Tenía las manos húmedas, era un defecto
que tenía desde niña, cuando se ponía nerviosa el sudor la delataba. No quedaba
casi nadie en la oficina. Pronto se iría la de la limpieza y podría saltarse
las claves de protección y con los códigos adecuados arreglar el desajuste en
las cuentas.
A nadie le extrañaría que todavía estuviera
en el trabajo, era un auditor competente, dedicaba muchas horas a su trabajo. Sus
compañeros eran a menudo comparados con ella, por su jefe, recriminándoles su
falta de entrega.
No tenía amigos ni dentro ni fuera de la
delegación de hacienda en la que pasaba su vida. Tampoco tenía lazos especiales
con su familia, ni con la que convivía: esposo y dos hijos; ni con la que había
dejado atrás: dos hermanas y sus padres.
Nadie le sonreiría con simpatía, la
acogería sin condiciones o le daría las gracias por el trabajo realizado. No le
importaba, su satisfacción estaba es saber que hacía lo que debía. Poseía un
instinto especial para rastrear errores y un sentido del orden que la impulsaba
a organizar las cuentas de nuevo en equilibrio.
Ni siquiera se planteaba que pudiera estar
equivocada. Su moral no coincidía, a veces, con lo políticamente correcto. ¿Pero
qué sabían los demás? Y esa era su tarea, ocultar. Auditaba las cuentas de los
contribuyentes de un par de localidades de la zona norte de la provincia de
Valencia. Había luchado por obtener ese puesto. Sus superiores no le decían que
hacer con los datos incongruentes, ella lo sabía.
No tenía miedo de que la pillaran, era imposible
rastrear su trabajo. Pero si alguien entraba en ese momento, en el que estaba
maquillando una cuenta especialmente sensible, su trabajo podría verse amenazado.
Su jefe no lograría defenderla.
Ella no podría vivir sin su trabajo aunque
no necesitara el dinero. Tenía dos hijos adolescentes, mientras estudiaron la
Primaria sus suegros se ocuparon de recogerlos del colegio, las comidas y las
extraescolares. Ahora, en cambio, vagaban a cualquier hora por casa. El mayor
había decidido dejar el colegio y le asaltaba regularmente el monedero, el
pequeño llevaba el mismo camino con sus pésimas notas.
La vergüenza no sería que la descubrieran
trampeando lo que ella consideraba justo en las declaraciones de bienes y
rentas de las personas importantes de la provincia; sino el hecho de que la atraparan.
Su marido la exhibía como un trofeo, una mujer capaz de tener un puesto
importante en la Administración y además llevar su casa. Podía imaginar su
rechazo y rabia hacia ella.
No debía pensar en la derrota. No
necesitaba consultar ninguna nota incriminatoria, tenía muy buena memoria. Ya casi
había terminado, un par de campos más en el formulario y habría acabado. Por
ésta vez.
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