viernes, 25 de abril de 2014

Padre y madre -Ejercicio de transmisión-

 PADRE Y MADRE

            El aire transporta cenizas y putrefacción. Escuece en los ojos, arde en la garganta. Nubes de granito, tan rocosas como el cemento agrietado y las ruinas del mundo antiguo, cubren el cielo. Los ojos negros de los edificios nos observan. Evalúan qué clase de peligro traemos, si merece la pena atravesarnos la cabeza con una flecha por un improbable botín –nuestras zapatillas son poco más que jirones deshechos-, o si conviene más guarecerse de nuestra presencia, esperar a que escampemos como las lluvias amarillas. Todavía húmeda y caliente, la sangre de Padre empapa mi espalda. Gruñe que le abandone desde un lugar lejano a la consciencia. Nuestros perseguidores no están lejos. Cometimos un error, fuimos confiados con quien no debíamos.

         Encontramos un lugar en el que ocultarnos de las miradas. Un portal abierto, una penumbra insuficiente para camuflar una amenaza, y esa clase de silencio al que confiarías tu vida sólo durante unos pocos minutos. El polvo se desprende del techo agrietado. Descargo a Padre.  El color se diluye de su rostro cadavérico, en cada gota de sangre que conduce directamente hasta nosotros. Un resplandor rojo en un mundo gris. Observo la ropa ensangrentada sobre la herida, esperando que se cierre sola. Habíamos agotado el hilo de coser, y no disponíamos del tiempo para hacer fuego y calentar metal. Padre rechaza el agua que intento verterle en los labios.
            -No la malgastes. Vete.
            No le hago caso. Le aviso que voy a apartar la ropa para estudiar la herida, y que va a doler. Pero antes de hacerlo me retuerce el brazo.
            -¡Vete!- gruñe furioso y ofendido.- No puedes hacer nada.
-No sin ti. No puede dejarte...
            -No engañas a nadie.- Su risa se interrumpe en un ataque de tos, que me salpica de sangre la cara.-No lo haces por mí. Tienes miedo de no poder sobrevivir solo. Pero sobrevivirás, sobrevivirás hasta que el mundo te mate.- Padre aún ve el temor y la duda en mis ojos.- Escúchame, te hablaré de madre. Nunca preguntaste, pero siempre quisiste saber.
Yo ignoraba cómo nacían las personas, tampoco me lo preguntaba. Padre era todo lo que había conocido, pero en algún momento, en silencio, un hueco había comenzado a crecer a su lado. Quizá fuera en los dibujos de un lugar antes llamado escuela, o en las páginas del libro que padre me enseñaba a leer, en las mujeres y otros grupos de supervivientes, o durante la noche en la que aquel hombre irrumpió en nuestro refugio para violar a una joven. Alababa su fértil apariencia, con promesas de alimento eterno si conseguía traer a sus hijos al mundo, mientras nosotros nos ocultábamos a la espera de una oportunidad para escapar.

            Era una noche de invierno atroz- comenzó Padre.
La humedad que le calaba la ropa se transformaba en escarcha, y con cada respiración tragaba cristales de hielo. Había caminado sin descanso los dos últimos días con sus noches. Tenía que alejarse de las zonas pobladas. Los resquicios de la milicia estaban saqueando las ciudades y matando a todo el mundo. A su espalda aun alcanzaba a ver el resplandor de los incendios. La carne muerta atraería a los carroñeros y otras mutaciones de la gran guerra, y después la peste.
        Pero aquella noche no pudo avanzar más. Las temperaturas eran más bajas en las alturas de la montaña, y unas tinieblas densas como lodo empezaban a engullir el camino. No sabía si las piernas le temblaban por congelación o por la larga marcha, pero en el momento en que se derrumbasen, caería con ellas en un sueño del que no despertaría. Luchó contra sus dedos congelados por encender dos hogueras a refugió, y comió un poco de pan duro y dos onzas de chocolate, conteniendo el ansia de devorar lo poco que tenía.

