miércoles, 19 de marzo de 2014

ADIVINANDO CARTAS

El juego consiste en recibir una carta, y antes de mirarla imaginar qué contiene. Qué deseas que te muestre. Después describir lo que realmente se ha encontrado.
Como llevo varios meses intentando cambiar mi vida sin conseguirlo, deseo ver una  imagen que me ilumine. No pretendo cerrar la puerta de mi casa, llegar a Barajas, aparecer en Buenos Aires y contemplar el mismo océano sobre una roca de Mar de Plata.  No se trata de cambiar las circunstancias, todos sabemos que por muy lejos que vayas te llevas la piel y lo que tiene dentro.  En mi caso necesito tiempo para reorganizar mi existencia, pero el tiempo es muy caro, tan caro que no sé cuál es su precio ni dónde se  compra. De  modo que siempre que pienso en esto llego a la misma conclusión: quiero que en mi carta aparezca la combinación ganadora de la primitiva de esta semana. Es una estampa muy simple: seis números ordenados en tres filas y dos columnas. Seis números oscuros dibujados sobre un fondo blanco. Ya está, lo demás quedaría de mi cuenta.
Cuando miro la carta doy un respingo que frena la silla. Nada menos que una enorme serpiente ocupa toda la imagen. Una inmensa serpiente replegada varias veces sobre sí misma. No hay nada que no sea ella. De momento es egocéntrica y hambrienta. Tiene la boca totalmente abierta, y sobre su lengua se mantienen firmes y orgullosas las últimas casas del planeta tierra. Tres casas de paredes blancas y techos oscuros que están a punto de ser engullidas por una azulada boca. Previamente a la deglución se supone que clavará sus dos afilados colmillos blancos sobre las tejas, para no tragarse las casas enteras. Al fin y al cabo tiene hambre pero no es idiota. La susodicha culebra es casi obesa, cada uno de los anillos que la forman tiene el color de lo que comiera. Supongo que anduvo en desiertos tragando su arena y por eso del color del oro se impregnaron sus anillos por temporadas.  También debió frecuentar  verdes valles llenos de hierba porque tiene anillos de color esmeralda. Anillos de color naranja se pintaron en su piel cuando decidió tragarse toda la tierra y empezó con los campos más bellos y colinas hermosas. Sedienta ante tanto manjar tuvo sed y se bebió el agua verde clara de los ríos, lagos, mares y océanos, dándole a trozos el color de la tibia esperanza.
Anillos verdes oscuros, seguidos de amarillos, anillos verdes claros dando paso a los naranjas. Verde, amarillo, verde y naranja. En continuidad infinita desde la cola hasta la boca. Rematada por un paladar azul teñido por el veneno que nace de su lengua rota.
Cuando se trague las casas ya solo estará ella, y el que mire esta carta solo podrá verla a ella. Imposible imaginar su interior. Incluso cerrará sus ojos brillantes quedando hecha un ovillo tetra color.  
Esta serpiente me es conocida. Yo era una niña y siempre venía en mis pesadillas. En aquellas noches en las que la fiebre me dominaba con su presencia. Siempre el mismo sueño insoportable hasta que despertaba.
Por alguna razón desconocida para mí, yo corría por la ribera del río. Era sin duda mi amado valle del Jiloca. No corría como cuando jugaba con mis hermanos. Corría desesperada, con todas mis fuerzas y cada vez que volvía la cabeza, allí estaba ella. Era una serpiente verde con manchas rojas cuya cabeza tenía el tamaño de la locomotora de un tren. Supongo que a esa edad no había visto nada más grande con movimiento que las máquinas de los ferrocarriles. Ella reptaba a tres o cuatro metros de mí y no conseguía alcanzarme, pero yo tampoco me la quitaba de encima. Para colmo iba entrando y saliendo como un conejo entra y sale de sus madrigueras. Entraba y salía de la tierra como hace aún el Guadiana, de modo que al girarme y no verla me daba la esperanza de que yo había corrido más que ella y me calmaba. Al instante, cuando volvía a mirar (por aquello que se dice en España de “por si las moscas”), allí estaba otra vez besando casi mis pies. Aquello era insoportable. Tenía la sensación de que veníamos corriendo desde Calatayud hasta Daroca. Mis fuerzas se agotaban, así que decidía hacer un quiebro cuando aquel bicho estaba bajo tierra.
Miraba a la cima de las colinas, que eran textualmente un triangulo perfecto y comenzaba a subir por la ladera. Pensaba que al llegar arriba sería tan fácil como saltar al otro lado y olvidarme de la “bicha”. De vez en cuando miraba hacia atrás y no la veía. La muy tonta debía estar ya por Calamocha, bien lejos de mí, río arriba. Con un poco de suerte llegaría a su nacimiento y al no encontrarme se daría por vencida.
