La
sargento Martínez se sentó en su mesa. Menudo día había tenido. Primero uno que
se quería tirar del puente de Monteolivete sobre la zona de grabación de una
película de Hollywood; luego el robo de una ambulancia cuando los sanitarios estaban
atendiendo un accidente de tráfico en el cruce de Peris y Valero con Antiguo
Reino; y ahora un chalado que había visionado un crimen. Ella, que soñaba con
ser como Grissom del CSI, se veía abocada a tener que redactar informe tras
informe y a tener que aguantar a un pirado tras otro.
El tipo que tenía delante era alto, seguro que mediría más de un metro
ochenta, delgado y pelirrojo. Odiaba a los pelirrojos. Siempre le recordaban al
niño macarra de su colegio que se metía con todos los demás niños y subía las
faldas a las niñas. Menudo impresentable. Seguro que había acabado siendo
director de algún banco. Y ella aún pagando la hipoteca.
-A ver – lo miró. – Dice usted que es mentalista y que ha tenido una
visión, ¿es correcto?
El tipo la miró desde su altura y se enfadó.
-¡Es lo que acabo de decirle!
-Bien, cálmese señor… Tome asiento, por favor. Y repítame de nuevo qué es
lo que le pasa.
La sargento Martínez tomó nota de la declaración y dio por finalizado el
día.
Eran las siete de la mañana. Su turno empezaba a las ocho. Se sentó en la mesa
de la cocina delante del pequeño televisor para tomarse un café con leche y ver
un rato los noticieros matinales con su presentador favorito.
-“Y ahora una noticia de última
hora. Han encontrado asesinado en una calle de Valencia al conocido ladrón de
vehículos Seat 600 Gustavo Tobías, alias “El Rana”. Según se ha podido conocer
ha recibido varios disparos que le han provocado la muerte. Por ahora no hay
ningún sospechoso. La policía no descarta ninguna hipótesis”.
El café con leche que se estaba bebiendo se le atragantó y se le cayó
encima. Se movió lo suficiente para evitar manchar el uniforme, pero no pudo impedir
que salpicara toda la mesa.
-¡Joder! – exclamó enfadada y salió corriendo para mirarse en el espejo del
cuarto de baño.
Una vez comprobó que no se había manchado, volvió a la cocina y empezó a
cambiar de canal por si repetían la noticia. Pero no hubo suerte. Habían sido
tan solo quince segundos de información.
La
puerta de la comisaría estaba llena de periodistas, cámaras de televisión y
teléfonos móviles. A Luisa le costó entrar. Lo que vio dentro tampoco era muy apacible.
Al parecer, el comisario en persona estaba dirigiendo la investigación. Daba
órdenes, gritaba a todo el mundo y paseaba de un lado a otro como un poseso.
Luisa no sabía si acercarse o no a hablarle del supuesto vidente y sus
fantasías. Un alarido del comisario la sacó de dudas inmediatamente. Tenía que
acudir a su despacho.
Se sentó en uno de los sillones y esperó.
-Me han dicho que ayer vino un tipo diciendo que había visto el crimen. ¿Es
eso cierto?
-Sí, comisario. Un mentalista.
-Ya. Uno de esos que ven cosas antes de que pasen…
Luisa esperaba alguna broma o risita, pero no lo que dijo.
- Que venga inmediatamente. Vaya a por él y lo trae. Ya.
El
edificio era antiguo y sin ascensor. Luisa subió hasta el cuarto piso y llamó a
la puerta. Una mujer de unos sesenta años, rubia teñida, maquillada en exceso y
vestida con unas mallas rojas apretadas y una blusa con flores violeta que no
disimulaba unos quilos de más, abrió.
-Buenos días, ¿qué desea?
La voz la sorprendió. Luego se fijó en la pronunciada nuez.
-Buenos días. Soy la sargento Luisa Martínez y busco a… – miró sus notas y
no pudo decir el nombre completo – Al señor Corcón. Vive aquí, ¿no?
-¿Para qué lo busca?
-Necesito hablar con él. Ayer vino a la comisaría a presentar una denuncia.
Con mala gana, la dejó pasar.
-Espere aquí.
La dejó esperando en la entrada del piso, separada del resto por una puerta.
Era una estancia pequeña y oscura que tenía cuatro sillas desgastadas y una
mesita vieja con revistas. Dentro se oían voces, murmullos, que no conseguía
entender. También se oía el teléfono. O teléfonos, porque sonaban timbres
diferentes.
La puerta separadora se abrió y apareció la mujer.
-Sígame.