            Quizá se durmió, porque no la escuchó llegar. Una mujer emergió de la oscuridad como si alcanzase la superficie de un lago negro. Fragmentos bañados por el fuego, mientras el resto de ella permanecía sumergido en la negrura, dispuesta a desvanecerse como un espejismo. Comida, fue lo único que dijo. Padre la vigilaba a ella y las sombras que los rodeaban. No estaba sola. Sin llamar la atención comprobó que su cuchillo siguiese atado y listo. Nadie se acerca a un desconocido, que puede rajarte el cuello por el simple placer de hacerlo, sin una ventaja. ¿A qué distancia debían estar sus acompañantes, en qué dirección, cuántos eran, con qué armas contarían? Si la mujer les importaba estarían lo bastante cerca para reaccionar, si sólo era un cebo desechable incluso podían haberla abandonado a su suerte, y a la de Padre. También podía tratarse de un grupo amistoso, de aquellos que no destrozan cabezas a pedradas siempre que compartas lo que tienes, y la mujer su mensajera de paz. ¿Tendría comida suficiente para satisfacerles? Había visto nuevos caníbales en las tierras áridas al sur, y estaba seguro de que la práctica se extendería. Recordaba a las presas vivas, el éxtasis del carnicero rebanando filetes, y las curaciones posteriores para conservar la carne. Si compartía su comida, quizá no sobreviviría a mañana; si no lo hacía, no sobreviviría a aquella noche.
            -Puedo pagar- ofreció la mujer, haciendo un gesto para descubrir su entrepierna. Nadie habría follado en aquel condenado frío. El ardor del acto habría quemado las reservas calóricas de las próximas horas. Pero alguna mente imprudente y calenturienta habría caído en aquella distracción perfecta para una trampa. –Lo siento- dijo la mujer a modo de despedida, y Padre no supo si sus palabras ocultaban una amenaza velada.
            Cuando se sumergiese de regreso a la oscuridad sería su fin. Padre corrió a detenerla con el pan duro en la mano, sin saber qué iba a hacer, hasta que descubrió su cuchillo clavado en la espalda de la mujer. Lo saco y lo volvió a clavar, comprendiendo su error. En la oscuridad nadie lo habría visto. Evaluó los factores: las opciones enemigas, el terreno, la oscuridad, las hogueras... Echó arena a patadas para apagarlas. A ciegas en la nueva oscuridad, recuperó su mochila. No era capaz de captar ningún movimiento, pero debía marcharse ya. Sin embargo, algo lo detuvo. Un llanto que provenía del cuerpo de la mujer. Bajo sus ropas se ocultaba un bebé. Su lloro atravesaba las montañas. No había acompañantes ni acechadores, pero los carroñeros no tardarían en salir de sus escondrijos atraídos por el reclamo de carne fresca y tierna. Sólo tenía dos opciones: salir cagando leches y tener la fortuna de no cruzarse con ninguna de aquellas bestias, o... O matar al bebé. De todas formas, su vida estaba condenada. En el nuevo orden la concepción era el acto de crueldad. Pero al final, tomó la tercera opción.

            -Podría haberte liberado de este mundo, pero no tuve el valor. Maté a tu madre, y te encadene a esta terrible existencia. Déjame aquí como el perro que soy, y corre por tu maldita vida, si aún estás tan loco para querer conservarla.
            Cargué las mochilas con todo lo que pude, y corrí. Corrí hasta no saber dónde estaba, de dónde venía y a dónde iba. Corrí hasta que el paisaje que me rodeaba dejo de parecerse a nada que hubiese conocido antes, y después, seguí corriendo. A veces he dudado de la historia de padre, quizá sólo fue su forma de lograr que le abandonase, pero conociéndolo estoy seguro de que es cierta. Sólo me arrepiento de una cosa, de no haberle matado yo mismo. Cualquier muerte que yo le hubiese brindado habría sido mejor que la esperaba a manos de nuestros perseguidores. Pero no voy a mentir, también deseaba hacerlo, lo necesitaba. Y aún hoy lo necesito.

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