Empezaré diciéndoos que yo no creo en la magia aunque
respeto las creencias religiosas o espirituales de cualquiera. Hay personas que,
faltas de confianza en ellas mismas, necesitan del consejo de guías, terapeutas,
sacerdotes, que les dicen lo que quieren oír; y de aguas benditas o del grifo, coloreadas
y embotelladas en pequeñas ampollas que les ayudarán a conseguir sus sueños. Y
como creer es querer y querer es poder, terminan consiguiendo lo que desean y
volviendo a por más.
Sandra, la protagonista de la anécdota que os voy a contar,
tiene una tiendecita esotérica en el barrio de Ruzafa, se dedica a vender
pócimas y leer futuros. Es una culta mujer, licenciada en sociología que se ha
especializado en observar la psicología de su clientela y aconsejarles en
función de sus necesidades; alta y entrada en carnes, impresiona con su hablar
directo y confiado.
Una tarde de marzo, hace diez años, acompañé a mi amiga Gema
a su lectura de cartas mensual a la trastienda de Sandra. Llevábamos un rato al
calorcito de la estufa, Sandra comentaba con reverencia las cartas que iban
saliendo, Gema asentía absorta y yo disfrutaba de mi té a sorbitos, sin prestar
mucha atención por lo que no sé muy bien cuándo ni cómo empezó el proceso que
voy a intentar describir.
Gema le pedía explicaciones a Sandra sobre lo que acaba de
decir y ésta con las manos crispadas sobre el tapete y los ojos en blanco
repetía: no, no, no…
Mi amiga se levantó y le puso una mano en el hombro
rompiendo el trance. Lentamente, Sandra nos miró con ojos soñadores, como si
acabara de despertarse, no entendía que le había pasado. Yo sonreía escondida tras mi taza de té,
pensando en lo buena actriz que era, y en los euros de más que le iba a costar
la actuación a Gema.
Sandra dijo que no podía seguir con la sesión, que
continuarían otro día e intentó levantarse, pero volvió a sentarse enseguida,
tapándose los oídos. Aquí es cuando empecé a pensar que no era una actuación,
pues su cara normalmente colorada se había apagado, incluso tenía un tono
verduzco y sudaba muchísimo, la larga y negra melena se le pegaba a la frente y
al cuello como si saliera de la ducha.
Gema le ofreció un vaso de agua e intentó separarle las
manos de las orejas, pero era imposible; con los ojos muy apretados no dejaba
de balbucear. Con un grito rompió la tensión que se estaba generando y se
desplomó sobre la mesa. Mi amiga habló de llamar a emergencias y yo intentando
ser más práctica, le tomé el pulso y comprobé que era normal al igual que su
temperatura. Le sugerí que me ayudara a tumbarla en el sofá, cosa que hicimos
no sin esfuerzo, y la tapamos con una manta.
No tardó mucho en reaccionar, volvió a despertarse
desorientada. Gema la interrogó sobre lo que había visto. Sandra afirmó que no
había visto nada que solo oía fuertes ruidos en su cabeza. Yo propuse llamar a
un médico, pero ella se negó, no creía que fuera necesario que tal vez era una
bajada de tensión arterial, a veces le pasaba, oía como un pitido y se
desmayaba. Aunque lo más probable es que fuera de los oídos porque le dolían
mucho.
Nos pidió que le acercáramos un bastoncillo de algodón, de
los que tenía en un tarrito en el cuarto de baño, y empezó a rascarse con saña.
Reconozco que un poco bruscamente le quité el bastoncillo de la mano, se había
hecho sangre sin ser consciente. No podía incorporarse y empezó a sentir
nauseas. Le mojamos la cara con una toalla húmeda, esperando que le aliviara el
malestar.
Unas silenciosas lágrimas hicieron aparición convirtiéndose
en un suave llanto que poco a poco aumentaba de intensidad y terminó
sacudiéndola con grandes gemidos durante unos veinte minutos. No podíamos
consolarla, Gema y yo nos turnábamos para abrazarla y limpiarle la cara,
susurrándole palabras tranquilizadoras.
Cuando consiguió calmarse, nos agradeció que estuviéramos
con ella en tan terrible situación, ya sabía lo que le pasaba, ahora sí, tenía
una “visión” en este caso sonora: Explosiones, chirrido de metales y gritos
humanos.
Estuvimos con ella hasta la hora de cerrar, fue una suerte
que no entrara ningún cliente, yo me fui, tenía otras obligaciones, pero mi
amiga Gema la acompañó a su casa y se quedó con ella hasta entrada la noche,
cuando ya estaba totalmente repuesta.
A la mañana siguiente, mientras tomaba café con otras mamás
después de dejar a mi hijo en el colegio, se silenció el bar, normalmente
bullicioso a esas horas. La televisión, en una esquina sobre la barra, mostraba
unas terribles imágenes: Humo, hierros retorcidos, heridos y muertos.
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