jueves, 28 de noviembre de 2013

EL VIAJERO

Era un día de verano como otro cualquiera: caluroso y soleado, alegre y animado. Todavía faltaban varias horas para que atardeciese. Yo disfrutaba tomándome un helado con mi novia en un bar de la Plaza de la Virgen, que estaba muy concurrida en esos momentos. La gente caminaba en todas direcciones, los niños traumatizaban a las palomas corriendo tras ellas mientras los viejos las cebaban como a cerdos, los japoneses y demás clases de turistas hacían fotos de Valencia y sus maravillas, como la fuente central de la plaza, la hermosa Basílica de la Virgen o la increíble y bella entrada trasera de la Catedral, con todos sus detalles y decorados. Los artistas callejeros y vagabundos se repartían las esquinas.

Mientras mi novia saboreaba su helado, me percaté de algo extrañísimo: entre aquella algarabía de seres humanos en movimiento, había un hombre quieto, lo que se dice completamente parado, que observaba algo con sorpresa y un profundo interés. Iba vestido con unos vaqueros ligeramente raídos y un chaleco rojo (¡con este calor!), y llevaba una gran mochila de viajero a la espalda. Parecía que había recorrido mucho mundo, a pesar de que, según mis cálculos, debía de tener tan sólo treinta y pocos años.
No miraba la fastuosa puerta de la Catedral, sino más a la derecha. Busqué el motivo de su estupor – un ovni, un dinosaurio, una rubia imponente -, pero no vi nada. Resulta que lo que había llamado su atención era, increíblemente, la pared lateral de la Catedral. El hombre comenzó a moverse y se acercó a ella. Realmente mostraba curiosidad.

“Obviamente” – pensé – “a alguien tan experimentado como él le parece banal y ordinario lo que a la gente corriente le maravilla. Seguro que ha visto fuentes de aguas más cristalinas y basílicas más bonitas y fachadas de iglesias más majestuosas que las de esta ciudad; y finalmente, tras transitar innumerables caminos, ha descubierto la belleza en los pequeños detalles, en todo aquello que la gente corriente pasa por alto”.
Estando el viajero frente a la pared, la recorrió fervientemente con la mirada (miró hacia arriba, hacia abajo, a un lado, al otro). Luego miró el pequeño jardín situado a los pies de la pared. Miró los árboles y las plantas. Miró los bancos junto al jardín. Volvió a mirar la pared, más emocionado que antes, intentando disimular su euforia. Ahora observaba cada ladrillo minuciosamente, andando alternativamente de un lado para otro.

Viendo sus extrañas reacciones empecé a realizar otras conjeturas: tal vez era uno de esos arqueólogos eruditos apasionados por su trabajo, que había rastreado durante años los lugares más recónditos de la tierra y estudiado a fondo sus culturas, viviendo emocionantes aventuras y luchando contra temibles enemigos – exactamente igual que Indiana Jones -, buscando alguna reliquia legendaria (tal vez el Arca Perdida o el Santo Grial). Y de pronto, casi por casualidad, había descubierto que su preciada reliquia se encontraba ni más ni menos que en una iglesia de Valencia.
Comenzaba yo a fantasear sobre el gran prestigio que ganaría la ciudad, además del importante enriquecimiento cultural que supondría, cuando, para mi sorpresa, fui testigo de cómo el famoso arqueólogo, tras mirar furtivamente a los lados, se metió dentro del jardín y, medio escondido en los arbustos, se bajó los pantalones y se puso en cuclillas a hacer aguas mayores. Al parecer, yo era el único que me daba cuenta. Mi novia continuaba embelesada con su helado. La gente tampoco le prestaba atención.

Debo confesar que sentí admiración por ese hombre, pero no por su atrevimiento, sino por su velocidad, ya que terminó la faena en menos de diez segundos. Acto seguido se subió los pantalones y salió del jardín. En su rostro ya no había sorpresa, interés ni curiosidad; sólo una gran sonrisa de satisfacción. 

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