Como todos los días desde que se quedó en paro, José Luis salió de su
casa a las 8:15 de la mañana para comprar la prensa. Bajó por las escaleras
como siempre hacía —era un gran deportista—. Los hábitos de conducta de
cualquier vecindario son siempre los mismos. Se oyen los mismos ruidos a las
mismas horas, se oyen las mismas llamadas al ascensor desde los mismos pisos a
la misma hora. El del segundo A baja al perro a las 7 en punto, a las siete y
cuarto se oye el secador de su señora en el cuarto de baño. La del tercero A sale
con las niñas a las 7:15. A las 8:15 de un martes José Luis no suele encontrar
a nadie por la escalera, pero ese día notó una presencia extraña, unos ruidos
sordos y unas sombras silentes de gran tamaño que le sobresaltaron. A
continuación vio una mano que le indicaba con determinación que se metiera
hacia el rellano y que no continuara bajando las escaleras. Hizo un esfuerzo
por comprender qué pasaba. A pesar de lo tajante de la orden, no la cumplió
hasta poder ver la silueta entera de quién la dictaba. «Un armario —se dijo—,
esto es un armario de 2m, con un pasamontañas y todo vestido de negro». Cuando
lo tuvo más cerca advirtió la enseña “Guardia Civil” y a continuación la orden
se hizo más clara y terminante:
—Caballero, entre Vd. en su casa.
Claro, aún tenía que recuperar los dos pisos que ya había bajado. Con
un hilo de voz le dijo:
—Es que vivo en el cuarto.
—Pues vaya, suba.
No era un armario sino tres de idénticas dimensiones y al colocarse en
su retaguardia pudo apreciar en letras fosforescentes y a gran tamaño “GUARDIA
CIVIL” en cada uno de esos tableros colosales de forma trapezoidal que tenían
por espalda. Uno de ellos además portaba
un ariete. No cabía duda, iban a reventar una puerta. Sí, pero ¿qué puerta? Una
vez que José Luis hubo llegado al cuarto, pudo observar como los tres armarios
y el ariete continuaron subiendo. Él entró en su casa y se quedó con la oreja
pegada a la puerta y muy calladito a ver qué oía. No oyó nada, no se oían los
pasos a pesar de la corpulencia de los agentes pero acto seguido escuchó claramente dos sacudidas de sendos golpes
secos y una voz alta y grave que gritaba: «¡Guardia civil, guardia civil!». Ah, estaban en el quinto, puerta reventada.
Sólo podía ser la casa de los colombianos. «Drogas —pensó—. Seguro que es eso».
En el quinto vivían unos colombianos que siempre salían de noche y volvían de
día, a los cuales no se les conocía una colocación normal, es decir, no tenían
un trabajo con un horario de personas decentes. José Luis pensó que si la
guardia civil estaba en la vivienda, bien podría salir ahora a por la prensa.
Además pensó que el del quiosco tendría mayor información. En efecto, volvió a
bajar por las escaleras, se encontró con la señora de la limpieza en el portal
quien le preguntó:
—¿A qué piso iban?
—Al quinto —le contestó José Luis.
—Los colombianos —confirmó ella—. Seguro que es un asunto de drogas —remachó—.
Acaba de subir el juez, —le informó la “keli”—
y hay dos furgones de la Guardia Civil fuera y tienen cortada la calle.
José Luis encaminó sus pasos hasta el quiosco, pero el quiosquero le abordó
antes de llegar y le dijo:
—¿Son los del quinto, no?
A José Luis no le hacía gracia el chismorreo pero pensó que era mejor
estar a buenas con él. Así que le confirmó sus sospechas.
—Drogas —dijo el quiosquero.
El suceso animó bastante la soleada mañana y congregó a unos cuantos
jubilados y parados de larga duración alrededor del quiosco, ávidos de
información. Hay que reconocer que el letrero de “PRENSA” había alcanzado un
nuevo significado al anunciar la espontánea sala de prensa.
Al día siguiente, miércoles, apareció en las noticias que la Guardia Civil en una
complicada operación en cuatro capitales distintas había detenido a seis
personas relacionadas con una red de tráfico de droga procedente de Colombia y
que era distribuida desde España al resto de Europa. Los detenidos se
encontraban ya en la
Audiencia Nacional. José Luis bajó, como todas las mañanas, a
por la prensa y se entretuvo con el quiosquero a comentar la apetitosa noticia.
Charlaron animadamente.
El jueves José Luis bajó a las 8:15 a por la prensa. Llegó al quiosco,
saludó al quiosquero, éste aproximó su cuerpo, mostrador mediante, al de José
Luis mientras sacaba unos papeles de la caja y con ademán de fingida indiferencia
se los puso en la mano mientras le susurraba al oído:
—Es el auto de prisión de la Audiencia Nacional ,
prisión incondicional sin fianza. Ahí vienen todos los nombres: el padre, el
hijo y el marido de la hija.
Las mujeres han quedado en libertad.
—¿Cómo lo has conseguido?
—No puedo revelar mis fuentes.
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