Cuando atravesó aquella puerta se quedó perpleja. Era una estancia con
bastante luz natural. En un lado había seis o siete mesas en las que se
sentaban diferentes personas con auriculares en las orejas, como si fuera una
centralita. Bueno, el tipo era mentalista. Igual tenía una de esas líneas telefónicas
caras para sacar dinero a la gente. La sorprendió lo variopinto del personal. Una
de las mujeres llevaba teñido el pelo de azul, iba maquillada y vestida del
mismo azul, con collares y pulseras de piedras de todos los colores; frotaba
una bola de cristal mientras hablaba por teléfono. Un hombre iba vestido con traje
y camisa negros, corbata blanca y manejaba con soltura una baraja; también
hablaba con alguien.
Tardó en percatarse de que la mujer le indicaba que pasara a otra
habitación. El señor Corcón la esperaba de pie.
-Sargento Martínez – la saludó – Supongo que ha visto las noticias.
-Sí, señor Corcón – le contestó – Y necesito que me acompañe a la
comisaría. Necesitamos hacerle algunas preguntas más.
-Llámeme por mi nombre de pila.
Luisa miró la nota que llevaba en la mano y no pudo evitar sonreír.
-Albarico – dijo ella, continuando con un que en su mente.
El aludido hizo un gesto de desagrado.
-Al. Solamente Al.
-Bien, pues hechas estas indicaciones, ¿me acompaña, por favor?
El
comisario estaba serio.
-¿De qué conocía usted a Gustavo Tobías, alias el Rana?
-De nada – contestó – Se lo acabo de decir. Ayer por la tarde tuve una
visión en la que alguien aparecía muerto. Pero hasta hoy no he conocido la
identidad de la víctima.
-¿Alguien le dijo algo en una de sus… digamos, consultas y ésta es su
manera de avisar a la autoridad?
-No. Nadie me dijo nada. Se lo he dicho. Tuve una vi…
-¡Visión, sí, ya lo sé! – dijo gritando y se levantó de la mesa – Es
consciente de que es el único que sabe cómo murió el Rana, además de la
policía, ¿verdad?
Al pareció comprender de repente, pero no dijo nada. Tan solo tragó con
dificultad.
-Hasta que se demuestre lo contrario, es usted sospechoso. Que le tomen los
datos, sargento Martínez.
Tras haber dejado a Al Corcón con uno de sus compañeros, Luisa se sentó en
su mesa a repasar la declaración que éste había hecho el día anterior. Apenas
había sacado la carpeta, cuando se oyó un disparo. Entre el lío de gente que
había entrado a curiosear, los agentes en alerta para que no se colaran
periodistas y el desorden general, alguien había disparado.
Sacó su pistola y se preparó. Todos los demás agentes se habían apostado
tras las mesas y tenían sus armas en la mano. Alguien estaba en el suelo. El
pelirrojo. Se levantó y observó. Quienquiera que hubiera disparado, ya se había
ido. O al menos, no disparaba más. Se acercó a la gente para comprobar daños y
vio que no había ninguno.
-¡Que nadie salga de aquí! – gritó el comisario desde la puerta de su
despacho - ¡Hay que interrogar a todo el mundo! ¿Hay alguien herido?
La
herida era leve. La bala había rozado el brazo a nivel del hombro. Unos cuantos
puntos de sutura en urgencias fueron suficientes. Al miró hacia la puerta. Allí
estaba la sargento, seria, con cara de pocos amigos. Ahora era su niñera. Lo
que le faltaba.
Se acordó de la primera visión que tuvo a los diez años. Le entró un
repentino dolor de cabeza y vio como unos niños del colegio lo perseguían
mientras lo llamaban albaricoque y lo llenaban de peladuras de melocotón. Cosa
que sucedió al día siguiente. Claro que tampoco podría decirse que fuera una
visión, porque cosas como esa le pasaban todos los días.
-Si ya estás preparado, nos vamos, Al.
La sargento de hierro. Inmutable. Le recordaba a la niña empollona de su
clase, que siempre estaba seria, leyendo un libro detrás de otro, sin jugar con
los demás. Bueno, por lo menos fue la única que nunca se burló de él.
-¿De verdad no conoces al Rana? – preguntó mientras conducía hacia la casa
de Al.
-¿Cómo te llamas?
-¿Qué? – se sorprendió ella.
-Tu nombre.
Ella sonrió un poco. Vaya, si parece hasta agradable.
-Luisa.
-Pues no, Luisa. No lo conozco.
-Es raro – dijo pensativa – Ayer denunciaste un asesinato que no se había
producido, hoy sucede y después intentan asesinarte a ti. ¿Quién podría querer
hacerte daño?
-Cualquiera de los que llama a mi consulta y que no está de acuerdo con la
predicción de mi gente.
