Se dice que el viajero que, sin importar el
lugar de inicio de sus pasos, camina ocho kilómetros y medio dirección noreste,
seis kilómetros al oeste y se aventura otros seis hacia el sur, encuentra la
ciudad de Altárea. Así hice, Kublai Kan, y pude comprobar la verdad de cuanto
sobre ella se cuenta.
Llegas a Altárea con el despuntar del primer
rayo de sol, y ya desde lejos te sientes acogido por el continuo murmullo de
risas y pláticas desenfadadas. Al llegar te abraza el río de gentes vestidas con
exuberantes trajes, que dejan en esta hora sus casas para inundar las calles. Te
abruma la calidez de las sonrisas exultantes que todos lucen y dedican unos a
otros. Paseas entre las lujosas fachadas, ornamentadas por la discordante
superposición de elementos, a cada cual más grande, más colorido y brillante. Disfrutas
de la deliciosa comida que rebosa en los decorados alféizares de las ventanas,
que cuelga de los árboles ya especiada y cocinada, rodeado de un jolgorio común
de conversaciones intrascendentales y despreocupadas. Eres invitado a compartir
el vino que brota de las brillantes fuentes de plata y fluye por las impolutas
juntas de las calles adoquinadas, entre la orgía de gentes ebrias y desnudas.
Así discurre el día mientras que los habitantes exprimen los regalos que
Altárea les brinda, sin preocupaciones, obligaciones o miedos aparentes, o de
haberlos, escondidos siempre tras la misma sonrisa.
Sin embargo, cuando cae la noche, todos los
habitantes vuelven solos a sus casas, y niegan cobijo al viajero, mostrando su
sonrisa desfigurada en una mueca forzada y cansada.
Entonces el murmullo de pequeños llantos y
vacías lamentaciones, escapando por los resquicios de las puertas, invade el
ambiente decadente de sus calles. Paseando por ellas, contrariado, puedes
observar a otras personas de sonrisa diferente recolocar los ornamentos caídos
de las fachadas hasta cubrir perfectamente el mugriento adobe, vestir la tierra empantanada e infestada de
gusanos con nuevos adoquines limpios, pintar las verduzcas tuberías de las
fuentes oxidadas y repartir la comida recién preparada por toda calle.
A partir de aquel momento y habiendo
disfrutado de las delicias de Altárea, estás condenado a ser uno de todos ellos,
y cualquier dirección que tomes te traerá de vuelta a la ciudad, a una noche
fría, que desde entonces te será eterna, a la intemperie entre los lamentos de
los que solo de día salen. Únicamente si caminas seis kilómetros hacia el este,
a través del interminable laberinto de calles, ocho kilómetros y medio hacia el
suroeste y finalmente seis más hacia el norte, verás el sol hendir de nuevo el
horizonte y te encontrarás fuera de Altárea, ciudad de sonrisas y mentiras.
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