viernes, 10 de enero de 2014

LA "TENSIÓN" DE MI CUENTO, QUE AÚN NO TIENE NOMBRE…

           Este es un fragmento de 2015 palabras del cuento que estoy escribiendo para el 15 de febrero. No sé si corresponde o no con exactitud a la “tensión” que es objeto de este tercer ejercicio, pero delante hay un número similar de hojas y detrás hay (o mejor dicho, habrá) otras tantas… Aunque he llegado a un punto en el que no tengo ni la más remota idea de qué van a hacer mis personajes… ¡Y me encanta! El argumento es sencillo: es como “El código da Vinci” pero a mi manera. No creo que requiera mucha más explicación. No sé si os gustará o no, si será o no vuestro estilo. Lo que sí sé es que me estoy divirtiendo mucho, muchísimo escribiendo esta historia.
Es bastante probable que el jueves 16 de enero no pueda llegar a clase a tiempo. Así que no seáis muy malos en vuestras críticas…
 
LA TENSIÓN DE MI CUENTO, QUE AÚN NO TIENE NOMBRE…

-He aquí la dificultad – dijo César con ironía. – ¿Ya lo podemos dejar?
Juan siguió mirando las dos fotocopias.
-En las dos inscripciones, las letras griegas nos llevan a Alexandros. Veamos  qué nos dicen los jeroglíficos. ¿Qué son? – le preguntó a Aida, señalando los de la piedra.
-El primero es el símbolo de la tierra, tA en egipcio. El segundo es un recipiente cerámico de sonido nw. El tercero es el agua, mw. Y el cuarto, sHt significa campo de juncos o árboles e incluso oasis.
-Y los símbolos del recipiente y del campo se repiten en el facsímil, ¿no? En los lugares primero y tercero…
-Eso parece – dijo Aida – Los demás son diferentes. El segundo es el símbolo de desierto o de país extranjero, se lee HA y el cuarto es un látigo que se puede leer mH.
Juan asignó letras grecolatinas a cada uno de los símbolos y tras medio minuto de moverlas de sitio, sonrió triunfante:
-Este es el orden de lectura. Aida, ¿Qué pone?
Aida miró los símbolos y luego miró a Juan y a César. El uno estaba radiante de felicidad y el otro con cara de pocos amigos.
-mw, sHt, mH, tA, nw, HA – leyó – No tengo ni la menor idea. Para mí no es ninguna palabra conocida. Puede que sea alguna localidad extranjera, porque el último símbolo es de país extranjero, o alguna ciudad del desierto. En cuyo caso, al ser un determinativo, no se leería. Con lo que tendríamos mw, sHt, mH, tA, nw. Que sigue sin ser nada para mí. Tendría que preguntar a algún profes…
-¡Ni se te ocurra! – saltó Juan bruscamente – Nadie más puede saber esto.
Aida y César se miraron con sorpresa. La reacción había parecido un poco exagerada, pero no dijeron nada. Se limitaron a un par de gestos de extrañeza.
-Debe ser un lugar, sí. Eso es. Un lugar. ¿Has dicho desierto y oasis?
-Sí, pero puede ser cualquier cosa dependiendo de si es monosilá…
-Eso ya lo he entendido. – dijo molesto – Es un lugar, seguro.
--o--
Dos horas después, aparecía Aida de nuevo en casa de César con un maletín de viaje con ruedas, en el que traía los libros que creía les serían útiles. Cinco minutos después, apareció en la puerta un repartidor con tres pizzas medianas, cortesía de Juan. Éste se sentó en el escritorio, sacó un trozo de su pizza, cogió uno de los libros del maletín y se puso a investigar. Aida y César se sentaron en el salón.
-¿De qué va tu tesis?
-De estructuras hidráulicas romanas. En especial de la época del emperador Caracalla.
-Yo hice un doctorado en Egiptología, sobre la época predinástica. – sonrió levemente.
Fue la primera vez que César la vio. La había mirado, eso sí, pero hasta ese momento no se fijó en que le parecía muy guapa. Hablaba de lo que le costó recopilar la información para su tesis, de su trabajo como profesora ayudante en la facultad, de trabajos extras que se buscaba dando clases de jeroglífico en instituciones académicas privadas o públicas… Y él le contó lo que hacía ahora y cómo se ganaba la vida.
-¿De verdad se puede vivir de eso? – preguntó alucinada.
-Se puede comer y pagar gastos – sonrió César – Que ya es bastante hoy en día.
De repente se oyó un grito que salía del despacho.
-¡Ya sé lo que es!
--o--
