Al principio no di importancia al
hecho de llamarla tres veces; ya sabes, ella siempre distraída, siempre ausente,
siempre tan absorta que más de un saludo no dado le ha otorgado la antipatía de
los conocidos. Pero cuando se giró su mirada no estaba; quiero decir, parecía
como si un golpe la hubiese noqueado y su consciencia tambaleante intentase
recuperar el equilibrio. No pude preguntarle si se encontraba bien, aunque me
preocupaba. Empezó a hablar mientras salíamos de la vieja estación, continuó mientras
anduvimos la calle iluminada con austeridad, y no paró hasta nuestra llegada al
portal de casa. No le interrumpí, naturalmente, y así me contó:
Solo subo a los trenes cuando
están medio vacíos porque me permite elegir dónde sentarme; cuando están medio
llenos prefiero esperar al siguiente. Ya sé que nunca puedes seleccionar a
quién colocar a tu lado, pero escogiendo uno de los asientos agrupados en tres
y paralelos a las ventanas, por supuesto nunca el del centro, acotas bastante
las posibilidades a las personas incómodas. De todas formas, siempre coloco en
mis oídos los auriculares del móvil apagado, mi mirada sobre un libro y las
manos sobre ambos. Ni te das cuenta del viaje.
Nunca me hubiese fijado en la
mujer sentada a mi lado sino hubiese sido por la posición de su brazo,
sostenido en el aire, con el codo flexionado formando ángulo y el antebrazo
erguido como un poste, inamovible tras quince minutos de trayecto y tres
paradas en tres estaciones. Sujetaba en su mano alzada un trozo de periódico
recortado en cuadrado, no muy grande. La posición del brazo cómoda no era, lo
puedo asegurar.
No, nunca me hubiese fijado, pero
la mujer no se recostaba sobre el respaldo, estaba sentada con una ligera
rotación del cuerpo, dándome la espalda, y una larga y espesa cortina de pelo
lacio ocultaba su rostro. Solo veía de ella la mano alzada y el papel frente a
mí. No pude más que fijarme. Era un recorte de una página de contactos de un
periódico nacional. Me fue fácil identificarla porque tres de los anuncios
estaban marcados, en su lado izquierdo, con una cruz en bolígrafo azul de
trazos gruesos y repetidos. La más cercana señalaba a una tal Desiré que se
ofrecía para formar tríos.
Intenté concentrarme en mi
lectura, pero las palabras que recorrían el camino desde el libro hasta mis
ojos se detenían amontonadas frente a ellos no entrando en la consciencia, pues
una intranquila curiosidad la ocupaba preguntando testaruda quién sería aquella
mujer. Y sin darme cuenta, me estaba levantando
para tirar un pañuelo sin usar desde mi bolsillo hasta la papelera
cercana. De vuelta al asiento, en una mirada furtiva, descubrí la cara redonda
y los ojos rasgados de una mujer china. Fui muy discreta. La mujer ni se
inmutó, y por supuesto, mantuvo el brazo con el papel alzado.
Lo aseguro, intenté volver a mi
lectura, pero solo encontré una explicación al papel indiscreto: la mujer
deseaba poner un anuncio y, ante la dificultad de un nuevo idioma tan distinto
al propio, leía con detenimiento otros en los que inspirarse o aprender o
relacionar con su lengua.
Decidí hacer una excepción. Saqué
uno de los cuadernos que siempre llevo encima y uno de los bolígrafos que
siempre llevo encima. Los quince minutos que distaban a mi parada me
parecieron, en esta ocasión, escasos, así que leí de nuevo uno de los anuncios
y tomé nota mental del formato. Debía ser breve y contundente. Empecé a
escribir. La primera versión fue demasiado extensa; la segunda, ambigua; la
tercera, poco sugerente. Concentré todo mi ingenio en buscar las palabras
perfectas y, bajo el supuesto de que al publicar un anuncio el deseo es el de
recibir el mayor número de llamadas posibles, me quedó así:
Exótica. Joven tierna y cariñosa,
de cuerpo exuberante, abierta a grupos, tríos, completos, látigo y masajes. Llámame.
Quedé satisfecha. Era el anuncio
redondo. Por masajes llamarían los ejecutivos estresados, por el látigo los
sadomasoquistas, por los completos los insatisfechos, por los tríos los
matrimonios hastiados, por los grupos los lujuriosos, por cuerpo exuberante los
insociables, por cariñosa los padres de familia, por joven tierna los
pederastas y por exótica los amantes del kamasutra, que no es chino, pero
siempre se asocia con lo exótico.
Sí, era un buen trabajo. Y caí en
la cuenta de que éste sería mi primer trabajo publicado. Un ligero temblor se apoderó
de la mano que sujetaba mi bolígrafo haciendo que su punta palpitase con
exageración. Y además, también caí en la cuenta de que quizá sería un trabajo
muy leído, no solo por aquellos que pudiesen buscar tales servicios, seamos
sinceros, todos leemos las páginas de contactos de los periódicos por el morbo
que dan. Y caí en la cuenta de que éste sería, quizás, el trabajo más leído de
toda mi carrera.
Tuve que hacer un gran esfuerzo
por mantener la calma, pues aún debía pasar el trabajo a limpio, ser cuidadosa
con la ortografía y con la puntuación. Cuando terminé el tren desaceleraba acercándose
a mi estación de bajada. Arranqué la hoja de la libreta, me levanté, y frente a
la mujer extendí el brazo, ofreciéndosela:
––Toma. Confía en mí. El teléfono
no dejará de sonar ––le dije.
La mujer tomó el papel y deslizó
los ojos mientras leía. Intuí una leve satisfacción en su rostro, eso creo,
porque un semblante más seguro y decidido surgió sin ser esperado.
––¿Por cuánto? –– me preguntó con
acento extranjero muy marcado.
––Por nada. Es gratis –– le contesté.
Y su semblante desbordó estupor y
extrañeza, y con el tono de una voz chillona y dominante preguntó:
––Y si no cobras a los clientes,
¿de dónde saco mi comisión?
Quise preguntarle si se encontraba bien, pero no pude. Denegó mi ofrecimiento de acompañarla a casa con un gesto rápido de la mano, ya la conoces, y me despedí en el portal con dos besos aunque no creo que ella los notara. Continuó caminando calle abajo entre las luces de las farolas que de tan bajo consumo ni sombra proyectan. La observé mientras sacaba del bolsillo un papel arrugado en forma de pelota y lo introducía, lentamente, en el contenedor de reciclaje.
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