Por fin llegaba al pico de la montaña, porque en mi subida, la colina se hacía montaña de lo alta que parecía. Me asía con fuerza a su extremo como el que se coge a una muralla. Apretaba mis manos y subía una pierna. Ya casi estaba. Solo faltaba echar la otra pierna y saltar al vacío por el cateto del triángulo que era aquella cordillera. En ese preciso instante cometía el error de girar la cabeza y allí estaba la suya. Con la boca abierta, con su roja lengua, aquella boca que era como diez veces yo. Imposible escapar. A ella solo le faltaba cerrar sus mandíbulas y me tragaría antes de que yo pudiera impulsarme al vacío.
Entonces me despertaba dando gritos y allí estaba mi madre con un pañuelo mojado en mi frente. ¡Por Dios! ¡Solo era una pesadilla! ¡Pero qué pesadilla! No quería volver a dormirme de ninguna manera. Hasta que el agotamiento imponía su poder y me rendía.
Esta pesadilla se repitió todas las veces que me ponía enferma. Desde los siete a los once años. Y ahora que pienso, supongo que se quedó esperándome en Daroca porque no se enteró de que nos fuimos a vivir a Calatayud. Y no se enteró a pesar de las muchas lágrimas que fui dejando por las choperas y por el sendero que separaba o unía el pueblo con mi casa. Pero ya sabemos que las serpientes son de sangre fría y no entienden de sentimientos.
Hace más de cuarenta años que no la había vuelto a ver, que no olvidar, y hoy, se aparece ante mí en este juego inocente de imaginar el contenido de una carta.
No se quedó en mi pueblo. Posiblemente se integró en la vida real para devorarlo todo. Se fue comiendo los campos de trigo. Cuando ingirió la madre del pan que alimentaba a sus gentes y las amapolas con las que yo hacía vino en mis juegos, se cabreó eternamente al no verme. Ella sabía que los niños jugábamos al escondite en los campos cuando el trigo estaba verde. Y sabía que el guardián de los campos nos gritaba porque dejábamos con nuestras pisadas laberintos que enfadaban mucho a sus dueños.
Comido el trigo, el oro del alimento, a ella se le fueron haciendo anillos de color amarillo. Acabado el trigo se bebía el líquido de mis amapolas rojas y se le iban pintando anillos naranjas de la mezcla del pan y del vino.
Enfadada y furiosa me buscaba por los bordes del río donde la hierba adquiere los verdes claros y los verdes oscuros. Unos en el centro del día cuando el sol calienta en verano y los otros húmedos cuando el agua refrescaba las hierbas a su paso. Comidas las plantas de todo el contorno, se le pintaban de color esperanza nuevos anillos. Y así siguió buscándome y al mismo tiempo tragándose el esplendor de mi pueblo.
Cerró la fábrica de pasta por falta de trigo. Se cerró la línea del ferrocarril porque taponó los túneles con su veneno. No sabía que yo ya me había ido en el último tren que dejaron pasar los políticos de turno. Cerró hasta el alfarero que se quedó sin tierra con la que hacer sus encargos.  Y hasta el río lloroso de no tener hierba que besar a su paso, decidió bajar su nivel e intentar despistar a la culebra, que se bebió su agua solo por hacer daño.
¿Y para qué sirve un pueblo sin trigo, ni tierra ni agua en su río? Solo para que sus casas vacías se conviertan en el último alimento de la serpiente de mis sueños. Ahora mucho más grande y larga en la estampa del juego.
Recuerdo que la primera vez que la vi era una culebrilla pequeña y gris. Me disponía a ir del huerto al río cuando me asustó su movimiento. Salí corriendo en dirección contraria y gritando como si hubiera visto al demonio. Me encontré a mis hermanos, que lejos de salir huyendo conmigo, se fueron a buscarla con palos. La encontraron y la cogieron. Me buscaron y me la enseñaron. La llevaban cogida del extremo del palo y se partían de risa. Es posible que ahí naciera el pánico que le tengo a este tipo de animales. Es posible que aquella culebrilla inocente supo que yo podría ser su víctima, al fin y al cabo tuve la culpa de su detención.  
Y como muestra de que no podemos escapar de nuestros miedos y sufrimientos, he aquí un claro ejemplo de que de nada sirvió alejarme de mi edén, y de mi serpiente enorme. Si la hubiera cogido yo misma con un palo y la hubiera paseado cual trofeo un rato y la hubiera dejado escapar a su río, posiblemente no me hubiera martirizado en la infancia y no me hubiera alcanzado en un aula grisácea, después de tantos años.
Por eso no quiero amanecer en Mar de Plata. Sabrá encontrarme tarde o temprano. No se trata de cambiar las circunstancias. Se trata de cambiar por dentro. Aunque para ello necesite la combinación ganadora de la primitiva de esta semana. Aunque estoy pensando que la gran serpiente, que se ha comido el mundo, posiblemente se ha comido la carta que yo buscaba y que me iba a facilitar el cambio. Será cuestión de abrirle la boca, dejar que me trague y buscar mi suerte en sus adentros. Al fin y al cabo, nada queda fuera, salvo yo que la estoy mirando.


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