viernes, 29 de noviembre de 2013

Yo no creo en la magia


Empezaré diciéndoos que yo no creo en la magia aunque respeto las creencias religiosas o espirituales de cualquiera. Hay personas que, faltas de confianza en ellas mismas, necesitan del consejo de guías, terapeutas, sacerdotes, que les dicen lo que quieren oír; y de aguas benditas o del grifo, coloreadas y embotelladas en pequeñas ampollas que les ayudarán a conseguir sus sueños. Y como creer es querer y querer es poder, terminan consiguiendo lo que desean y volviendo a por más.

Sandra, la protagonista de la anécdota que os voy a contar, tiene una tiendecita esotérica en el barrio de Ruzafa, se dedica a vender pócimas y leer futuros. Es una culta mujer, licenciada en sociología que se ha especializado en observar la psicología de su clientela y aconsejarles en función de sus necesidades; alta y entrada en carnes, impresiona con su hablar directo y confiado.

Una tarde de marzo, hace diez años, acompañé a mi amiga Gema a su lectura de cartas mensual a la trastienda de Sandra. Llevábamos un rato al calorcito de la estufa, Sandra comentaba con reverencia las cartas que iban saliendo, Gema asentía absorta y yo disfrutaba de mi té a sorbitos, sin prestar mucha atención por lo que no sé muy bien cuándo ni cómo empezó el proceso que voy a intentar describir.

Gema le pedía explicaciones a Sandra sobre lo que acaba de decir y ésta con las manos crispadas sobre el tapete y los ojos en blanco repetía: no, no, no…

Mi amiga se levantó y le puso una mano en el hombro rompiendo el trance. Lentamente, Sandra nos miró con ojos soñadores, como si acabara de despertarse, no entendía que le había pasado.  Yo sonreía escondida tras mi taza de té, pensando en lo buena actriz que era, y en los euros de más que le iba a costar la actuación a Gema.

Sandra dijo que no podía seguir con la sesión, que continuarían otro día e intentó levantarse, pero volvió a sentarse enseguida, tapándose los oídos. Aquí es cuando empecé a pensar que no era una actuación, pues su cara normalmente colorada se había apagado, incluso tenía un tono verduzco y sudaba muchísimo, la larga y negra melena se le pegaba a la frente y al cuello como si saliera de la ducha.

Gema le ofreció un vaso de agua e intentó separarle las manos de las orejas, pero era imposible; con los ojos muy apretados no dejaba de balbucear. Con un grito rompió la tensión que se estaba generando y se desplomó sobre la mesa. Mi amiga habló de llamar a emergencias y yo intentando ser más práctica, le tomé el pulso y comprobé que era normal al igual que su temperatura. Le sugerí que me ayudara a tumbarla en el sofá, cosa que hicimos no sin esfuerzo, y la tapamos con una manta.

No tardó mucho en reaccionar, volvió a despertarse desorientada. Gema la interrogó sobre lo que había visto. Sandra afirmó que no había visto nada que solo oía fuertes ruidos en su cabeza. Yo propuse llamar a un médico, pero ella se negó, no creía que fuera necesario que tal vez era una bajada de tensión arterial, a veces le pasaba, oía como un pitido y se desmayaba. Aunque lo más probable es que fuera de los oídos porque le dolían mucho.

Nos pidió que le acercáramos un bastoncillo de algodón, de los que tenía en un tarrito en el cuarto de baño, y empezó a rascarse con saña. Reconozco que un poco bruscamente le quité el bastoncillo de la mano, se había hecho sangre sin ser consciente. No podía incorporarse y empezó a sentir nauseas. Le mojamos la cara con una toalla húmeda, esperando que le aliviara el malestar.

Unas silenciosas lágrimas hicieron aparición convirtiéndose en un suave llanto que poco a poco aumentaba de intensidad y terminó sacudiéndola con grandes gemidos durante unos veinte minutos. No podíamos consolarla, Gema y yo nos turnábamos para abrazarla y limpiarle la cara, susurrándole palabras tranquilizadoras.

Cuando consiguió calmarse, nos agradeció que estuviéramos con ella en tan terrible situación, ya sabía lo que le pasaba, ahora sí, tenía una “visión” en este caso sonora: Explosiones, chirrido de metales y gritos humanos.

Estuvimos con ella hasta la hora de cerrar, fue una suerte que no entrara ningún cliente, yo me fui, tenía otras obligaciones, pero mi amiga Gema la acompañó a su casa y se quedó con ella hasta entrada la noche, cuando ya estaba totalmente repuesta.

A la mañana siguiente, mientras tomaba café con otras mamás después de dejar a mi hijo en el colegio, se silenció el bar, normalmente bullicioso a esas horas. La televisión, en una esquina sobre la barra, mostraba unas terribles imágenes: Humo, hierros retorcidos, heridos y muertos.

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