EL DON
Podía contaros que esta historia le ocurrió a una amiga, o no sé a quien. Inventarme algunos hechos dejando el meollo, pero no, esto me pasó a mí y a mi padre que en paz descanse. Mi padre me abrió las puertas a un mundo distinto. Me hizo ver el don que yo llevaba. No sé si yo lo llevaba desde que nací y el me lo despertó, o si mi padre también nació con ese don. No tuve tiempo de tener una conversación con él porque se fue. Todo sucedió muy deprisa. Demasiado.
Aquel fatídico lunes por la mañana mi padre ya empezó a no poder disimular lo malito que estaba. Se colocaba la mano en el estómago y decía “tengo ardor”. Procuraba realizar las tareas cotidianas en su edad de jubilación aplicando el lema que siempre tenía en boca cuando alguien le daba prisas respondiendo “chis… tranquilo, detrás del uno, el dos…”.
Yo veía cómo su tez morena estaba cada vez más pálida con el transcurso de las horas, en aquel día de junio que no hacía mucho calor.
Mi padre era un hombre de campo y los hombres de campo nunca pueden estar mucho tiempo sin visitar su tierra. Tenía costumbre por levantarse de buena mañana e ir a tomar café al bar con sus amigos e intercambiar impresiones. Ese lunes no pudo hacerlo. Se quedó en casa echando un vistazo a sus pájaros que tenía en el gran patio de nuestra casa tomando los remedios caseros que mi madre le daba, y que no le funcionaban.
Yo estaba estudiando en aquella época mi oposición. Salí de mi habitación para que mi mente descansara un poco, y sin que él se diese cuenta, ví a mi padre encogerse, colocando el brazo derecho en el estomago. Al percatarse de mi presencia, se enderezaba y seguía con lo que estaba haciendo.
- ¿Te ocurre algo papá?
- No mi niña. No te preocupes.
- Cada vez estas más pálido.
- Tengo gases mi niña. Nada más
- ¿Has ido al baño?
- No. Pero no es tan importante.
- ¿Desde cuando no vas?
- No sé...
- A ver déjame hacer esto
De forma intuitiva me acerqué a él y le coloqué la mano en el ombligo. Y de repente como si alguien me hubiese pinchado, dí un respingo y pensé “se está muriendo” “No. No puede ser”
- ¿Qué te pasa mi niña?
- Nada papá ¿Por qué no vamos al médico y que te eche un vistazo?
- ¿Para que mi niña? Esto debe ser algo pasajero ¿Verdad?
Los ojos miel de mi padre, clavaron su mirada en mis ojos.
- Esto son gases, seguro, no hace falta que vaya al médico. Mañana estaré bien, seguro, y en cuanto me sienta mejor, con más fuerzas, hablaremos. Y ahora ve y estudia. No te preocupes de nada.
- Si papá.
Me volví a mi habitación a sumergirme en mis estudios otra vez, sin reparar en nada más, sin darle más importancia.
Dos horas más tarde ya había llegado el medio día. El sonido de la sirena de una ambulancia detenida frente a mi casa me alertaba. Salí de mi habitación corriendo y ví a mi madre con movimientos torpes y apresurados cogiendo a mi padre por la cintura, y éste al cuello de mi madre casi sin poder andar dirigiéndose hacia la puerta de salida.
- ¡Papá! –corría yo para cogerle-
- No pasa nada mi niña.
- Pronto estaré de vuelta. Tu estudia.
- Las dos no cabemos en la ambulancia _ dijo la madre_
- Nos vemos en el hospital Papá.
- No. No vengas mi niña
- Lo siento papá, no te voy ha hacer caso.
Todo sucedió muy deprisa. La gente salía de las casas para ver que pasaba y los que transitaban en ese momento por la calle se detenían para ver el suceso. Yo veía a mis padres, la gente, la ambulancia, todo a mi alrededor, clavada en el suelo, como si esto no fuese conmigo, como si de una película se tratara. Sin saber que pensar o hacer.
- ¡Venga! ¡espabila! ¡te acerco al hospital! –dijo mi vecino-
- Si, espera que recoja mi bolso.
Cuando llegué al mostrador del hospital, con palabras atropelladas y entrecortadas pregunté por mi padre.
- La segunda planta.
Me dirigí hacia el ascensor. Mi acompañante que era mi vecino y amigo, me seguía como perrito persigue a su amo. El ascensor tardaba en llegar. No podía esperar. El tiempo se me escapaba. Los dos nos miramos y sin pensarlo dos veces subimos las escaleras de dos en dos. Llegué al segundo piso en el momento en que una camilla iba por el pasillo apresurada.
- ¡Papá! ¡papá! ¡espera!
La camilla se detuvo y pude mirar a mi padre. Pálido. Ojeroso. Me miró dulcemente con lágrimas en los ojos. Le cogí la mano mientras me deslizaba junto a él y la camilla.
- Tienes un don mi niña. Utilízalo para hacer el bien.
- ¡Papá! ¡te quiero!
- Lo sé mi niña
- Nunca te lo he dicho.
- No hace falta.
- Te necesito papá.
Se llevaron a mi padre. Entraba en quirófano. Mi amigo me abrazó. Sujetó mis lágrimas, mi cuerpo y mis piernas que flaqueaban. Ya no pude ver a mi padre en vida nunca más. Desde entonces puedo tocar a las personas y saber que les ocurre.
Ana María llorens lledó --¡--
¡
No hay comentarios:
Publicar un comentario