domingo, 1 de diciembre de 2013

Ejercicio 2: Anécdota



Conforme pasa el tiempo es inevitable que ciertas anécdotas se vayan olvidando; la que me dispongo a contar, por mucho tiempo que haya pasado, se mantiene indemne en mi memoria, como si hubiera ocurrido la semana pasada y ahora volviéramos a tener quince años.


Mi amiga Patricia y yo nos conocimos en el primer curso de lo que antes se llamaba BUP. Cada una veníamos de un colegio distinto y confluimos, junto con seis chicas más y veinte chicos, en una de las aulas del San Pedro Pascual. Fortuitamente nos tocó compartir pupitre y ese fue, sin duda, el comienzo de una singular amistad.


Desde el primer día supuso todo un descubrimiento, era divertida, listísima, se le daban bien las matemáticas y la física  -justo al contrario de lo que me pasaba a mí, que era una auténtica patata en toda asignatura que necesitara de números para ser aprobada- y finalmente, dibujaba genial. Además tenía la gracia de ponerse a dibujar cuando en realidad debíamos estar tomando apuntes como locas, así que ella dibujando y yo mirando cómo lo hacía, conseguíamos enterarnos más bien poco de lo que nos contaban los profesores -al menos eso es lo que yo pensaba, porque ella luego aprobaba sin problemas y yo me las veía y me las deseaba.


Total, que entre que había cambiado de colegio, que todo era nuevo y había que volver a coger el tranquillo, y que durante las clases me dedicaba a admirar las proezas que salían del  Faber Castell número 2 que siempre utilizaba mi nueva amiga, la primera evaluación fue, para mí, una gran catástrofe; no tanto sin embargo para Patricia, que con un esfuerzo mínimo, consiguió hacerse con las mejores calificaciones de entre las chicas, quedando en el ranking de la clase poco por detrás del empollón de turno. 


Con esfuerzo conseguí reponerme del batacazo del primer trimestre y poco a poco superar la tentación de quedarme embobada observando como dibujaba mi compañera de pupitre. Tomé apuntes metódicamente de lo que contaban casi todos los profesores, aunque alguno resultaba tan tedioso en su discurso, que mi voluntad se rebelaba y resultaba inevitable volver a las andadas de la observación. Estudié periódicamente para que no me volviera a “pillar el toro” y al acabar el segundo trimestres los exámenes no me salieron tan mal, tanto Patricia como yo aprobamos todas las asignaturas. Huelga decir que mi media quedó muy por detrás de la de ella, pero en aquel primer año en el que las pruebas de selectividad se veían todavía tan lejanas, no tener una buena media no era trascendental y con tal de que todas mis notas estuvieran por encima del cinco “pelao” podía darme por satisfecha.


Así fue como a partir de las vacaciones de Pascua, entrado ya el tercer trimestre del curso, comenzamos con una nueva rutina. Yo, que no había pisado unos recreativos en mi vida, de repente me vi obligada a desarrollar habilidades que hasta entonces me parecían aburridas y reprobables, todo porque Patricia me arrastraba en cada uno de los descansos de entre clases a jugar a las maquinitas, a fumar cigarros robados a hurtadillas y a  conocer a cuantos chicos se pusieran a tiro. En una de esas incursiones al oscuro mundo de los Megatron –así es como se llamaba el establecimiento que quedaba frente a la puerta principal del colegio- fue donde aconteció la anécdota que resumo a continuación:
 

Patricia jugaba con fruición a uno de esos juegos en los que se debía matar marcianos sin consideración alguna, mientras yo, apostada a su lado, intentaba quedarme con las artimañas que empleaba para pasar fácilmente de un nivel a otro del dichoso juego. Nuestra concentración debía ser máxima pues en ningún momento nos dimos cuenta de que uno de los chicos asiduos al establecimiento se había colocado a su otro lado y miraba atentamente, ya no a la pantalla si no a la cara de mi amiga. Cuando la tensión del juego estaba rozando límites insostenibles, el chico se armó de lo que ahora reconozco que debió de ser valor y dijo: 


 –Tienes cara de gato.


A lo que ella respondió:


 ̶  Y tú de mierda.


Yo, particularmente, no tenía mucha experiencia en lo que viene siendo recepción de piropos – ciertamente éste era muy apropiado pues Patricia poseía y todavía hoy mantiene una mirada felina muy curiosa ̶ Desde luego, la cara de estupor del chaval declaraba a gritos que la contestación recibida no era, ni de lejos, lo que esperaba oír, así que agachó la cabeza, dio media vuelta y se marchó tan sigilosamente como había llegado.


Nosotras dos continuamos a lo nuestro, como si nada hubiera pasado, pero sinceramente, yo no podía estar más desconcertada, o Patricia era una insensible y pasaba olímpicamente de cualquier demostración de alago que se le hiciera o bajo la presión del juego de marcianos había tenido una enajenación transitoria que le llevó a dar al traste con las intenciones del pobre chico.

Llegado el momento de volver a clase, y con la mayor sensibilidad que pude le pregunté:


̶  ¿Por qué le has dicho que tenía cara de mierda?


A lo que ella respondió:


̶  Así es como suelo contestar a cualquiera que me diga que tengo cara de gapo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario