Estoy en la fila de venta de billetes de la estación de tren de Valencia. Voy con tiempo por primera vez en mi vida. Aplicando las reglas antiestrés básicas que algún día enseñaré a mis pacientes. Delante de mí veo un matrimonio. La señora no puede con la maleta y el marido lleva las dos. Ella se apoya en una muleta, camina despacio y él va a su lado. Nos han puesto el tren de Zaragoza en la vía 21, lo más lejos posible de la sala de espera. Llevo el equipaje de varios años. Vaya suerte...
La pareja se va acercando al andén y yo los voy alcanzando. Ella sube primero. Su marido le da la mano. Después él sube las dos maletas y va tras ella para colocarse en su sitio. Se paran en el centro del coche, justo donde pueden ir cuatro personas alrededor de una mesita. Mi reserva también es ahí. La elegí yo por si no había viajeros y así usar mi portátil con amplitud. El abuelo coloca en el portaequipajes las maletas, primero la de ella y después la de él. Finalmente se sientan uno frente al otro al lado de la ventana. Apenas se hablan. En algún momento se sonríen. Aquí estoy yo, colocando mis cosas camino de Teruel. Me esperan casi tres horas de viaje. Saco el ordenador, bocadillo y botella de agua y los pongo sobre la mesa. Coloco las maletas y finalmente me siento. Respiro, o más bien resoplo, y arranca el tren.
La abuela reza algo. El abuelo ya está dormido. Me dispongo a comer. Espero que me dé tiempo de terminar antes de llegar a Sagunto, allí sube mucha gente.
Llegamos a Sagunto y cuando arranca el tren la señora se sorprende del cambio de sentido. Da a entender que se marea de espaldas a la marcha. Le doy con el codo al señor y le digo que su esposa se marea si no va de cara. El señor que estaba dormido se levanta y sin rechistar le cambia el sitio. Me encantan estas parejas tan unidas. La señora se ruboriza como un tomate y se tapa la boca con una mano.
―No es mi esposa. Podría serlo pero no lo es.
―Lo siento. No era mi intención molestar a la señora. Por favor discúlpeme. La verdad es que debería de haberme dado cuenta de que no han discutido ni una vez, cosa poco probable en los matrimonios de su edad cuando van de viaje. Vaya psicólogo que voy a ser….
―No se preocupe joven. Yo estoy soltero.
Soltero como yo. Anoche rompí con mi novia. No podía más. Era un castigo de relación. Corté con ella y hoy me estoy yendo con todo el equipaje. No tengo ni idea de relaciones, mira que casar a la pareja a sus setenta y tantos años.
―No ponga esa cara joven, tampoco es para tanto, me he puesto colorada, sí, pero es que soy muy tímida. En mis tiempos no había psicólogos. Una lástima hijo. Yo soy viuda. Mi marido murió hace 10 años. Que Dios lo tenga en su gloria. Tuvo una enfermad muy larga y finalmente fue un descanso para mí.
Dicho esto me pregunto si me conviene acabar soltero, como parece, o terminar como la señora, descansando. Como estoy ahora. Qué alivio. Ahora él va mirando el paisaje y la señora parece alejarse con el sueño. Él va rumiando sus pensamiento y al final me suelta que no sabe bien lo qué es un psicólogo, aunque le suena que es para los locos, o los que se lo hacen, que hay mucho tonto suelto, mucho… Me hace gracia el abuelo y se lo explico. No se queda muy convencido. Según él hay algunas depresiones que se irían trabajando de sol a sol. ¿Depresiones? Mucha tontería es lo que hay. La verdad es que el hombre se ve bastante trabajado. La piel surcada por el sol y el viento. Los dedos de las manos retorcidos. Es un hombre de campo. Me parece que es un buen hombre por cómo se explica, directo, con sinceridad. Me va contando que ha estado quince días en Valencia al cuidado de su hermana. Cogió una gripe muy fuerte y ella siempre que enferma lo lleva a su casa para atenderle. Pero acaba por aburrirse tanto en la ciudad que en cuanto se encuentra bien se va a su casa, se va a su pueblo. Allí la vida es de otro modo.
La mujer entiende al hombre. Ella vive en la ciudad y ahora se va quince días a casa de una amiga de la infancia que no abandonó el pueblo. Después volverá también a su soledad. Ella habla poco y escucha mucho. Incluso con los ojos cerrados.
En el pueblo de él apenas vive gente. En verano es distinto. No deja de sorprenderme que este hombre esté soltero y se lo pregunto. Total, no volveremos a vernos...
―No sé. No apareció la chica. O si estuvo no la vi. No lo sé. De todas formas ya no tiene remedio. Tú ve con cuidado. No te quedes solo. Es lo peor.
Ya no ha dicho nada más. He pensado que iba a añadir algo pero se ha quedado tan mudo como la señora. No te quedes solo me ha dicho. Aún retumban sus palabras en mi cabeza. Ha mencionado la soga en la casa del ahorcado. Estoy solo. No había pensado que pudiera ser un cambio definitivo en mi vida. La palabra soltería acaba de parecerme horrible vista desde los ojos del hombre que tengo enfrente.
