Conforme pasa el tiempo es
inevitable que ciertas anécdotas se vayan olvidando; la que me dispongo a
contar, por mucho tiempo que haya pasado, se mantiene indemne en mi memoria, como
si hubiera ocurrido la semana pasada y ahora volviéramos a tener quince años.
Mi amiga Patricia y yo nos
conocimos en el primer curso de lo que antes se llamaba BUP. Cada una veníamos
de un colegio distinto y confluimos, junto con seis chicas más y veinte chicos,
en una de las aulas del San Pedro Pascual. Fortuitamente nos tocó compartir
pupitre y ese fue, sin duda, el comienzo de una singular amistad.
Desde el primer día supuso todo
un descubrimiento, era divertida, listísima, se le daban bien las matemáticas y
la física -justo al contrario de lo que
me pasaba a mí, que era una auténtica patata en toda asignatura que necesitara
de números para ser aprobada- y finalmente, dibujaba genial. Además tenía la
gracia de ponerse a dibujar cuando en realidad debíamos estar tomando apuntes
como locas, así que ella dibujando y yo mirando cómo lo hacía, conseguíamos
enterarnos más bien poco de lo que nos contaban los profesores -al menos eso es
lo que yo pensaba, porque ella luego aprobaba sin problemas y yo me las veía y
me las deseaba.
Total, que entre que había
cambiado de colegio, que todo era nuevo y había que volver a coger el
tranquillo, y que durante las clases me dedicaba a admirar las proezas que
salían del Faber Castell número 2 que
siempre utilizaba mi nueva amiga, la primera evaluación fue, para mí, una gran
catástrofe; no tanto sin embargo para Patricia, que con un esfuerzo mínimo,
consiguió hacerse con las mejores calificaciones de entre las chicas, quedando
en el ranking de la clase poco por detrás del empollón de turno.
Con esfuerzo conseguí reponerme
del batacazo del primer trimestre y poco a poco superar la tentación de
quedarme embobada observando como dibujaba mi compañera de pupitre. Tomé
apuntes metódicamente de lo que contaban casi todos los profesores, aunque alguno
resultaba tan tedioso en su discurso, que mi voluntad se rebelaba y resultaba
inevitable volver a las andadas de la observación. Estudié periódicamente para
que no me volviera a “pillar el toro” y al acabar el segundo trimestres los
exámenes no me salieron tan mal, tanto Patricia como yo aprobamos todas las
asignaturas. Huelga decir que mi media quedó muy por detrás de la de ella, pero
en aquel primer año en el que las pruebas de selectividad se veían todavía tan
lejanas, no tener una buena media no era trascendental y con tal de que todas
mis notas estuvieran por encima del cinco “pelao” podía darme por satisfecha.
Así fue como a partir de las
vacaciones de Pascua, entrado ya el tercer trimestre del curso, comenzamos con
una nueva rutina. Yo, que no había pisado unos recreativos en mi vida, de
repente me vi obligada a desarrollar habilidades que hasta entonces me parecían
aburridas y reprobables, todo porque Patricia me arrastraba en cada uno de los
descansos de entre clases a jugar a las maquinitas, a fumar cigarros robados a
hurtadillas y a conocer a cuantos chicos
se pusieran a tiro. En una de esas incursiones al
oscuro mundo de los Megatron –así es como se llamaba el establecimiento que
quedaba frente a la puerta principal del colegio- fue donde aconteció la
anécdota que resumo a continuación:
Patricia jugaba con fruición a
uno de esos juegos en los que se debía matar marcianos sin consideración
alguna, mientras yo, apostada a su lado, intentaba quedarme con las artimañas
que empleaba para pasar fácilmente de un nivel a otro del dichoso juego.
Nuestra concentración debía ser máxima pues en ningún momento nos dimos cuenta
de que uno de los chicos asiduos al establecimiento se había colocado a su otro
lado y miraba atentamente, ya no a la pantalla si no a la cara de mi amiga.
Cuando la tensión del juego estaba rozando límites insostenibles, el chico se
armó de lo que ahora reconozco que debió de ser valor y dijo:
–Tienes cara de gato.
A lo que ella respondió:
̶ Y tú
de mierda.
Yo, particularmente, no tenía
mucha experiencia en lo que viene siendo recepción de piropos – ciertamente
éste era muy apropiado pues Patricia poseía y todavía hoy mantiene una mirada
felina muy curiosa ̶ Desde luego, la cara de estupor del chaval declaraba a
gritos que la contestación recibida no era, ni de lejos, lo que esperaba oír,
así que agachó la cabeza, dio media vuelta y se marchó tan sigilosamente como
había llegado.
Nosotras dos continuamos a lo
nuestro, como si nada hubiera pasado, pero sinceramente, yo no podía estar más
desconcertada, o Patricia era una insensible y pasaba olímpicamente de
cualquier demostración de alago que se le hiciera o bajo la presión del juego
de marcianos había tenido una enajenación transitoria que le llevó a dar al
traste con las intenciones del pobre chico.
Llegado el momento de volver a
clase, y con la mayor sensibilidad que pude le pregunté:
̶
¿Por qué le has dicho que tenía cara de mierda?
A lo que ella respondió:
̶
Así es como suelo contestar a cualquiera que me diga que tengo cara de
gapo.
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