miércoles, 27 de noviembre de 2013

Cuando quiero ser feliz, me quito las gafas

 Camino del comedor le di el primer bocado al chocolate; sólo eran dos cuadraditos, aunque hablando con propiedad creo que se llaman onzas, pero utilizando el diminutivo parece que el trozo sea menor (también la culpabilidad). Quería hacerlo despacio... para saborearlo, no como otras veces que te lo comes mientras recoges la cocina y te lo acabas, sin haberlo disfrutado. En esta ocasión hasta apagué la tele para que nada me distrajera. Miré por la ventana con el segundo bocado derritiéndose en la boca… ¡qué delicia! Es un chocolate traído de Alemania, por unos alemanes que querían agradecer nuestra acogida; parece que sabían de antemano lo bien que se iban a sentir en nuestra casa porque nos trajeron ¡¡1 kg.!! Ellos, aunque vinieron con sólo la maleta de mano, no tuvieron problemas de exceso de peso al traerlo; nosotros, ahora, seguramente sí.

 Al volver a la cocina para lavarme, vi en el suelo algo negro; pensé que se me había caído una pizca del chocolate. Me agaché para recogerlo y me manché los dedos con algo rojo.  ¡No puede ser! - me dije - ¡no llevaba relleno el que me he comido! Fui a ponerme las gafas y, estupefacta, comprobé cómo puede amargarte un dulce haber dado muerte con tus propias manos a un bicho.

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