El aeropuerto internacional de El Cairo no tenía mucho movimiento. No se veía, como hacía un par de años, el ajetreo de viajes organizados desde cualquier país europeo, americano o asiático. Las revueltas habían dejado a Egipto sin una de sus fuentes principales de ingresos: el turismo. Quizá por eso habían conseguido con tanta facilidad tres pasajes de ida y vuelta y un guía para que los llevara en todoterreno por la Ruta de los Oasis. Una locura para César. Un sueño para Aida. Y una aventura para Juan.
-Aún no sé cómo me has podido convencer – dijo César dentro del taxi que los iba a llevar a un hotel del centro – Es de locos.
Juan no parecía molesto. Miraba por la ventanilla del copiloto con gran entusiasmo, al igual que Aida que, sentada junto a César en los asientos traseros del vehículo, miraba por la suya. César suspiró con resignación por enésima vez en esas dos semanas en las que había tenido que oír que con el facsímil y el resto de muro se podía deducir donde estaba la tumba de Alejandro Magno. ¡Ni más ni menos que Alejandro Magno! Eso era como encontrar la Atlántida, pero personificada.
Ahora veía pasar los edificios de El Cairo con indiferencia: los modestos, los que estaban a medio acabar y los grandes y modernos bloques. El taxista era un loco al volante que no parecía ver el caos circulatorio, las personas que aparecían por todas partes, las bicicletas y los otros coches que se echaban encima del taxi. Y a él tan solo le faltaban un par de cosas para tener las conclusiones de su tesis. Volvió a suspirar.
-¡A que es una ciudad maravillosa! – exclamó Aida con una mirada radiante.
-Si tú lo dices – contestó en tono neutro.
-Ya hemos llegado al hotel.
El hotel Ramses Hilton estaba junto al río Nilo, frente al Puente 6 de octubre. Era un edificio de unas treinta plantas, de un color marrón indefinido y una estética bastante peculiar, con tramos en voladizo que sobresalían de la alineación de la fachada. Parecía una colmena. César miró hacia arriba y luego a la entrada. Aida y Juan ya estaban dentro.
-¿Hablas árabe? – le preguntó César en el ascensor.
Juan sonrió.
-Me defiendo.
--o--
Al día siguiente, a las diez de la mañana, apareció el chófer y guía que los iba a llevar por los oasis de Egipto.
-Se llama Sharaf – dijo Juan tras hablar con él un par de minutos. – Habla inglés y un poco de español, así que no habrá problemas de comunicación.
Cuando se fue, Juan les dijo en tono serio:
-Saldremos mañana a las 7:00 A.M. – y se dirigió hacia la calle – ¿Vamos? – los miró desde la puerta.
-¿Dónde? – preguntó César tontamente.
-Al Museo Egipcio de El Cairo, naturalmente.
--o--
Estaban en la sala de espera de las oficinas administrativas del museo. Mientras Aida y Juan parecían tranquilos, César sentía que no tenía el control de la situación y eso le molestaba. Siempre, desde que eran niños, había sido él quien había llevado las riendas en la relación de amistad. Era él quien organizaba los juegos, quien programaba las actividades. Y era su amigo quien se dejaba llevar. Ahora sentía que estaba en terreno desconocido y no le gustaba. Tenía que tomar el control de nuevo, aunque fuera de aquel disparate que tenía por delante.
Los atendió una egiptóloga egipcia muy famosa, lo que lo sorprendió. Hasta él la había visto por la televisión, pero lo que no sabía era porqué Juan había podido quedar con ella. Los pasó a una sala de reuniones y les enseñó unos planos antiguos. César los ojeó. Eran del siglo diecinueve, firmados por un tal Pierre Jacotin, cartógrafo que viajó junto con Napoleón en su expedición militar a Egipto. Se asombró de la precisión de las indicaciones y empezó a escuchar con atención a la egiptóloga. El plano que más le interesó era el de los oasis y las rutas para llegar a ellos. La egiptóloga les hablaba en un perfecto inglés, explicando el origen y el porqué de la ruta, cuándo la utilizaban y qué se podía encontrar en ellos.  
Tras más de una hora de conversación, salieron de las oficinas. César no dejaba de pensar en la ruta que habían visto en esos planos. Juan llevaba una fotocopia de uno de ellos y se la quitó para volverla a ver.
