sábado, 8 de marzo de 2014

La emperatriz y los gusanos

                Erase una vez, al principio de la primavera, en el hermoso jardín del Emperador Huang Ti.  La bella, Xi Ling Shi, aspiraba la perfumada brisa que provenía de la rosaleda, de pie en el umbral del palacio. No sabía donde ordenar que pusieran sus almohadones. Miraba en derredor buscando un agradable rincón a la sombra, no quería que su blanco cutis se oscureciera o manchara por efecto del sol, aunque deseaba que éste le calentara un poco después del crudo invierno que habían sufrido en Beijing. Finalmente encontró el sitio perfecto, bajo una gran morera en el centro de un claro. La luz del sol tamizada por las grandes y gruesas hojas, la confortaría sin arruinar su belleza. Se dirigió a pasitos levantando con cuidado las faldas plisadas de su shang y haciendo sonar delicadamente los cascabeles y piedras preciosas que adornaban los alfileres que sujetaban su complicado peinado. Se sentó con gracia recogiendo las anchas mangas bordadas del yi sobre su regazo. Cerró los ojos y levantó la cara disfrutando del momento de paz, escuchando los trinos de los pájaros que moraban en el jardín. Las damas de la corte real se acomodaron como pudieron a su alrededor, fingiendo tranquilidad y buenas maneras mientras peleaban en silencio por un sitio cerca de la huáng hòu, más o menos cómodo. Alguna terminó sentada sobre el blanco zhongyi para evitar ensuciar las faldas del hanfu. Un bermejo y orondo gato, regalo de un diplomático ruso, fue a enrollarse a sus pies, arañando la bonita caja lacada en negro y adornada con pequeñas flores de almendro donde la Emperatriz guardaba sus agujas de tejer. Ling Shi le hizo mimos, le dio un viejo ovillo de lana para que jugara y ella se dispuso a continuar con su labor, estaba tejiendo una faja de algodón amarillo para el hanfu ceremonial de su esposo. Otros dos gatos, mucho más estilizados, blancos con la cara y las manos grises, observaban, con sus penetrantes ojos azules, desde fuera del colorido círculo.
                Sobre todos ellos, entre las hojas de la morera, tres gusanos se lamentaban de su condición. Andr era un delgado y gris ejemplar, las líneas negras que debían marcar las uniones de sus anillos estaban difuminadas. Andaba con dificultad y tenía problemas respiratorios. No comía, tenía alergia al único alimento disponible para ellos, las hojas de morera. Miraba a su alrededor con desprecio hacia las blancas y amarillas cápsulas que los rodeaban, no tenía ninguna intención de convertirse en uno de ellos. Le daba mucho miedo a la muerte. Odiaba la vacuidad de su vida de gusano: nacer, comer, engordar, construir un capullo, renacer como mariposa, copular, poner huevos y morir, todo en menos de sesenta puestas de sol. 
           Lus era hermoso, su piel de tonos dorados y verdes brillaba en cada sección. Se desplazaba arrastrándose ya que sus patitas no podían soportar el peso de sus anillos. Comía compulsivamente las hojas de morera, incluso ahora, reunido con sus amigos, roía la hoja que lo sostenía malamente. Ansiaba el momento de construir su propia pupa y lucir como mariposa. Aunque sentía mucha lástima del hecho de abandonar a su progenie. Y siempre estaba mirando al cielo, temeroso de que un pájaro lo viera y lo convirtiera en su merienda.