Ya se ve la iglesia de Segorbe. El hombre va mirando el paisaje como si lo fuera fotografiando para sí. Lleva apoyado el codo en el borde de la ventana y con la mano se sujeta la cabeza cerca del cristal. Suspira y comienza a hablarle a mis ojos reflejados. No me habla realmente a mí, se dirige al hombre que parece que nos persigue fuera del tren. Esbozo una ligera sonrisa y le escucho como nunca he escuchado a nadie. Como escucha la señora que duerme.
—Cuando acabó la guerra tenía tres años. Era el penúltimo de siete hermanos. No teníamos mucho pero no llegamos a pasar hambre. Siempre hubo patatas y judías que poner en la mesa. El pan racionado. ¿Cómo se puede racionar el pan? Seguramente tú no puedes imaginar eso, igual que no puedes pensar en racionar el aire. Aunque todo se andará... —sin pestañar sigue hablando a ese otro yo, sin cambiar el tono de voz, como si fuera una oración aprendida de memoria—. Recuerdo que fui unos años a la escuela, hasta los doce o trece años, y siempre intentando ayudar en todo lo que se podía a los padres. Era una vida muy dura. Muy dura para todos. Con un España rota y sangrando hasta la última gota de bilis de pequeños, mayores y viejos ―y volvió a rumiar sus pensamientos durante un buen rato del trayecto, con la mirada fija, sin pestañear, apretando a veces los dientes y balanceando la cabeza suavemente―. En verano se animaba algo el pueblo, venían los vendedores con sus carros y también los que compraban animales o cosas. Venía el alfarero con botijos, cántaros, cuencos, vasijas, tinajas y un sinfín de cosas que ahora mismo no puedo recordar. Yo acompañaba a mi madre y le llevaba la compra a casa. Mientras las mujeres hacían cola yo jugaba con la hija del alfarero. Ahora que lo pienso igual fue la única chica con la que yo me relacioné de chaval. Corría más que yo y aquello era casi insoportable. Siempre estaba intentando comprobar si aquel deshonor se mantenía en el tiempo. La verdad es que nos ganaba a todos los críos de su quinta y se reía todo lo que quería. Después todas aquellas zagalillas que iban de pueblo en pueblo con sus padres se juntaban en corros, nos miraban a hurtadillas y se oían sus carcajadas más que las campanas de la iglesia ―ahora mis otros ojos lo ven como si quisiera sonreír y me entran ganas de preguntarle a modo de consulta sin diván, pero no lo hago por si lo saco de su enroque y se calla. Entre silencio y silencio estamos llegando a Barracas―. Como yo era el motivo de burlas siempre iba hasta donde estaban ellas y la provocaba para repetir la carrera. Esta vez rambla arriba. Cuando acababan las casas yo seguía por aquel camino empinado y lleno de piedras, y entonces el panorama cambiaba. Me colocaba a su par y me sobraba el aire. A ella no. Cuando estábamos a un rato del pueblo pegaba un acelerón para dejar claro que cuesta arriba no tenía nada que hacer y, cuando ella no podía más y gritaba “ya vale”, entonces y solo entonces, reconocida mi victoria, cogíamos el camino de vuelta. Hablábamos mucho. Podía hablar con aquella chica. Además me parecía la chica más guapa del mundo. En serio que lo era. Y me hablaba a mí. Al llegar a las casas yo le decía que no fuera a echarse a correr como hacía siempre y ella me juraba y perjuraba que no lo haría. Pero como era tan pilla, en cuanto me despistaba salía como un galgo hasta llegar a los carros y me volvía a ganar. A mí me gustaba y hasta cierto punto sentía que era un privilegiado de tenerla como amiga, aún así me iba farfullando cuesta arriba hasta que llegaba a mi casa. No puedo recordar ni su nombre ni su cara. Son tantos años. Sesenta años son tantos años…
Ahora soy yo el que mira apenado la cara del hombre, ¿me olvidaré yo del rostro de los que han sido mis amigos? Ha cerrado los ojos. Quiere volver a dormir. Aunque ya se sabe que esta gente mayor no duerme cuando duerme…, aunque ronquen, y es cierto, te pueden repetir la conversación al detalle y dejarte alucinado.
Miro a la señora y le veo las lágrimas hasta el cuello. Una vez más compruebo mi teoría de que se enteran de todo. ¿Le pasa algo señora?, ¿le puedo ayudar en algo?, le pregunto algo desconcertado. Niega con la cabeza. Son solo lágrimas hijo, nada más, me contesta con una neutralidad preocupante. Y vuelve a cerrar los ojos. Puede llorar y hablar sin que se le note. ¡Increíble!
