura sea buena si no nace de una inspiración, de un entusiasmo por lo que se escribe, de una ilusión... Yo, sin ir más lejos, no puedo escribir sin inspiración, sin entusiasmo. No puede uno ponerse a escribir porque sí y esperar redactar una joya literaria. Sin sentimientos ni ilusiones, la literatura está completamente hueca, sólo es una acumulación de palabras y de renglones vacíos y sin alma. La literatura se siente, es algo que sale de nosotros, de nuestra creatividad, de nuestras ilusiones (e incluso de nuestras frustraciones).
Así, cuando quise darme cuenta, ya habíamos llegado a Valencia. Ahora tocaba salir corriendo, cruzar la estación lo más rápido posible y meterme en el metro junto con otros cientos de estudiantes que volvían a la capital para empezar una nueva y exhaustiva semana lectiva. Y, cuando estaba sacando el billete después de diez minutos de cola delante de esas máquinas criminales que alguna que otra vez no te devuelven el cambio como debieran, su voz me sorprendió.
— ¿Víctor? — preguntó con el típico tono de reencuentro.
Un cosquilleo recorrió todo mi cuerpo y me volví para confirmar que en realidad la tenía detrás.
— ¡Hola! ¿Cómo tú por aquí? — le pregunté yo tras darnos dos besos.
— Pues mira, a quedarme otra semana. Como tú, ¿no?
Nos pusimos al día mientras esperábamos al metro. Me contó que Medicina le gustaba muchísimo y que no se arrepentía de haber elegido esa carrera, que había alquilado un piso junto con otros compañeros y que tenía mucho que estudiar. Yo le conté básicamente lo mismo pero aplicado a mi vida y a mi carrera; y entonces llegó el metro. Subimos apretujados entre el tumulto y los bártulos y, cuando se cerraron las puertas, éramos oficialmente sardinas enlatadas. De nuevo, ella volvió a sacar el libro y se puso a leer allí, de pie.
— Ala, ¿estás leyéndote Wilt? — le pregunté haciéndome el sorprendido —. Me encanta ese libro; de hecho, es mi favorito.
— Sí, es muy divertido. Yo no soy muy de novelas de humor, soy más “romántica” — dijo remarcando la última palabra —, pero por casualidad vi que Ana Milán y Fernando Guillén Cuervo estaban protagonizando una obra de teatro basada en el libro y decidí leérmelo.
— Sí, yo fui a verla y estuvo muy bien. Me alegra que te guste — y sonreí como un idiota.
Paramos en la misma estación y nos despedimos al salir por la boca del metro. Desde luego, había sido una grata sorpresa que me hubiera visto.
Paseé hasta llegar al piso y, por el camino, me dio tiempo a finiquitar mi reflexión sobre la literatura. Estaba claro que, al menos para mí, era un vehículo con el que escapar del tedio y de las preocupaciones diarias. Y, por supuesto, era obvio que sin pasión no hay literatura que valga. Además, había que añadir que ésta debe llegar al lector y hacer que ría, se emocione, sienta intriga o se altere... Por otra parte, la subjetividad era algo inevitable: igual que ella era más “romántica”, yo no aguantaba las pasteladas amorosas.
Pero lo que no me había preguntado todavía era lo siguiente: ¿qué me hacía sentir la literatura? Pues bien, sólo podía decir que ésta era una de mis grandes pasiones. Porque, a parte de la arquitectura, las letras también me hacían sentir vivo; eran otra forma de expresarme, de soñar y de crear. Leer lo que me gusta es uno de los pequeños placeres de mi vida, sólo comparable a lo que siento cuando la veo a ella, cuando le hablo, cuando la hago sonreír o cuando me obsequia con alguna de sus frases optimistas.

La literatura es una de las cosas que le da sentido a mi humilde existencia, uno de los pilares fundamentales sobre los que se sostiene mi vida, aunque suene a metáfora propia de un estudiante de arquitectura. 

Aarón Jara Calabuig

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