-Están dejando morir a Adriana.
-Es posible.
-¿La recuerdas? ¿Recuerdas cuando al aproximarte nacía de tu interior un
llanto histérico, como el del niño de siete años que vuelve a casa, a los
brazos de su madre, tras el trabajo duro de quince días y quince noches
portando agua, haciendo hogueras, cocinando, trillando, almacenando,
convirtiendo roble en carbón de roble?
-Ahora has de controlar tus sentidos para no caer en el pánico.
Adriana es tosca. Su tosquedad
está salpicada de dientes descolocados, inclinados. Sigue siendo valerosa, pese
a todo. Soporta bien los vientos del cierzo de la peña que la bordea. Al azar,
los comercios se diseminan por sus calles sin concierto, peluquería junto a
ultramarino, al lado de veterinaria, detrás de un garaje con grafitis. Alguien
podría darte una paliza detrás de cada puerta, o allí dónde se forman huecos
invisibles. Si eres mujer o niña, Adriana es más oscura. Adriana se coloca
velos sobre el cabello y la cara, y a menudo éstos resbalan un poco hacia sus
hombros, ella trata de levantarlos de nuevo. De tapar bien su periferia. El
enigma de esos barrios se halla en la mirada hacia el horizonte cortado. Provoca
la sensación de estar atrapado, de no ser capaz de escapar. Te
obsesionas con la huida. Reflexionas sobre los límites de tu fuerza o de tu
valor, comienza el malestar, luego el temblor, el miedo a volver y a no
hacerlo; hasta que hincas las muelas en el interior de tus mejillas y decides
que los límites existen.
Adriana tiene ahora enemigos, Erik es uno de ellos, el de los dos ríos. A
él lo cruzan dos ríos en forma de cruz mientras Adriana muere de sed. Sus habitantes
esperan de ti la ofensa consciente a los erikianos. Adriana contagia
resentimiento. Erik el mentiroso, Erik el manipulador, Erik el vencido.
En Adriana puedes ver vidas que son las tuyas y no lo son, y que sí, o
no, podrían haberlo sido. Adriana juega con todos los límites. Arría su bandera
y olvídala, si sabes lo que te conviene. Huye, escoge tu destino, no lleves esa
vida.
-Cristina Grande-
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