El hombre abre los párpados. La mira y me levanta los hombre como diciendo “yo no entiendo de mujeres”. Se gira hacia el paisaje y vuelve a encontrar mis ojos reflejados. Ya estamos en Mora de Rubielos. Todavía no he encendido el portátil. Estoy ejerciendo…
―No recuerdo su nombre. Es cierto. Hacía mucho que no pensaba en ella… Después murió mi padre. Llevaba algunos años enfermo. Pagado el entierro nos quedamos sin una perra. La vida cambió de tal modo que no podría ni describirlo. Mi madre estableció un luto riguroso que duró unos cuatro años. Unos años oscuros en los que no se iba a las fiestas, no se iba al baile, no se iba ni a jugar a las cartas... Cuando quise darme cuenta tenía diecisiete o dieciocho años. Abierta la puerta de aquella cárcel sin rejas me vi incapaz de hablar con ninguna chica, cuanto menos sacarlas a bailar, menos aún imaginar besarlas, en fin… ― Ahora oigo de nuevo su silencio. Tengo la sensación de escuchar los chirridos de las ruedas del tren surcando en su cerebro y que sus palabras son simple polvillo de su pasado―. No parábamos de trabajar todos los hermanos. En el campo. Con los animales. A lo que fuera. Pero había tanta escasez de todo…. Me fui a Francia en cuanto pude. Pasados unos años volví al pueblo. Mis hermanos se fueron casando. Yo me quedé con mi madre. Después no me sentí capaz de dejar sola a mi madre. Los años pasaron y me quedé solo. Lo peor de la vida es quedarse solo. Qué triste es estar solo. Sobre todo ahora que en los pueblos no queda nadie. Los inviernos son muy duros. Son tristes y duros. Y gracias que puedo seguir en mi casa. Cualquier día tendré que irme a la residencia de Daroca. No tengo hijos. No me queda otra...
Acabamos de pasar Sarrión. Creo que el hombre acaba de gastar todas las palabras que tenía. Acaba de vomitar en un soplido todos sus recuerdos. Ya no mira hacia fuera. Observa mis ojos. La señora también abre los suyos. La señora carraspea y comienza con una voz muy suave a hablar.
―El día que nací murió mi madre. Fui la sombra de mi padre hasta que se dio cuenta de que no llevaba marcha de echarme novio. Ningún hombre te gusta hija, me decía, no sin cierta pena. Yo quería estar con mi padre. Solo me tenía a mí. No buscó otra mujer. Tenía miedo de que una madrastra pudiera hacerme daño. Me quería tanto... que en vista de que yo no me declinaba por ninguno de mis muchos pretendientes, porque aunque ahora no lo parezca, de moza era muy guapa, me apañó un matrimonio del cual no me pude escapar. No será que no le lloré a mi padre y le imploré que me dejara estar con él… pero siempre me decía que no quería dejarme sola cuando él se fuera. Que estar sola sería lo peor que me podría pasar. Y como si él supiera que no le quedaba mucho tiempo, con veinte años pasé por el altar. No le quería. No. Era un buen hombre pero no lo quería como se tiene que querer a un marido… Y él lo sabía. Y sufría. Terminé por amarle y mi padre ya se pudo morir. Tuve dos hijas. Tuve una vida normal. Bastante normal. Y como dice aquí el señor, qué triste es estar solo. Y aún más triste sentirse solo cuando se tienen hijos que olvidan tu soledad.
De nuevo las lágrimas por su cara. No le decimos nada ni el hombre ni yo. Necesita llorar. Nos hemos quedado en silencio los tres. Se vislumbra Teruel. Se acaba mi viaje. Cómo me gustaría seguir un poco más.
―De jovencita iba con mi padre por todos los pueblos de la ribera del Jiloca. Salíamos desde la alfarería de Daroca y seguíamos el río con las cerámicas en el carro. Lo pasaba muy bien con la chiquillería de los pueblos. Me conocían en todos los sitios. Andaba enamoriscada de un chaval que me enredaba mucho…
Cojo mis maletas. Guardo el ordenador que no he usado. El tren se está parando. He llegado a la estación. Les deseo muy buen viaje y se lo digo. Los viajeros que se bajan empiezan a recorrer el pasillo.
―Andaba enamorada de un chaval que no encontré por ningún lado en las fiestas de San Pablo en invierno. Tampoco lo encontré en las fiestas de San Roque en verano. Apoyada en la pared de los salones negaba todos los bailes ante la mirada triste de mi padre. Él nunca me sacó a bailar. Nunca vino a buscarme a la plaza. Siempre soñé que aquel chaval que se enfadaba cuando le ganaba a correr, algún día me invitaría a bailar cuando nos hiciéramos mayores. Que él me elegiría a mí.
En el pasillo ya empezaban a estar los que habían subido. A duras penas conseguí bajar del tren. Corrí hasta la ventanilla para colocarme en mi reflejo de tres horas. Aplasté mi nariz en el cristal para mirar. No me vieron. Hablaban. En tren arrancó. Seguí su movimiento unos metros para ver si me miraban. No me vieron. Seguían hablando.
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