El aire transporta cenizas y
putrefacción. Escuece en los ojos, arde en la garganta. Nubes de granito, tan
rocosas como el cemento agrietado y las ruinas del mundo antiguo, cubren el
cielo. Los ojos negros de los edificios nos observan. Evalúan qué clase de
peligro traemos, si merece la pena atravesarnos la cabeza con una flecha por un
improbable botín –nuestras zapatillas son poco más que jirones deshechos-, o si
conviene más guarecerse de nuestra presencia, esperar a que escampemos como las
lluvias amarillas. Todavía húmeda y caliente, la sangre de Padre empapa mi
espalda. Gruñe que le abandone desde un lugar lejano a la consciencia. Nuestros
perseguidores no están lejos. Cometimos un error, fuimos confiados con quien no
debíamos.
Encontramos un lugar en el que
ocultarnos de las miradas. Un portal abierto, una penumbra insuficiente para
camuflar una amenaza, y esa clase de silencio al que confiarías tu vida sólo
durante unos pocos minutos. El polvo se desprende del techo agrietado. Descargo
a Padre. El color se diluye de su rostro
cadavérico, en cada gota de sangre que conduce directamente hasta nosotros. Un
resplandor rojo en un mundo gris. Observo la ropa ensangrentada sobre la
herida, esperando que se cierre sola. Habíamos agotado el hilo de coser, y no
disponíamos del tiempo para hacer fuego y calentar metal. Padre rechaza el agua
que intento verterle en los labios.
-No la malgastes. Vete.
No le hago caso. Le aviso que voy a
apartar la ropa para estudiar la herida, y que va a doler. Pero antes de
hacerlo me retuerce el brazo.
-¡Vete!- gruñe furioso y ofendido.-
No puedes hacer nada.
-No sin ti. No
puede dejarte...
-No engañas a nadie.- Su risa se
interrumpe en un ataque de tos, que me salpica de sangre la cara.-No lo haces
por mí. Tienes miedo de no poder sobrevivir solo. Pero sobrevivirás,
sobrevivirás hasta que el mundo te mate.- Padre aún ve el temor y la duda en
mis ojos.- Escúchame, te hablaré de madre. Nunca preguntaste, pero siempre
quisiste saber.
Yo ignoraba cómo
nacían las personas, tampoco me lo preguntaba. Padre era todo lo que había
conocido, pero en algún momento, en silencio, un hueco había comenzado a crecer
a su lado. Quizá fuera en los dibujos de un lugar antes llamado escuela, o en
las páginas del libro que padre me enseñaba a leer, en las mujeres y otros
grupos de supervivientes, o durante la noche en la que aquel hombre irrumpió en
nuestro refugio para violar a una joven. Alababa su fértil apariencia, con
promesas de alimento eterno si conseguía traer a sus hijos al mundo, mientras
nosotros nos ocultábamos a la espera de una oportunidad para escapar.
Era una noche de invierno atroz-
comenzó Padre.
La humedad que le
calaba la ropa se transformaba en escarcha, y con cada respiración tragaba
cristales de hielo. Había caminado sin descanso los dos últimos días con sus
noches. Tenía que alejarse de las zonas pobladas. Los resquicios de la milicia
estaban saqueando las ciudades y matando a todo el mundo. A su espalda aun
alcanzaba a ver el resplandor de los incendios. La carne muerta
atraería a los carroñeros y otras mutaciones de la gran guerra, y después la
peste.
Pero aquella noche no pudo avanzar
más. Las temperaturas eran más bajas en las alturas de la montaña, y unas
tinieblas densas como lodo empezaban a engullir el camino. No sabía si las
piernas le temblaban por congelación o por la larga marcha, pero en el momento
en que se derrumbasen, caería con ellas en un sueño del que no despertaría. Luchó
contra sus dedos congelados por encender dos hogueras a refugió, y comió un
poco de pan duro y dos onzas de chocolate, conteniendo el ansia de devorar lo
poco que tenía.