-¿De tu gente? – se extrañó.
-Sí. Yo no contesto el teléfono. Son mis empleados quienes lo hacen.
-Y entonces, ¿la visión que dices que has tenido? ¿Es mentira? ¿Tienes algo
que ver con el asesinato o no?
-Es largo de contar.
-Tengo tiempo.
Llegaron a casa de Al, pasaron por delante de los videntes, entraron al
despacho particular y con una llave abrió una puerta blindada que daba a otra
estancia. Luisa no estaba preparada para lo que vio. Era un apartamento sacado
de una revista de decoración. Minimalista, en colores blanco y negro, elegante.
Todo lo contrario a lo hortera de las otras habitaciones.
-Veo que el negocio te va bien.
Al sonrió.
-No va mal. Voy a cambiarme de ropa.
Cinco minutos después, Luisa estaba al corriente de las tres únicas
visiones de Al.
-Una visión cada quince años – dijo él con ironía – Buena media para un
mentalista, ¿no crees?
-No sé. No creo en esas cosas.
-Pero pasan. Mira lo del Rana ese…
De repente le volvió el dolor de cabeza. Luisa se asustó al ver su mueca y
se acercó para calmarlo. Un par de minutos después se encontraba bien.
-No me digas que es otra visión.
-Pues sí. Esto es algo inusual – bromeó.
-¿Y qué has visto?
-Una monja muerta. – hizo una pausa – Asesinada por el mismo que mató al
Rana.
-¿Y has visto quién era el autor? ¿Por qué sabes que es el mismo? No nos
has dicho que conocías al asesino del Rana.
Una llamada telefónica interrumpió la conversación.
-Comprendo – dijo Luisa a su interlocutor. Varios monosílabos después
colgó. – La monja asesinada se llama Irene García. ¿La conoces?
Al se quedó lívido.
-Mi ex novia – susurró – ¿Era monja? La última vez que la vi estaba tumbada
de espaldas en mi sofá.
Esa había sido su segunda visión, a los veinticinco años. Estaba en el
despacho, revisando documentación de unos clientes y le dio dolor de cabeza. Vio
a su novia que le estaba siendo infiel con su mejor amigo. Un día después los
pilló en el sofá del salón. En realidad, qué podía esperar de aquel niño que
había sido el que más peladuras le había tirado y que al final se había convertido
en su mejor amigo.
Ese día, hacía ya quince años, había dicho adiós a su mejor ex amigo y a su
ex novia, se había despedido del banco, abandonando una prometedora carrera
como director de sucursal y se había lanzado a la aventura. En ese tiempo no
había tenido ninguna visión más, a pesar de dedicarse profesionalmente a ello.
Contrataba videntes, mentalistas, brujas, lectores de cartas y todo tipo de
gente para que contestaran las llamadas. Él no cogía nunca el teléfono. Tan
solo era el dueño de la empresa. Hasta ahora. El maldito dolor de cabeza había
vuelto dos veces seguidas, se había instalado entre sus sienes y había visto…
-Es mi ex amigo.
La sargento llamó a comisaría y dio los datos del ex amigo de Al. Dos horas
después, mientras comían el menú de un restaurante chino que la estrambótica
rubia les había subido, Luisa recibió una llamada de su jefe.
-Lo tenemos. Ha confesado.
A la
mañana siguiente, mientras Luisa desayunaba su café con leche y veía las
noticias matinales, el presentador guapo informó:
-“Ayer fue arrestado Ricardo F. G.
como presunto autor del homicidio de Gustavo Tobías, alias “El Rana” y de la
monja de clausura sor Irene García. Según ha informado la policía, el presunto
homicida había orquestado una venganza contra un antiguo conocido, del que no
se han filtrado datos. Al parecer, y según todos los indicios, sor Irene y el
presunto homicida habrían mantenido una relación sentimental secreta en su
juventud. Cuando el novio de ésta, y amigo del presunto autor del crimen,
descubrió la relación, cortó todo contacto con sus conocidos. Sor Irene, tras
un período de depresión y culpa, se ordenó monja, abandonando a Ricardo F.G. Tras
varios años de tratamiento psicológico, el presunto homicida planeó la muerte
de su amigo y su ex pareja. Según parece, se ubicó en la salida del local
nocturno, esperando a su víctima, pero por error atentó contra la vida de
Gustavo Tobías.”
-Empollona – Luisa recibió un beso en la coronilla.
-Pelirrojo – contestó sonriente.
-He tenido una visión.
Ella lo miró interrogante.
-Que me decías que sí.
Luisa soltó una carcajada.
-Pues espérate unos quince años…
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