Cada tarde, a la misma hora, me tumbaba en la cama. Postrada
frente a mí, a ratos de cara, por momentos dándome la espalda. Mi mente volaba
mientras la contemplaba. El deseo de acariciar todo su cuerpo me había estado obsesionando
durante el resto de horas que habíamos pasado separadas. Al principio me
costaba decidirme a ensuciar aquella piel sin mácula del color de la nieve pero
pronto me dejaba llevar por el compás de aquellas palabras atolondradas que
resonaban dentro de mi cabeza y las dejaba escapar bailando por las yemas de
mis dedos. Empezaba con caricias ordenadas, renglón por renglón recorría cada
uno de los rincones que me ofrecía, a veces insatisfecha volvía atrás a algún
recodo torpemente recorrido y trataba de
corregir el error cometido. Me dejaba
llevar por los impulsos acelerados de mi corazón y, como si bailaran un vals,
mis dedos corrían enloquecidos por su cuerpo, de aquí para allá. Después la
calma volvía a mí y dejaba a mis dedos volver a caminar, lentamente, por los
surcos ya trazados para asegurarme de que el camino recorrido había sido el
correcto. Casi siempre tocaba hacer más de una corrección, reorganizando giros,
añadiendo algún que otro detalle para enfatizar algún matiz importante.
No hay comentarios:
Publicar un comentario