viernes, 18 de enero de 2013

Habitación 207.


Aún eran escasos los rayos de sol que se colaban a través de las cortinas como para espantar por completo la penumbra. Y la pequeña lámpara que antes había presidido la mesita de noche no podría ayudar a ello. Quizás fuera el impacto contra la pared, quizás el posterior encontronazo con el suelo en el que ahora descansaba, o quizás tanta energía desprendida durante horas en forma de emociones y sensaciones acabara por sobrecargar el frágil mecanismo que daba vida a esa bombilla que ahora permanecerá fría por siempre, como tantas otras cosas permanecerán después de esa noche en la que nadie durmió. Pues eso era lo que allí quedaba. Frío. Y cosas rotas.

La camiseta que la hizo caer aún seguía enredada en ella. Era su camiseta favorita, pero el desgarro que ahora tenía en el cuello no le importaba. Sería un recuerdo más. Otro momento que nunca se repetiría. El suelo de la pequeña habitación estaba lleno de esos momentos. De la mitad de ellos.

A los pies de la cama estaban sus vaqueros, arrugados y con las perneras del revés, probablemente el desabrochado cinturón aún conservaría el aroma de sus manos. Un poco más allá, al lado de la puerta, sus zapatillas con esos cordones sueltos y llenos de tierra que ella le pisaba para verle tropezar entre risas. Le encantaba escuchar esa risa… Sólo había una cosa en el mundo que le gustara más oír, la banda sonora de una noche que esperaba que ella nunca pudiera olvidar. Una de aquellas dos incómodas almohadas había sido desterrada de su reino y ahora descansaba triste apoyada en la pared, y su camisa a cuadros había acabado debajo de la cama, o más bien la cama había acabado encima de ella. El edredón cubría sólo una esquina inferior de ésta, y el resto caía al suelo formando extraños pliegues y perfiles, alguno de los cuales seguramente escondería sus calcetines.

Él estaba sentado al lado, sobre la sábana, en ropa interior y de cara a la ventana, sintiendo el frío del suelo subirle por las piernas desde las plantas de los pies. Todo lo que se oía era el eco que había dejado la puerta al cerrarse. Quizás horas atrás, quizás sólo segundos. El tiempo carecía ya de importancia. Tenía las manos apoyadas en los muslos, y sujetaba con miedo los pendientes que ella se había dejado. Los pendientes que él le había escondido. Se sentía extrañamente identificado con ellos. Seguramente porque sería una idea estúpida pensar que ella recorrería cientos de kilómetros para recuperar algo tan insignificante.

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