lunes, 11 de febrero de 2013

María Ángeles


Tenía las manos húmedas, era un defecto que tenía desde niña, cuando se ponía nerviosa el sudor la delataba. No quedaba casi nadie en la oficina. Pronto se iría la de la limpieza y podría saltarse las claves de protección y con los códigos adecuados arreglar el desajuste en las cuentas.

A nadie le extrañaría que todavía estuviera en el trabajo, era un auditor competente, dedicaba muchas horas a su trabajo. Sus compañeros eran a menudo comparados con ella, por su jefe, recriminándoles su falta de entrega.

No tenía amigos ni dentro ni fuera de la delegación de hacienda en la que pasaba su vida. Tampoco tenía lazos especiales con su familia, ni con la que convivía: esposo y dos hijos; ni con la que había dejado atrás: dos hermanas y sus padres.

Nadie le sonreiría con simpatía, la acogería sin condiciones o le daría las gracias por el trabajo realizado. No le importaba, su satisfacción estaba es saber que hacía lo que debía. Poseía un instinto especial para rastrear errores y un sentido del orden que la impulsaba a organizar las cuentas de nuevo en equilibrio.

Ni siquiera se planteaba que pudiera estar equivocada. Su moral no coincidía, a veces, con lo políticamente correcto. ¿Pero qué sabían los demás? Y esa era su tarea, ocultar. Auditaba las cuentas de los contribuyentes de un par de localidades de la zona norte de la provincia de Valencia. Había luchado por obtener ese puesto. Sus superiores no le decían que hacer con los datos incongruentes, ella lo sabía.

No tenía miedo de que la pillaran, era imposible rastrear su trabajo. Pero si alguien entraba en ese momento, en el que estaba maquillando una cuenta especialmente sensible, su trabajo podría verse amenazado. Su jefe no lograría defenderla.

Ella no podría vivir sin su trabajo aunque no necesitara el dinero. Tenía dos hijos adolescentes, mientras estudiaron la Primaria sus suegros se ocuparon de recogerlos del colegio, las comidas y las extraescolares. Ahora, en cambio, vagaban a cualquier hora por casa. El mayor había decidido dejar el colegio y le asaltaba regularmente el monedero, el pequeño llevaba el mismo camino con sus pésimas notas.

La vergüenza no sería que la descubrieran trampeando lo que ella consideraba justo en las declaraciones de bienes y rentas de las personas importantes de la provincia; sino el hecho de que la atraparan. Su marido la exhibía como un trofeo, una mujer capaz de tener un puesto importante en la Administración y además llevar su casa. Podía imaginar su rechazo y rabia hacia ella.

No debía pensar en la derrota. No necesitaba consultar ninguna nota incriminatoria, tenía muy buena memoria. Ya casi había terminado, un par de campos más en el formulario y habría acabado. Por ésta vez.

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