sábado, 11 de enero de 2014

Ejercicio de Ernest




Llevaba despierto un rato. Todavía era de noche. Intenté volver a dormirme pero no pude. Tenía el cuerpo como en alerta. Venía sucediendo lo mismo desde hacía tiempo. Me despertaba, así sin más, y ya no podía dormirme. Nunca era nada. Simplemente me despertaba. Abría los ojos y allí me quedaba esperando la hora de levantarse. Así que llevaba un rato mirando la persiana. Tenía los ojos abiertos y miraba como la luz de la calle entraba por sus huecos. Había que ajustar la correa. Lo hablamos la semana pasada pero no había encontrado el momento. Me lo recordó cuando nos acostamos. Si no vas a arreglarlo al menos deja que llame a alguien.
Ella todavía dormía. La escuchaba repirar desde el otro extremo de la cama. Respiraba muy bien. Traté de concentrarme en aquel ritmo, como quien cuenta hacia atrás con la intención de dormirse, pero fue imposible. Al rato escuché chirriar una puerta de garaje. Cuando aquel coche enfiló la calle, la luz de los faros golpeó contra la ventana y se coló a empujones entre los orificios de la persiana. Recordé una vez, hará cosa de medio año, que se me despertaron sólo los ojos. Podía ver el techo de la habitación y la lámpara que colgaba sobre nosotros. Podía pestañear pero no podía mover los brazos. Tampoco la cabeza. Era un peso muerto sobre la cama. Intenté gritar pero tampoco podía decir nada. Me asusté. Me asusté tanto que volví a dormirme de puro miedo. Luego, al despertar, no sabía si había sucedido de verdad. De todas maneras, ahora no era nada de eso.
Me levanté con cuidado de no hacer ruido. Faltaban unos minutos para las seis y cuarto. Antes no me importaba que se despertara. No es que hiciera por despertarla, pero no tenía este cuidado. El pasillo estaba en penumbra. Avancé tocando la pared con las llemas de los dedos hasta alcanzar el interruptor de la cocina. El tubo pestañeó varias veces pero no se encendió. Abrí la nevera y saqué la botella de leche y un tarro con mantequilla. Desde la ventana que había sobre el fregadero se podía ver la parte trasera de la casa. Apenas unos metros cuadrados de lo que un día fue un césped. Estaba enjuagando una taza cuando el tubo emitió un chasquido tan seco que reaccioné pensando que se me caía encima. No sería la primera vez que uno de esos bichos explota y se le clava a la gente por todas partes. No sé dónde lo había leído. No quedaba café para dos tazas. Decidí que tomaría uno nada más llegar al trabajo. No me pude terminar la leche. Mientras restregaba la mantequilla en una de las tostadas el tubo volvió a crujir como un golpe a algo metálico.
Cuando volví a la habitación Olga se había dado la vuelta y su brazo se estiraba hacia mi lado del colchón. Los sábados tenía el día libre. La miré durante unos segundos. Se le había subido el camisón y mostraba medio muslo. Me pareció que seguía dormida. Cuando éramos más jóvenes solía teñirse el pelo de un color rojizo que me volvía loco. Durante una época lo llevó larguísimo, tan largo que le cubría media espalda y cuando hacíamos el amor me caía sobre la cara. Sopesé la idea de llegar tarde al trabajo y quedarme un rato allí, con ella. En todo este tiempo no había faltado una sola semana. Si descontamos cuando se marchó Dani. En todo caso, si el primero de la mañana llegaba a su hora siempre podía esperarse unos minutos. Me senté a los pies de la cama medio convencido. Solamente por ver cuál era su reacción me dejé caer a su lado. No abrió los ojos pero se recogió como una bola.
-¿Hoy no trabajas?
Me incorporé sin decir nada, recogí la ropa que tenía sobre la silla y salí de la habitación.
Antes de subirme al coche miré hacia la ventana. La persiana continuaba echada y no se veía luz en el interior. Seguramente Olga dormiría hasta tarde. Era lo que solía hacer los sábados. Su semana era dura y, bien mirado, se lo merecía. Estuve de pie un rato. Tenía la esperanza de que la persiana se levantara y apareciese ella jugueteando con un tirante. Alguien salió de dos casas más para allá y, al verme plantado, levantó la mano tímidamente. Respondí y me subí al coche. Tal vez no había podido levantar la persiana. Me recriminé no haber arreglado la correa; aunque en realidad sabía que Olga seguiría dormida hasta tarde.
Al dejar atrás la casa, miré por el retrovisor justo en el instante en que al maldito tubo de la cocina se le antojó encenderse. Proseguí la marcha.

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