domingo, 21 de abril de 2013

Las ciudades y el reflejo


Se dice que el viajero que, sin importar el lugar de inicio de sus pasos, camina ocho kilómetros y medio dirección noreste, seis kilómetros al oeste y se aventura otros seis hacia el sur, encuentra la ciudad de Altárea. Así hice, Kublai Kan, y pude comprobar la verdad de cuanto sobre ella se cuenta.
Llegas a Altárea con el despuntar del primer rayo de sol, y ya desde lejos te sientes acogido por el continuo murmullo de risas y pláticas desenfadadas. Al llegar te abraza el río de gentes vestidas con exuberantes trajes, que dejan en esta hora sus casas para inundar las calles. Te abruma la calidez de las sonrisas exultantes que todos lucen y dedican unos a otros. Paseas entre las lujosas fachadas, ornamentadas por la discordante superposición de elementos, a cada cual más grande, más colorido y brillante. Disfrutas de la deliciosa comida que rebosa en los decorados alféizares de las ventanas, que cuelga de los árboles ya especiada y cocinada, rodeado de un jolgorio común de conversaciones intrascendentales y despreocupadas. Eres invitado a compartir el vino que brota de las brillantes fuentes de plata y fluye por las impolutas juntas de las calles adoquinadas, entre la orgía de gentes ebrias y desnudas. Así discurre el día mientras que los habitantes exprimen los regalos que Altárea les brinda, sin preocupaciones, obligaciones o miedos aparentes, o de haberlos, escondidos siempre tras la misma sonrisa.
Sin embargo, cuando cae la noche, todos los habitantes vuelven solos a sus casas, y niegan cobijo al viajero, mostrando su sonrisa desfigurada en una mueca forzada y cansada.
Entonces el murmullo de pequeños llantos y vacías lamentaciones, escapando por los resquicios de las puertas, invade el ambiente decadente de sus calles. Paseando por ellas, contrariado, puedes observar a otras personas de sonrisa diferente recolocar los ornamentos caídos de las fachadas hasta cubrir perfectamente el mugriento adobe,  vestir la tierra empantanada e infestada de gusanos con nuevos adoquines limpios, pintar las verduzcas tuberías de las fuentes oxidadas y repartir la comida recién preparada por toda calle.
A partir de aquel momento y habiendo disfrutado de las delicias de Altárea, estás condenado a ser uno de todos ellos, y cualquier dirección que tomes te traerá de vuelta a la ciudad, a una noche fría, que desde entonces te será eterna, a la intemperie entre los lamentos de los que solo de día salen. Únicamente si caminas seis kilómetros hacia el este, a través del interminable laberinto de calles, ocho kilómetros y medio hacia el suroeste y finalmente seis más hacia el norte, verás el sol hendir de nuevo el horizonte y te encontrarás fuera de Altárea, ciudad de sonrisas y mentiras.

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