Dos figuras, de las
tres que salieron al amanecer, caminaban sobre la línea de tierra que se abría
entre la vegetación, única mano del Hombre desde hacía siglos sobre aquel lugar.
Caminaban, valga la redundancia, sobre el Camino. Se zarandeaban con la inercia
de la pesada mochila que, fuertemente asida a su pecho y riñones, guiaba el
continuo balanceo de sus cuerpos cansados. El sol, suspendido en lo alto de un
cielo brillante, clavaba sus verticales rayos sobre el pelo negro de ambos y
arrancaba gruesas gotas de sudor salado que se deslizaban por sus rostros.
Pese a todo, sonreían
con complicidad y bromeaban, se empujaban y reían, también pese al dolor de sus
pies sobre el chinarro, pese al temblor de sus rodillas que les instaba a
dejarse caer y estallar en sonoras risotadas. Reían porque eran amigos, algo
más que amigos de palabra, “hermanos peregrinos” llegarían a oírse decir y por
ello en aquel momento eran partícipes de mucho más, participes de un destino
que uno de los dos creía ya escrito y el otro por escribir.
Con ese pensamiento en
algún lugar de su mente, ahora ocupada con ideas y carcajadas más mundanas que
camuflaban el asfixiante cansancio, llegaron al siguiente pueblo envueltos en
una nube de polvo que se elevaba a su paso. Al disiparse apareció ante ellos la
humilde silueta de un albergue que parecía haber salido a recogerles, a
arroparlos en su sombra e incluso a regalarles una ducha y una cama. De él
surgió sin embargo otra figura con el inequívoco mensaje de que no había cama
ni ducha para ellos.
Se desplomaron contra
la valla de madera que cercaba aquel oasis vedado, conscientes ahora más que
nunca de lo exhaustos que estaban. Reían entre profundas inhalaciones la ironía
de aquel destino que, sin embargo, quizás sí estuviese escrito, pues salieron
del albergue dos chicas que los encontraron discutiendo las posibilidades entre
algunas maldiciones y se sentaron en el umbral. La conversación fluyó
naturalmente porque les abrazaba aquel mismo destino que sin conocerse les
imbuía ciertos ideales comunes, una suerte de confianza mutua o tal vez algo de
solidaridad. Intercambiaron primero sonrisas, luego nombres, procedencias y
miradas, algunas huidizas, y los chicos decidieron quedarse furtivamente allí,
con la excusa de no andar más, la voluntad de no dejar atrás al amigo que
quedaba por llegar y la esperanza de tener más tiempo que compartir con ellas.
Refrescaron su garganta
y su piel y cantaron bajo la ducha, alegres del presente, de lo gratificante de
aquel caminar, de lo merecido del descanso que les esperaba, de la sencillez de
sus vidas en aquellos días tan ajenos a su cotidianidad. Alegres también de
haberlas conocido y de desconocer lo que vendría a continuación, de dejarse
llevar. Junto con otros compañeros que hacían noche en aquel pueblo comieron,
bebieron, acariciaron la superficie de quienes eran, saboreando las
conversaciones y el tiempo que en aquellas circunstancias tan especiales
parecía expandirse, como si la naciente amistad viniese de más atrás e hiciese
que lo vivido llegase siempre más hondo.
Caída la noche
prepararon una cena que compartieron con quien quiso sentarse en el césped con
ellos. Y así, en un círculo donde todos podían leer las caras de todos, donde
los corazones quedaban expuestos, donde todos eran iguales, peregrinos en aquel
viaje independientemente de su quehacer habitual, y a la vez tan diferentes,
intercambiaron experiencias. Había uno que avivaba la curiosidad con sus
historias de Caminos pasados, un pionero entre los que allí se encontraban, un
“héroe” de polémicas gestas que arrancaban comentarios y risas sinceras.
Fue entonces cuando al
grito de uno todos miraron hacia la puerta del albergue y encontraron una
figura apoyada en la valla. Reconociéndolo enseguida, sus dos amigos corrieron
a abrazar a aquel héroe sin comillas que se resistió a quedar atrás o a coger
atajos y, después de todo el día caminando, llegaba justo para sentarse con
ellos a cenar. Todos lo saludaron efusivamente y callaron para escuchar la historia
de aquel día que seguramente nunca olvidaría y que, contada con el optimismo y
humor de quien por fin ha llegado, hizo estallar de nuevo las risas.
Cuando terminaron
recogieron e hicieron los preparativos para el día siguiente, con el corazón
latiendo fuerte por aquella entrañable velada pero la mano del sueño sobre sus
párpados. Paulatinamente la gente fue acostándose en sus camas augurando el
“buen Camino” que les esperaba al despertar y, sin mediar palabra pero
convencidas de que el Camino los reuniría de nuevo al día siguiente, las chicas
hicieron lo mismo. Quedaron entonces los tres amigos que empezaron juntos, en
la cocina de aquel pequeño albergue, extendieron sobre el suelo las esteras que
solidariamente les habían sido prestadas y en silencio se durmieron enfundados
en sus sacos. Quedaban todavía muchas etapas para llegar a Santiago y muchas
más experiencias apasionantes por vivir para los “hermanos peregrinos”, que a
partir de aquel día sumaban dos nuevas integrantes.
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