- Es una bonita moneda. Aunque la veas
oxidada y sucia tiene un valor muy particular. Es una moneda de la
suerte. Estaba allí pero sólo tú la vistes, sólo tú la hallaste.
Aunque te parezca extraño ella te ha encontrado a ti, por algún
motivo. Guárdala, mímala, disfruta de su poder porque seguramente
igual que ha aparecido se esfumará…
Aquellas enigmáticas palabras de mi
profesor marcaron mi vida aquella mañana, en ese perdido río de
Cuenca. Rebuscando entre las piedras, intentando hacer una balsa para
contener el agua surgió aquel oxidado doblón. En algunas de sus
partes un esbozo plateado parecía querer surgir con fuerza y
orgullo. En otras el óxido quería mutar a un negro ocre para
quedarse por siempre. En una de sus caras el perfil de una persona se
abría hueco entre las impurezas. Las extrañas letras, enigmáticas
entonces, me hacían pensar en un curioso mundo de fantasía bajo
aquellas aguas. Al otro lado, una forma irreconocible que años
después distinguí como un histórico edificio del continente
americano. A mis siete años era mi única posesión verdadera. Desde
ese momento decidí que me acompañaría siempre.
Treinta años después seguía en mi
mano. Perfectamente limpia, tratada, expoliada de suciedad. La apreté
fuertemente mientras esperaba una importante decisión. Jugó en mis
nudillos, aliñado con la historia de su origen en aquel río, para
impresionar a muchas féminas. Incluso en algunas de las más
importantes decisiones de mi vida no dudé en tomarlas a cara o cruz
con ella planeando en el cielo.
Ahora la lanzaba al mismo río, con una
lágrima en mi rostro. Describía una bella parábola mientras se
olvidaba de mí. El sol rebotaba en ella despidiéndome por última
vez. Antes de penetrar en aquella corriente deseé una vez más
superar mi enfermedad terminal.

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