Alguien dio un fuerte manotazo a su mesa y algunos
clientes giraron la cabeza en esa dirección. Comprobaron con indiferencia
que el responsable del estrépito era un hombre fofo de cara redondeada, sin
perfiles, nariz achatada y boca diminuta, en absoluto atractivo y que ahora
carraspeaba a modo de disculpa. Estaba solo, pero torcía el ceño como si
mantuviera una conversación consigo mismo.
Siempre se escuchaba una música tenue, bien rap,
bien jazz, y siempre había gente jugando a las cartas.
El mediodía ya había dormido lo suficiente, y el
atrio soleado de una tarde soporífera había llenado el bar de hombres y mujeres, ávidos de la sombra refrescada de la cafetería o de un líquido helado
cualquiera. El tejido oscuro de las lámparas apagaba los posibles rayos de sol
que pudieran colarse a través de las cortinas. Todo ello colaboraba a la
transformación de los treinta y cinco grados centígrados exteriores en los
veinticuatro interiores.
Las copas estaban expuestas en el mostrador, sudando y produciendo evaporaciones por doquier. Las botellas, almacenadas unas detrás de otras, separadas por centímetros y con cierto orden caótico, miraban al camarero desde lo alto y parecían gritarle: "Somos viejas, ¿por qué seguimos aquí?". El espejo, tras la barra, también era de un dorado caduco que contrastaba con la modernidad del plasma, orientado a favor de la clientela, pero ahora sumido en negro.
Las copas estaban expuestas en el mostrador, sudando y produciendo evaporaciones por doquier. Las botellas, almacenadas unas detrás de otras, separadas por centímetros y con cierto orden caótico, miraban al camarero desde lo alto y parecían gritarle: "Somos viejas, ¿por qué seguimos aquí?". El espejo, tras la barra, también era de un dorado caduco que contrastaba con la modernidad del plasma, orientado a favor de la clientela, pero ahora sumido en negro.
Sentía un agujero de buen tamaño en las tripas,
aunque hacía hora y media que había comido. La misión de esa tarde le provocaba
una honda ansiedad anticipatoria. Los ojos vacíos del hombre grueso preguntaban
a la vacía y fregoteada barra, posando esa misma mirada inane en diferentes
partes del cuerpo del camarero y, de nuevo, revoloteando como una abeja
inquieta, regresaba a su propia mesa, al vaso de café, y a sus dedos rollizos,
que se aferraban a ese vaso. La intuición de que había cometido un error, al no
pedir que pusieran algo de alcohol en su café, se convirtió en certeza. Era una
persona religiosa pero no espiritual, esporádicamente ebria y, a su propia
percepción, justa o, tal vez, de afán justiciero.
Lo que iba a acontecer sucedería en un escenario
neutro, así lo había decidido. Siempre trabajaban trasladando enseres por la
calle, o en términos vecinales, así como en casas y propiedades de personas histéricas
no acostumbradas a las incomodidades de las obras, no eran buenos lugares para
hablar de aquello. Ni siquiera el falso sosiego que se respiraba en el automóvil
cuando se dirigían a la faena, era
adecuado para esta conversación. Había sido un hipócrita durante algún tiempo,
pero no soportaba más aquella situación. Si bien demostraba cierta cobardía al
citarle en aquel café atestado, a fin de poder evadirse de sus miradas, con el propósito de que no montara el numerito por vergüenza, sentido del ridículo,
pudor… Pero ¿se aseguraba realmente de que no le maldijera o no invocase su
amistad? La seguridad era que de ese día no pasaba, la conversación llevaba
demasiado tiempo pendiente.
Un ligero susurro, y la puerta osciló. Su amigo
estaba en el umbral, detenido, luchando por adaptar sus ojos a la oscuridad del
ambiente. Se situó de perfil, moviendo lentamente su cuello, a derecha, a
izquierda, la maniobra de torsión del tórax consiguió por fin que sus ojos
divisasen a su orondo jefe, que le miraba expectante, desde una mesa en el rincón.
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