El significado de
narrar (3ª parte)[1]
[…] Ninguno de los que quieran dedicarse a esto podrá obviar la faceta del
flaneur[2]. Seguramente, una
mayoría de quienes acuden a esta obra (o a otras similares) habrá experimentado
en numerosas ocasiones una peculiar tendencia a prestar atención a lo que sucede
entorno suyo, sobre todo a cómo sus semejantes responden y se enfrentan a cualquier
situación. Todo escritor vive envuelto por una suerte de camuflaje que le permite
acercarse, sin ser detectado, como una leona entre los matorrales de la sabana,
a centímetros de los mundos de los otros, hasta escuchar sus quejas y alegrías
y, más aún, hasta comprender porqué una misma glándula es capaz de generar
lágrimas de tristeza pero también de placer.
Como autor, el acto referido no siempre me ha sido gratuito, viéndome
impulsado por algo que no sé explicar sino como un tipo de convulsión a
describir la semilla de una historia apenas entrevista en la espesura. Recuerdo
cómo algunas de las primeras historias me agitaban en la silla (diría que lo
siguen haciendo); pero también recuerdo, cómo una vez transmutadas en texto, la
sensación de alivio (y de gratitud) era mayúscula, similar a lo que pudo notar el
león liberado de una pua en su pata. En este punto puede plantearse si la
escritura es un paso previo o si para dar existencia al texto es necesario
haber alcanzado una suficiencia lectora. Convendremos que la propia acción de
observar y entender el entorno es ya en sí misma un acto de lectura y, como
tal, contiene todos los ingredientes para convertirse en relato. Obviando un
análisis más profundo, el autor devendrá durante el período de construcción de la
historia en escritor y lector, todo a una. La dupla indisoluble: escribirá por y
para sí mismo pero leerá como si la humanidad entera se concentrara en cada una
de sus frases, vibrantes y torpes como una cría de gacela. En esa lectura ideal
que llevará a cabo, ¿buscará contentarse a sí mismo y por extensión a los
futuros lectores o tratará de salpicarles y de provocarles reacciones encontradas?
Llegado el momento tendrá que posicionarse, sacarse el camuflaje de encima, y
actuar en consecuencia.
Más allá de su decisión, la dualidad del lector-escritor generará en
quien los representa un sinfín de dilemas, tensiones y deseos que lo
arrastrarán a intentar liberar aquello que ruge en su cabeza. Esa dualidad se
le puede presentar cuando menos lo espere. Tal vez al ver su reflejo en un
charco de agua, donde asistirá a su propio fenómeno de desdoblamiento. Se trata
de la identificación más inmediata: uno consigo mismo. Aunque quizás, lo más
interesante radique en que los reflejos pueden ser tramposos, pueden
devolvernos una imagen idéntica a la original pero también mostrarnos una
faceta inesperada de las cosas, como sucede con los espejismos cuando aprieta
el calor en la sabana, donde lo observado se confunde con lo sugerido.
Pertrechado de su pelaje, el león-lector deambula y olfatea el entorno,
observando lo especular de los demás en sí mismo y cuestionando tanto lo que ve
como lo que le sugiere. De ese análisis surgirá la comprensión que, por un
instante, aúne a la gacela y a la leona y al suelo húmedo que amortigua sus
pisadas y, también, a las hebras de hierba que se comban por un viento que confunde
sus olores. En ese momento, el autor avanzará por la pradera donde la
naturaleza del ser humano crece como un pasto y solamente se necesita estirar
la mano para acceder a cualquiera de sus emociones. Con ese reconocimiento el
autor se habrá convertido en el león-escritor. Si alguna vez es posible
alcanzar en un texto tal nivel de profundidad y concreción, se estará próximo a
provocar en el lector la identificación con lo narrado (bien por la forma o el
contenido): así, con sus propios ojos el lector comprenderá al personaje y la
situación a la que se enfrenta y lo aceptará (esperando que la leona salte
sobre él) o disentirá (provocando su huida). Y en ese posicionamiento, algo habrá
cambiado en el lector como lo hizo en el propio autor durante sus paseos por
esa sabana por la que suele vérsele deambular buscando una presa con una suculenta
historia[3].
El texto es de Ernest Peris.
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