Con ojos llorosos escuchaba las penas de sus compañeros, Ton, una bonita oruga de tonos naranja y franjas grises. Con un par de pequeñas anomalías genéticas, unas protuberancias en la cima de la cabeza, ¡orejas!  Era el ejemplar perfecto de gusano de seda. Ni gordo, ni delgado, de suave piel y fuertes patas. Sano, seguramente sería capaz de convertir el almidón de las hojas de morera en la mejor dextrina para fabricar el capullo más blanco y fuerte de toda la colonia. Pero incapaz de empezarlo por miedo al fracaso. Nada más salir del pequeño huevo había soportado las risas y el rechazo del resto de sus congéneres exceptuando Andr y Lus. Siempre había sido distinto, un poco más grande que los demás, de colores más vivos. Podía comer tanto las hojas como las flores de su árbol de nacimiento.  Sus extrañas orejas tal vez le impedirían evolucionar, convertirse en una bonita polilla con sus cuatro alas cubiertas de suaves escamas. Y existía la posibilidad de transmitir su defecto a sus hijos. Eso, si encontraba quien quisiera copular con él. Era su momento, lo sabía, no se decidía a tumbarse en la horquilla de una rama y empezar el proceso, pero la naturaleza y el instinto pueden más que la voluntad. Se despidió de sus amigos y se alejó buscando un rincón apartado.
                La dulce Ling Shi pidió que les sirvieran el té. Los sirvientes repartieron pequeñas mesitas entre las damas para apoyar las delicadas tazas de porcelana y los platillos con dim sum rellenos de gelatina de almendra o de judía azuki. Al llegar las cocineras con las teteras de cobre un delicioso olor a jazmín y azahar llenó el círculo de nobles amas. Debido a ello, o a la dulzura de los pastelillos, las mujeres se relajaron y subieron el tono de sus conversaciones llegando incluso a oírse alguna risilla escondida tras la mano extendida de alguna joven e inexperta dama. El gato de rojizo y largo pelo, ronroneaba y se contoneaba mendigando una caricia aquí, una golosina por allí. La misma emperatriz le sirvió medio dim sum de azuki mojado en su té, en un platillo de porcelana decorado con arabescos de oro puro. Mientras uno de los altivos siameses observaba la merienda con desprecio.
Un alboroto entre las ramas, sobre las bellas cabezas de las cortesanas, hizo caer flores y hojas. Con tan mala suerte que un blanco capullo amerizó en el té que Xi Ling Shi sostenía delicadamente entre sus manos. Un sirviente se dispuso a retirarle la taza, pero levantando una mano la Emperatriz lo interrumpió. A pesar de su juventud o tal vez por eso, la esposa del Emperador más poderoso del mundo, era muy curiosa. Le llamó la atención que parecía caramelo de barba de dragón, el dulce que su bao mu le hacía cuando era pequeña, a base de hebras de azúcar. Introdujo un fino dedo en el té cogiendo un hilo y enrollándoselo, sorprendida por su resistencia y su brillo al sol. Pensó que un tejido con ese material sería resistente, flexible y brillaría. Podría hacer una faja mucho más bonita para su esposo que con el algodón que estaba trabajando. Pero era muy fino y comprendió que necesitaría hilar varias hebras para conseguir un grosor suficiente para tejer. Entusiasmada con la idea, mandó traer una olla grande llena de té y ordenó los sirvientes que subieran  a los árboles en busca de los suaves y blancos capullos. Bajo sus indicaciones las damas de la corte, deshacían cuidadosamente las cápsulas en el té caliente e iban desenredándolas mientras ella las iba hilando.
                Uno de los gatos siameses bajó de la morera reuniéndose con su compañero, tosiendo, escupiendo y pasándose la mano por la cara y la lengua repetidamente. El otro lo miraba divertido. Era muy orgulloso para pedir dulces a las mujeres, pero no tenía tanta hambre como para comer gusanos.
No lejos de allí, posada sobre una rosa, una mariposa secaba sus nuevas alas, de bonitos tonos naranjas y franjas negras, al sol; mirándose y observando los sucesos a su alrededor, asombrada y admirada.


Antes de ver la carta dixit, imaginé que habría un gato naranja jugando con un ovillo de lana rosa, mientras dos estilizados gatos blancos lo miraban. En mi carta había un gusano naranja con franjas grises  y orejas de ratón, con cara antropomórfica representando sorpresa, sobre una hoja mordida con forma de mariposa. Esta es mi versión de la leyenda del descubrimiento de la seda hace más de cuatro mil años.

No hay comentarios:

Publicar un comentario