-¿Qué pasa? – le preguntó Aida al ver la brusquedad con que cogió el plano.
-Estoy pensando.
-¡Pues ya era hora! – se rió Juan – Llevo intentando que pienses más de medio año… Parece que esa tesis te ha secado el cerebro.
-Vamos al hotel. – dijo como respuesta.
--o--
En la habitación, César le pidió a Aida que escribiera sobre el plano los nombres en egipcio antiguo de los oasis. Juan había concluido, buscando en los libros de Aida, que los símbolos podrían indicar los nombres en egipcio antiguo de algunos oasis de Egipto, porque en el resto del muro y en el facsímil había alguno de esos símbolos. Lo de concluir, además, que en los oasis podía estar la mentada tumba, era algo totalmente absurdo que no había acabado de comprender. Pero ahora tenía delante de él un plano con los nombres antiguos de los oasis y algo le despertó la curiosidad.
Miró las palabras en egipcio. En cada una de ellas aparecía un símbolo de los encontrados en el resto de muro y en el facsímil y el orden que Juan había deducido a partir del Cifrado César era la ubicación de los oasis de norte a sur.
-Aceptamos que cada uno de los símbolos representa un oasis – empezó a pensar en voz alta más que a hablar con sus compañeros – Y el orden que Juan descifró los ordena de norte a sur. Primero tenemos el-Fayyum, luego Siwa, Bahariya, Farafra, Dakhla y el último Kharga. Lo que yo no sabía eran los puntos de salida y de llegada de la ruta hasta que hemos hablado con la egiptóloga. Al norte estaba… Menfis, ¿verdad? – miró a Aida, que asintió – Y al sur estaba Tebas – volvió a mirarla esperando aprobación. – Más o menos donde ahora están El Cairo y Luxor.
Juan se acercó con interés al plano. César ni se dio cuenta.
-Ese orden no indica ningún lugar concreto, sólo la ruta alternativa a la navegación por el río. Pero… – hizo una pausa y cogió un lápiz – cada una de las inscripciones puede señalar una ruta independiente, ¿no?
Dibujó la primera ruta, la señalada en el bloque, que unía el-Fayyum, Siwa, Farafra y Dakhla. Luego, con un trazo distinto, dibujó la ruta del facsímil, que unía Siwa, Bahariya, Dakhla y Kharga.
-La clave está en los puntos de salida y llegada – sonrió mirándolos con una expresión triunfante.
Aida lo miró y también sonrió. Tenía los ojos brillantes y la expresión pícara del niño que acababa de descubrir un juguete nuevo. En ese momento le pareció menos desabrido que de costumbre, lo que le gustó. Le sorprendió que Juan mirara el plano con tanta seriedad.
-Si la primera ruta es la ruta norte – se volvió al plano – la salida es desde Menfis – dijo dibujando una línea que unía esa ciudad con el primer oasis – Y la vuelta sería también a Menfis – dibujó otra línea desde el cuarto oasis hasta la ciudad. – Esta vuelta desde Dakhla hasta Menfis atraviesa el desierto por el este.
-Ahí no hay nada – dijo Juan muy serio sin dejar de mirar el plano con las rutas que marcaba César.
-¡Ah! Pero falta la segunda ruta, la que llamaremos ruta sur. Esta saldría desde Tebas – dibujó la línea entre esta ciudad y el oasis de Kharga – Y volvería a Tebas – trazó ahora la línea que unía Siwa con Tebas. – Esta es una ruta de vuelta que iría de oeste a este.
Cuando acabó de dibujar la línea, Juan miraba el plano como atontado. Aida no entendía nada todavía.
-En la intersección de las rutas de vuelta hay algo – sonrió con aire de superioridad señalando con el índice el punto de cruce de las dos líneas – Algo que Caracalla, o alguien vinculado a él, quería ocultar, pero no olvidar. Por eso se talló en los muros de las Termas. Es posible que la otra inscripción también esté allí, aunque igual se ha perdido con el tiempo. En cuanto al facsímil…
Juan lo interrumpió.
-Es la tumba de Alejandro Magno, seguro.
-Se sabe con certeza, porque hay documentación que lo acredita, que el último que visitó la tumba de Alejandro en Alejandría fue Caracalla. Y después no se tiene constancia de ella. Se le pierde la pista después de Caracalla. – dijo Aida.
Los dos hombres se giraron hacia ella al unísono.
-Es cierto – repitió ella.
--o--

 

 

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