Il cavaliere, la opereta
Il Cavaliere, en acto de constricción, postrado de rodillas ante el
altar mayor, rezaba respetuoso con su pequeña boca invisible, los delgados
labios apretados el uno contra el otro, en la Basílica
Sancti Petri, la
Basílica Papal, de San Pietro del Vaticano. Las cámaras,
lógicamente situadas en puntos estratégicos de la Iglesia, mostraban su imagen,
de una profunda concentración y devoción esmerada. El rostro del magnate
televisivo era la evidencia fidedigna del más hondo convencimiento del pecado
cometido. Los medios de comunicación, internacionales y nacionales, enfocaban
en plano corto su gesto solícito sobre la tumba del Apóstol. El expresidente
procuraba exhibir ante el mundo un profundo arrepentimiento, que no abrigaba
especialmente.
Con el propósito de ganar las próximas elecciones, debía redimirse ante los
italianos pasando por el trance de una jornada de fervor católico, y para ello,
fingir un misticismo impropio de su actividad nomotética.
Lo que desconocían todos y cada uno de los periodistas que se
encontraban en el evento era algo trascendente, que se les escapaba pese a los
primeros planos que estaban captando. Aquel Il
Cavaliere, al que todos llamaban así desde que le fue concedida en 1.977 la
“Ordine al merito del lavoro”, la Orden del Mérito al Trabajo italiana, no era
el verdadero Il Cavaliere.
-Sin más, pasamos a presentarles a todos ustedes, a nuestra próxima
TRONISTA –la presentadora Emma García se desgañitaba en el anuncio de la bellísima
concursante, elegida cuidadosamente por el equipo de casting de Telecinco entre
un gran número de aspirantes de escasa formación y larguísimas piernas. La
ganadora había resultado ser la más competitiva y más ignorante que habían
logrado encontrar. En esta ocasión, buscaron a alguien de quién reírse a gusto
sin que se lo tomara muy a pecho, ahora sí, con grandes pechos, requisito
indispensable en cualquier caso. Telecinco perpetuaba la norma y leitmotiv de
la casa, utilizado como título de una serie de gran éxito en el mercado
español, “Sin tetas no hay paraíso”. Desde las “Mamachichos”, no se había
vuelto a ver en sus programas de “reality” ni a una sola mujer carente de personalidad.
Il Cavaliere, Silvio Berlusconi, en bañador, albornoz y chanclas, recostado
sobre su carísimo sofá de ante, observaba con franca arrogancia su propia
imagen constreñida en fervientes rezos, a través de una cadena internacional de
News captada por su antena parabólica, en una ignota villa de su propiedad en
Ibiza, España. Silvio conocía la perversión, aquél hombre que hacía el directo
en su lugar se arrepentía de los pecados cometidos por otro. Otro, que no era otro
sino él. “Sus” pecados, sí, de los cuales no se arrepentía ni él. Pecados
veniales; jovencitas, estafas, corrupciones y demás. Nada que no estuvieran
dispuestos a perdonarle, Dios y la gente, sobretodo la gente. Por si quedaba
algún recuerdo de sus fechorías, ésta era una gran campaña en su favor,
propaganda electoral de la buena. Y ni siquiera tenía que hacerla él,
personalmente. Silvio podía seguir disfrutando de sus pequeños placeres, oculto
en un país amigable para los italianos desde siempre. Y en el que disfrutaba de
los réditos de sus empresas, que le daban grandes beneficios y otras alegrías…
Pulsó el botón del mando de la televisión, “Telecinque español”, ah, como en
casa.
-¡Silvana! –gritó Emma García, la presentadora conocida por todos a
causa de sus enormes dientes. El confeti y las luces de disco-light dieron paso
a una mujer esbelta, de porte garboso, que procuraba aparentar una ridícula
timidez que no le correspondía, esforzada en hacer creer al público que ella no
era más que una chavala normal, excesivamente maquillada, una poligonera completamente natural entre
todos sus postizos, incluidos los implantes que se adelantaban a su cuerpito
flaco. Con gesto afectado y rostro tirante de edad indefinida, Silvana esbozó
una monumental sonrisa mientras se sentaba en su trono. Echó hacia atrás sus
extensiones de cabello y se acomodó, doblando las piernas, un muslo sobre el
otro, al tiempo que encogía la tripa realizando un esfuerzo abdominal añadido,
sin dejar de sonreír: -Hola, buenos días Emma.
-No tan rápido Silvana. Antes, date una vuelta que te veamos un poco.
-Y te admiremos –intervino con doble intención, la lasciva en primer
término, uno de los asesores del amor, mientras sus ojos desprendían un calor
que parecía provenir de partes del cuerpo que no estaban a la vista. Entre
bastidores, por los camerinos, lo llamaban el viejo verde. Algunos de los
concursantes también.
Silvana, obediente, se levantó y complació a Emma García y al asesor
dando una vuelta sobre sí misma, se
balanceaba orgullosa mientras giraba, colocando las manos como si fuera una
muñeca Barbie, en ángulo de noventa grados con sus brazos y, mostrando una
actitud vanidosa pero excitada, preguntó: -¿Está bien así?
-Muy bien Silvana, ya puedes sentarte –concedió la presentadora.
Se escucharon aplausos entusiastas pese a haber sido instigados por el
animador de Telecinco, el señor Pepe. También algún miembro del público,
conchabado con el programa, realizaba silbidos portentosos, de un volumen increíblemente elevado, tras haber sido
preguntado previamente en el casting de público si sabía silbar con eficacia.
-Y ahora, Silvana, veamos tu vídeo de presentación. Aquí todos están
deseando verte mejor –proclamó Emma García mientras miraba de reojo al asesor-.
Dentro vídeo.
A continuación se proyectaron unas imágenes que avergonzarían a la mujer
más bufa, Silvana, en ropa interior, simulaba ser la protagonista de un famoso
anuncio de marca de moda, en la que bailaba frente a un espejo, poniéndose y
quitándose ropa sexy, mientras se cuestionaba mediante voz en off sobre la
mejor forma de ligarse a su jefe en la oficina. El anuncio no concretaba si el
jefe estaba o no casado, sólo insistía en que estaba buenísimo, aportando
expresiones del tipo “para parar un tren”, a lo que Silvana se preguntaba qué
guionista cuarentón y cretino había reproducido semejante estupidez. Mientras
el absurdo vídeo se proyectaba, Silvana no dejaba de sonreír como una idiota.
Ella sabía muy bien cómo debía comportarse, lo más necia y frívola que fuese
capaz de ser, debía llegar a la final. Necesitaba conseguir una gran final. Así
llamaría su atención, el mayor número posible de programas le proporcionaría el
acceso al paraíso, al rollo de los teléfonos de los futbolistas que facilitaba
sin duda alguna el viejo verde, y después… su objetivo estaría a tiro. La
fiesta en su villa de Ibiza, las lisonjas exageradas, el desnudo que lo
embaucaría, y pronto, muy pronto… sería suyo. Tenían suficiente información.
“-Silvio, Silvio”, pensó, “no escaparás. Esta vez no”.
Cristina Grande.
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