Aún eran escasos los
rayos de sol que se colaban a través de las cortinas como para espantar por
completo la penumbra. Y la pequeña lámpara que antes había presidido la mesita
de noche no podría ayudar a ello. Quizás fuera el impacto contra la pared, quizás
el posterior encontronazo con el suelo en el que ahora descansaba, o quizás tanta
energía desprendida durante horas en forma de emociones y sensaciones acabara
por sobrecargar el frágil mecanismo que daba vida a esa bombilla que ahora permanecerá
fría por siempre, como tantas otras cosas permanecerán después de esa noche en
la que nadie durmió. Pues eso era lo que allí quedaba. Frío. Y cosas rotas.
La camiseta que la hizo
caer aún seguía enredada en ella. Era su camiseta favorita, pero el desgarro que
ahora tenía en el cuello no le importaba. Sería un recuerdo más. Otro momento
que nunca se repetiría. El suelo de la pequeña habitación estaba lleno de esos momentos. De la mitad de
ellos.
A los pies de la cama
estaban sus vaqueros, arrugados y con las perneras del revés, probablemente el desabrochado
cinturón aún conservaría el aroma de sus manos. Un poco más allá, al lado de la
puerta, sus zapatillas con esos cordones sueltos y llenos de tierra que ella le
pisaba para verle tropezar entre risas. Le encantaba escuchar esa risa… Sólo había una
cosa en el mundo que le gustara más oír, la banda sonora de una noche que esperaba que ella nunca pudiera olvidar. Una de aquellas dos incómodas almohadas había sido desterrada de su reino y ahora
descansaba triste apoyada en la pared, y su camisa a cuadros había acabado
debajo de la cama, o más bien la cama había acabado encima de ella. El edredón
cubría sólo una esquina inferior de ésta, y el resto caía al suelo formando
extraños pliegues y perfiles, alguno de los cuales seguramente escondería sus
calcetines.
Él estaba sentado al
lado, sobre la sábana, en ropa interior y de cara a la ventana, sintiendo el
frío del suelo subirle por las piernas desde las plantas de los pies. Todo lo
que se oía era el eco que había dejado la puerta al cerrarse. Quizás horas
atrás, quizás sólo segundos. El tiempo carecía ya de importancia. Tenía las
manos apoyadas en los muslos, y sujetaba con miedo los pendientes que ella se
había dejado. Los pendientes que él le había escondido. Se sentía extrañamente
identificado con ellos. Seguramente porque sería una idea estúpida pensar que
ella recorrería cientos de kilómetros para recuperar algo tan insignificante.
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