EL BOMBERO
Voy a contaros la historia de lo que le ocurrió a mi amigo Salvador Perez Ruiiz, bombero del destacamento número 3 ubicado a las afueras de Xàtiva.
En la ciudad la navidad estaba tocando ya a la puerta. Se respiraba por las calles la alegría de los viandantes que parecía contagiarse como si de un virus fuese, sin embargo en el destacamento de bomberos tal virus no le afectaba. Las paredes pintadas de blanco aparecían ennegrecidas y con manchas oscuras. Moho en los bajos de algunas zonas. Los camiones provistos de sirena y mangueras siempre a punto para salir, dormitaban en el recinto a la vista de Juan Santandreu Ponderal. Jefe del destacamento a sus 33 años. Divorciado desde hacía dos años y sin hijos, podía ver desde la oficina encristalada y ubicada en la zona superior derecha, a la que se accedía por unas escaleras de metal negro, vislumbrar gran parte del parque de bomberos. Observaba a Salvador que daba vueltas por el gran patio que rodeaba al enorme parque de bomberos. Lleno de escombros por una de las esquinas, desde no se sabe cuando con un muro a medio hacer. Utensilios de albañileria esparcidos por aquí y por allí. Llenos de óxido. Ladrillos de distintos tamaños, tierra y demás. El día anterior Salvador atisbó a una dálmata huidiza con una pata a la que le resultaba difícil de pisar el suelo, un ojo legañoso, zonas en el lomo al rojo vivo y huesos pegados a la piel. La dálmata temblorosa, cobijada detrás de un montón de arena medio cubierta por una lona, también observaba los pasos de Salvador a través de una rendija. Éste iba de un lado a otro con un cuenco doble de color rosa lleno de pienso en una parte que había adquirido ese mismo día y agua por el otro. Salvador pensaba que quizás no fuese el mejor de los manjares, pero él era vegetariano, y sus creencias le impedían suministrar carne. Amaba demasiado a los animales. La dálmata se hacía visible poco a poco pero Salvador no la veía. El movimiento de la lona la delató y Salvador avizor se percató y quedo quieto. No la llamó. No la increpó. No intentó acercarse a ella, simplemente en silencio dejó cerca del montón de arena el gran cuenco y se alejó. No muy lejos. Lo suficiente. Cogió un cubo y lo colocó hacia abajo en forma de asiento. Se sentó y encendió un pitillo y contemplando las nubes negras en el horizonte que parecían anunciar una riña entre ellas, y romperse en cualquier momento, no pudo evitar que la mente se le fuese. Miraba a la dálmata como si pudiese ver a través de ella. Ésta atenta a cualquier sonido extraño, daba un paso hacia delante y se paraba, girando su cabeza a derecha e izquierda, dando un salto hacia atrás escondiéndose de nuevo. En sus incursiones la dálmata se acercaba cada vez más a la comida y Salvador desde su lugar, chupada tras chupada al cigarrillo presenciaba la secuencia. Los pensamientos le llevaron hacia Angela Saantandreu Ponderal. Mujer con la que se casó hacia veinte años. ¿Qué quedaba de su matrimonio? Dos varones de 25 y 22 años respectivamente que parecían no tener prisa por irse de casa. A los hijos les gustaba la libertad en la que nadaban. Llegar a casa a cualquier hora y tener un plato caliente, un techo en donde guarecerse, ropa de marca y dinero para divertirse sin ninguna otra preocupación. Ah! y un coche para llevarles a dónde la mente les permitiera ir. Pero ¿y el?
- ¡Salvador! –grito el cuñado- ¡Deja de una vez a ese maldito chucho y ven! ¡tenemos una salida en la casa de la cultura!
- Me voy bonita –le dijo Salvador a la dálmata como si ella pudiese entenderle- Volveré –comentó levantándose del asiento del cubo y apagando el cigarrillo en el suelo pisoteándolo con fuerza y apretando ligeramente la mandíbula- Nadie te hará daño mientras esté yo aquí.