Quizá se durmió, porque no la
escuchó llegar. Una mujer emergió de la oscuridad como si alcanzase la
superficie de un lago negro. Fragmentos bañados por el fuego, mientras el resto
de ella permanecía sumergido en la negrura, dispuesta a desvanecerse como un
espejismo. Comida, fue lo único que dijo. Padre la vigilaba a ella y las
sombras que los rodeaban. No estaba sola. Sin llamar la atención comprobó que
su cuchillo siguiese atado y listo. Nadie se acerca a un desconocido, que puede
rajarte el cuello por el simple placer de hacerlo, sin una ventaja. ¿A qué
distancia debían estar sus acompañantes, en qué dirección, cuántos eran, con
qué armas contarían? Si la mujer les importaba estarían lo bastante cerca para
reaccionar, si sólo era un cebo desechable incluso podían haberla abandonado a
su suerte, y a la de Padre. También podía tratarse de un grupo amistoso, de
aquellos que no destrozan cabezas a pedradas siempre que compartas lo que
tienes, y la mujer su mensajera de paz. ¿Tendría comida suficiente para
satisfacerles? Había visto nuevos caníbales en las tierras áridas al sur, y
estaba seguro de que la práctica se extendería. Recordaba a las presas vivas,
el éxtasis del carnicero rebanando filetes, y las curaciones posteriores para
conservar la carne. Si compartía su comida, quizá no sobreviviría a mañana; si
no lo hacía, no sobreviviría a aquella noche.
-Puedo pagar- ofreció la mujer,
haciendo un gesto para descubrir su entrepierna. Nadie habría follado en aquel
condenado frío. El ardor del acto habría quemado las reservas calóricas de las
próximas horas. Pero alguna mente imprudente y calenturienta habría caído en
aquella distracción perfecta para una trampa. –Lo siento- dijo la mujer a modo
de despedida, y Padre no supo si sus palabras ocultaban una amenaza velada.
Cuando se sumergiese de regreso a la
oscuridad sería su fin. Padre corrió a detenerla con el pan duro en la mano,
sin saber qué iba a hacer, hasta que descubrió su cuchillo clavado en la
espalda de la mujer. Lo saco y lo volvió a clavar, comprendiendo su error. En
la oscuridad nadie lo habría visto. Evaluó los factores: las opciones enemigas,
el terreno, la oscuridad, las hogueras... Echó arena a patadas para apagarlas.
A ciegas en la nueva oscuridad, recuperó su mochila. No era capaz de captar
ningún movimiento, pero debía marcharse ya. Sin embargo, algo lo detuvo. Un
llanto que provenía del cuerpo de la mujer. Bajo sus ropas se ocultaba un bebé.
Su lloro atravesaba las montañas. No había acompañantes ni acechadores, pero
los carroñeros no tardarían en salir de sus escondrijos atraídos por el reclamo
de carne fresca y tierna. Sólo tenía dos opciones: salir cagando leches y tener
la fortuna de no cruzarse con ninguna de aquellas bestias, o... O matar al
bebé. De todas formas, su vida estaba condenada. En el nuevo orden la
concepción era el acto de crueldad. Pero al final, tomó la tercera opción.
-Podría haberte liberado de este
mundo, pero no tuve el valor. Maté a tu madre, y te encadene a esta terrible
existencia. Déjame aquí como el perro que soy, y corre por tu maldita vida, si aún
estás tan loco para querer conservarla.
Cargué las mochilas con todo lo que
pude, y corrí. Corrí hasta no saber dónde estaba, de dónde venía y a dónde iba.
Corrí hasta que el paisaje que me rodeaba dejo de parecerse a nada que hubiese
conocido antes, y después, seguí corriendo. A veces he dudado de la historia de
padre, quizá sólo fue su forma de lograr que le abandonase, pero conociéndolo
estoy seguro de que es cierta. Sólo me arrepiento de una cosa, de no haberle
matado yo mismo. Cualquier muerte que yo le hubiese brindado habría sido mejor
que la esperaba a manos de nuestros perseguidores. Pero no voy a mentir,
también deseaba hacerlo, lo necesitaba. Y aún hoy lo necesito.
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