Era un día de verano como otro
cualquiera: caluroso y soleado, alegre y animado. Todavía faltaban varias horas
para que atardeciese. Yo disfrutaba tomándome un helado con mi novia en un bar
de la Plaza de la Virgen, que estaba muy concurrida en esos momentos. La gente
caminaba en todas direcciones, los niños traumatizaban a las palomas corriendo
tras ellas mientras los viejos las cebaban como a cerdos, los japoneses y demás
clases de turistas hacían fotos de Valencia y sus maravillas, como la fuente
central de la plaza, la hermosa Basílica de la Virgen o la increíble y bella
entrada trasera de la Catedral, con todos sus detalles y decorados. Los
artistas callejeros y vagabundos se repartían las esquinas.
Mientras mi novia saboreaba su helado,
me percaté de algo extrañísimo: entre aquella algarabía de seres humanos en
movimiento, había un hombre quieto, lo que se dice completamente parado, que
observaba algo con sorpresa y un profundo interés. Iba vestido con unos
vaqueros ligeramente raídos y un chaleco rojo (¡con este calor!), y llevaba una
gran mochila de viajero a la espalda. Parecía que había recorrido mucho mundo,
a pesar de que, según mis cálculos, debía de tener tan sólo treinta y pocos
años.
No miraba la fastuosa puerta de la
Catedral, sino más a la derecha. Busqué el motivo de su estupor – un ovni, un
dinosaurio, una rubia imponente -, pero no vi nada. Resulta que lo que había
llamado su atención era, increíblemente, la pared lateral de la Catedral. El
hombre comenzó a moverse y se acercó a ella. Realmente mostraba curiosidad.
“Obviamente” – pensé – “a alguien tan
experimentado como él le parece banal y ordinario lo que a la gente corriente
le maravilla. Seguro que ha visto fuentes de aguas más cristalinas y basílicas
más bonitas y fachadas de iglesias más majestuosas que las de esta ciudad; y
finalmente, tras transitar innumerables caminos, ha descubierto la belleza en
los pequeños detalles, en todo aquello que la gente corriente pasa por alto”.
Estando el viajero frente a la pared,
la recorrió fervientemente con la mirada (miró hacia arriba, hacia abajo, a un
lado, al otro). Luego miró el pequeño jardín situado a los pies de la pared.
Miró los árboles y las plantas. Miró los bancos junto al jardín. Volvió a mirar
la pared, más emocionado que antes, intentando disimular su euforia. Ahora
observaba cada ladrillo minuciosamente, andando alternativamente de un lado
para otro.
Viendo sus extrañas reacciones empecé a
realizar otras conjeturas: tal vez era uno de esos arqueólogos eruditos
apasionados por su trabajo, que había rastreado durante años los lugares más
recónditos de la tierra y estudiado a fondo sus culturas, viviendo emocionantes
aventuras y luchando contra temibles enemigos – exactamente igual que Indiana
Jones -, buscando alguna reliquia legendaria (tal vez el Arca Perdida o el Santo
Grial). Y de pronto, casi por casualidad, había descubierto que su preciada
reliquia se encontraba ni más ni menos que en una iglesia de Valencia.
Comenzaba yo a fantasear sobre el gran
prestigio que ganaría la ciudad, además del importante enriquecimiento cultural
que supondría, cuando, para mi sorpresa, fui testigo de cómo el famoso
arqueólogo, tras mirar furtivamente a los lados, se metió dentro del jardín y,
medio escondido en los arbustos, se bajó los pantalones y se puso en cuclillas
a hacer aguas mayores. Al parecer, yo era el único que me daba cuenta. Mi novia
continuaba embelesada con su helado. La gente tampoco le prestaba atención.
Debo confesar que sentí admiración por
ese hombre, pero no por su atrevimiento, sino por su velocidad, ya que terminó
la faena en menos de diez segundos. Acto seguido se subió los pantalones y
salió del jardín. En su rostro ya no había sorpresa, interés ni curiosidad;
sólo una gran sonrisa de satisfacción.
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