Salía un humo denso de los archivos de la casa de la cultura. Jenifer Pazos Sarriá se ahogaba por momentos. Sudorosa. Aturdida y temblando en la oscuridad se le agolpaban los pensamientos. Escuchaba voces en la lejanía. Delante de ella habitaban llamas que por segundos amenazaban con devorarla. Escuchaba su nombre y no sabía de dónde procedían esas voces. La garganta le picaba. El calor se hacía cada vez más insoportable y sus ojos sòlo percibían luz roja ¿Era a ella a quien la llamaban? No sabía. Unos golpes lejanos le devolvían a la realidad de vez en cuando, y de repente… nada…
Salvador a golpes destrozaba la puerta del archivo que se encontraba abajo. A él también se le agolpaban los pensamientos y con el mazo entre sus manos parecía descargar una tensión acumulada desde no se sabe cuando. Los golpes eran cada vez más intensos. Juan detrás de él, armado hasta los dientes agarraba la manguera con fuerza dispuesto y preparado para entrar sin perder segundo alguno. Un par de golpes más y Salvador derribó la puerta. El humo salió espetado hacia ellos.
las mascarillas les protegían. Las llamas al fondo del archivo se avivaron y con el humo denso solo se dejaban ver unos zapatos color rosa. Unas largas piernas tendidas en el suelo. La joven Jenifer de 24 años con larga cabellera comenzó a toser. Salvador Sin pensarlo dos veces mientras su compañero manejaba la manguera cogió a Jenifer y la incorporó. Se quitó la mascarilla y se la colocó a ella. La levantó del suelo y salió del sótano con ella entre sus brazos. Jenifer se aferró al cuello intentó incorporarse pero segundos más tarde las fuerzas le volvieron a abandonar. En el el exterior el tumulto y el murmullo de la gente era estridente en aquel día gris. La gente se amontonaba alrededor del camión de bomberos. Los compañeros de Jenifer iban detrás de Salvador todos en corrillo tratando de acercarse a ella. Salvador con el cuerpo frágil de Jenifer entre sus brazos, se arrodilló para dejarla en una de las camillas cerca de la ambulancia. Sin soltarla del todo, trataba de quitarle de la cara los cabellos que la cubrían. El ovalo blanco de Jenifer era redondo y sonrosado. Los labios carnosos sinuosos para el beso. Los pechos turgentes de la juventud se hacían entrever de entre la blusa rosa manchada de negro. Los legins ajustados presentaban desgarros al engancharse por algún hierro del los archivos. El viento fresco del día revoloteaba alrededor de los dos y una fragancia a Jazmín envolvía a Salvador. Los enfermeros de la ambulancia apresurados la metieron en la ambulancia para llevársela y Jenifer pudo abrir lo rasgados ojos negros por un momento. Las miradas se cruzaron por unos segundos. Salvador parecía no poder soltar a Jenifer. Estaba atrapado por no se sabe que. Los océanos azules de Jenifer volvieron a ausentarse cuando los párpados de ella cayeron de nuevo en la oscuridad. Salvador tuvo que soltarla. Mientras alguien detrás de él decía.
- ¡El Jefe! ¡Que suba detrás con nosotros!
Salvador parecía no escuchar nada ni a nadie.
- ¡Salvador! –dijo Juan gritando- ¡Avisa al otro, coge el camión y marcharos al destacamento! ¡Ya haré el parte más tarde!
Salvador sólo vio que a Jenifer se la llevaban en la ambulancia y desaparecía de su vista. El tiempo parecía haberse detenido. Salvador cogió la mascarilla que llevaba en la mano y se la acercó a la boca. La fragancia de Jazmín aún estaba presente. Penetraba en la mente y recorría todo su cuerpo produciéndole un estremecimiento que le llegaba hasta los pies. Volvió a la realidad y haciéndose hueco de entre la muchedumbre entró en el edificio hasta llegar al piso que se había derrumbado y destrozado el archivo de la casa de la cultura para avisar al otro compañero de que debían abandonar el recinto y dejar paso a que otros funcionarios realizar la labor pertinente. Ellos debían acudir de nuevo al destacamento.
Ana Llorens
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