La diferencia entre mis dos manos a simple vista no es tan evidente, su aspecto es similar; de cada una cuelgan cinco dedos delgados, uñas de queratina y fibra tiesa, los mismos huesos articulados, la piel morena y las líneas abiertas como caminos perdidos. Tengo tendencia a mirarlas, es algo que no puedo evitar y aunque parezcan iguales sin duda no lo son, la derecha es la más inteligente, es hábil y ejecuta los movimientos con las misma precisión como lo pienso, exacto y milimétrico. La izquierda es torpe, parece tonta, de nada sirve escribir con ella, si lo hago la caligrafía es fea, resulta imposible manejarla con una destreza que me haga sentir orgulloso de ella.
La tarde de hoy es honesta, la describiré mejor: silenciosa y tranquila. La de ayer también empezó igual pero terminó rota, un viento lateral empezó a empujar el aire con fuerza, sin pensar que podía arrastrar a personas. Me resguardé lejos de los muros, parecía una buena idea, el pelo ya no se mueve y el eco de los silbidos golpeando la calle no era tan agudo. Caminaba en dirección hacia mi casa pero aquel objeto extraño vino a mí, se dejaba empujar como una bolsa de plástico pero no era una bolsa de plástico, podía ser muchas cosas y una sola. Me detuve, después me acerqué con curiosidad para observarlo mejor. Lo cogí con la mano izquierda, todavía no sé por qué lo hice de esta manera. Era un cubo de seis caras cada una a diferente temperatura. En una de sus caras había un círculo con una piedra azul, un azul de verano, claro y nutrido de una luz que subía de abajo, no caía desde arriba, se expandía buscando las cuatro esquinas hasta encontrar límite en el borde de las aristas. En otra de sus caras era visible siete puntos amarillos, puntos concéntricos, cada uno dentro de una circunferencia, cada circunferencia de distinto tamaño, cada tamaño descrito por la distancia hasta su punto amarillo. La tercera cara era confusa e interesante a la vez, podría tratarse de un dios o de un libro, el tiempo se consumía dentro de ella como la vida de una vela. La cuarta cara era la más caliente, por encima del umbral del dolor, tenía un desierto, dunas como olas furiosas, un río no es lo mismo que una ola, el desierto no tenía palmeras pero sí su sombra, figuras invisibles descubiertas en el carácter impávido de aquella arena roja como el fuego. La quinta cara tenía una escalera de piedra, de sus grietas asomaban plantas y dedos de personas, era una escalera hecha para subir y no para bajar, y así era, si la mirabas no parabas de subir, un ocho de infinito, también un planeta de inmortales. La última cara era un espejo, un cuerpo sin alma, todas las imágenes del mundo pero sin voluntad de existir, vi mi rostro reflejado y tuve miedo. Arrojé aquel extraño objeto lejos de mí, sí, lo hice con la mano izquierda.
Esta mañana había papeles y ropa tirada en el suelo de la habitación. He abierto la ventana y he recogido el cuarto. Después he ido a la cocina para preparar café. He buscado el mando de la televisión, lo he encontrado hundido en uno de los rincones del sofá. Mientras desayunaba he visto cualquier cosa menos las noticias. Luego he dejado la taza y los cubiertos sucios dentro de la pila. Me he aseado. Me he vestido. El coche ha hecho un amago de no arrancar, es viejo y testarudo. En la oficina trabajo con números pero también debo escribir, anotar ideas, sin embargo la confusión estaba en el papel, mi caligrafía irreconocible y burda. La mano derecha torpe. Si había agilidad y precisión era sólo con la otra mano. El teléfono ha sonado, entonces, por primera vez, he utilizado la mano izquierda con voluntad propia.
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